Por Hernán Andrés Kruse.-

El 29 de mayo se cumplió el centésimo cuadragésimo quinto aniversario del nacimiento de un destacado historiador y filósofo alemán, cuyo legado intelectual más relevante fue su libro “La decadencia de Occidente”. Oswald Spengler nació en Blankenburg el 29 de mayo de 1880. En 1891 la familia se instaló en Halle, donde Spengler frecuentó las clases de latín de la Fundación Francke. Se recibió de bachiller en 1899. Posteriormente estudió matemáticas, ciencias naturales y filosofía en las universidades de Halle, Múnich y Berlín. Su tesis doctoral, bajo la dirección de Alois Riegl, se tituló “Fundamentos metafísicos de la filosofía de Heráclito”. En 1904 comenzó a trabajar como profesor de ciencias en un instituto, cargo que obtuvo por concurso. En dicho concurso disertó sobre “El desarrollo de los órganos de la vista entre las principales especies animales”. En 1908 fue designado profesor titular en Hamburgo. Tres años más tarde, se estableció en Múnich donde se dedicó a la escritura. Allí comenzó a elaborar su ensayo más relevante: “La decadencia de Occidente. Bosquejo de una morfología de la historia universal”.

La caída de Alemania en 1918 lo convenció de lo nefasta que era, desde su óptica, la democracia. Sus convicciones antidemocráticas fueron expuestas por Spengler en “Prusianismo y socialismo” (1919) y “La regeneración del imperio alemán” (1924). Sus ideas ejercieron una profunda influencia en el Movimiento Revolucionario Conservador de Alemania. En su libro “Años decisivos” (1033) toma distancia de Hitler y se acerca a Benito Mussolini. Rompió definitivamente con el nacionalsocialismo luego de que se produjera el golpe interno contra la SA que Hitler utilizó como pretexto para eliminar a Ernst Röhm en la noche de los cuchillos largos del 30 de junio de 1934. Pero el crimen que más le dolió fue el del crítico musical Willi Schmid, confundido por las SS con el oficial SA Wilhelm Schmidt. Spengler murió en la noche del 7 al 8 de mayo de 1936 en Múnich. Su muerte prematura alimentó la hipótesis de un asesinato político (fuente: Wikipedia, la enciclopedia libre).

Buceando en Google me encontré con un ensayo de María Laura Lescano (Departamento de historia-Facultad de Humanidades y Centro Regional Universitario Bariloche-Universidad Nacional del Comahue-San Carlos de Bariloche-2009) titulado “Súbitamente y sin causa: Historia, Azar y Decadencia en el pensamiento de Oswald Spengler”. Explica las ideas medulares del autor, contenidas en su libro fundamental, sobre el mundo, la cultura, la moral, los hombres, la fatalidad y el devenir.

LA HISTORIA

“El eje de la teoría de Spengler se encuentra en la distinción y contraposición del universo como naturaleza y del universo como historia. La historia posee, para el autor, una dimensión mayor y más compleja que la que usualmente se le asigna: no sólo la vida de los hombres, sino también el cosmos puede ser contemplado y analizado en términos históricos. Esta postura lo lleva a redefinir el concepto mismo de historia; profundizando la dicotomía establecida, postula que solo lo natural puede ser sometido a leyes, mientras que lo histórico es aquello que comprendemos como dotado de forma (Gestalt) o figura. Aquello que logre ser cuantificado o verificado, es “ahistórico”. Retomando a Heráclito, Spengler afirma la idea de un acontecer puro, regido por la ley de la impermanencia. La disciplina histórica se sitúa por fuera del campo científico, al cual se atribuye la verificación de los conceptos de verdad y falsedad. La historia trasciende esta dicotomía, y por ello “debe ser tratada poéticamente”.

A lo natural pertenece el caso, el cual siempre es posible de repetir; a lo histórico, el acontecimiento, aquello que fue y no volverá a ser nunca más. Lo natural puede ser comprendido mediante el principio de la causalidad; lo histórico, se explica a través de la idea del destino y del sino. Lo natural se conoce. Lo histórico se vive. De allí, se desprende la noción de que el conocimiento histórico es un verdadero arte; un ámbito repleto de símbolos, que sólo algunos elegidos lograrán develar. Así, el autor le atribuye al historiador no sólo el don creador, sino la fuerza de la intuición, la capacidad de contemplación y la sensibilidad para observar cómo devienen los hechos.

La idea del escritor visionario y del “poeta vidente”, proviene del siglo XIX y está presente en Charles Baudelaire, así como en la poesía simbolista de Arthur Rimbaud y Stéphane Mallarmé. Esta “mirada clarividente” fue una figura poética retomada luego del 1900 por aquellos intelectuales cercanos al pensamiento político de la derecha y defensores de sistemas elitistas, como por ejemplo, Ernst Jünger, el mismo Spengler, Jaspers, Drieu La Rochelle, y en el caso argentino, Ernesto Quesada y Leopoldo Lugones. Poseer esa “divina mirada” para romper con los sortilegios de la realidad, sitúa al autor de La decadencia de Occidente en la posición del artista, es decir, en un trance creador, cuyo resultado no debe ser comprendido, sino sentido. De allí se desprende su afirmación: “Un hombre puede educarse para la física. El historiador, en cambio, nace”. La intuición vivificadora frente al intelecto que mata y paraliza en el mismo acto del conocimiento, permite al historiador penetrar de un solo golpe en el espíritu de las épocas guiado por un sentimiento que no se aprende ni se planifica. Todo lo que existe son símbolos, y ellos se desenvuelven en un plano espacial que no puede transmitirse mediante el intelecto. De este modo se intenta romper con la interpretación de la historia como sucesión de hechos. Lo que deviene son símbolos que ponen de manifiesto el estilo de un alma.

La distinción establecida entre naturaleza e historia le permitió a Spengler aplicar el método de conocimiento de Goethe (intuición y certezas interiores) al tiempo que refutaba la filosofía kantiana y aristotélica. El defecto de los racionalistas, afirmó, fue considerar como único objeto del conocimiento humano el ámbito de la naturaleza, obturando la posibilidad de conocer el devenir. De la historia universal al universo como historia. Spengler indaga el signo del cosmos utilizando la intuición pero reconociendo sus límites. De esta manera, no sólo nos impulsa a abandonar el superficial pragmatismo de la historia buscadora de causas y consecuencias; sino que, a su vez, nos advierte de la imposibilidad de una íntima aproximación a los tiempos de los cuales nos consideramos discípulos, sin ser más que sus circunstanciales adoradores.

Romper con la idea de las posibilidades de la razón para alcanzar el conocimiento llevó al autor a refutar los distintos intentos de interpretación histórica, ya sea desde un posicionamiento religioso, político o sociológico. La concepción científica del universo, admitió, había situado a Occidente en una posición central y superior al resto de los pueblos. Frente a este esquema, que él mismo denomina ptolemaico, postula la interpretación copernicana. Ello significa un quiebre original en la interpretación positivista de la historia, donde la idea de desarrollo temporal lleva implícita la noción de programación, de planificación y de finalidad. Spengler negará la existencia de un plan cósmico. El tiempo presente, deja de ser en su teoría, el punto supremo de la evolución y la meta del progreso humano. Con un cariz propio del relativismo cultural el pensamiento spengleriano postula el valor intrínseco de las diferentes culturas antes que su comparación jerárquica. Egipto y Babilonia, la Roma imperial y China, India y la civilización azteca, la cultura árabe y el gótico medieval, todas son manifestaciones que poseen vida propia, que aparecen unas junto a las otras, prescindiendo de posiciones privilegiadas.

La Historia posee tres tipos de temporalidades que se irán sucediendo hasta llegar a una cuarta y fatal etapa crepuscular; éstas son: la Clásica o Apolínea; la Mágica, asociada al mundo islámico, la Occidental o Fáustica, y la de Decadencia o etapa de Civilización. La historia no es para Spengler una sucesión de culturas y épocas que se conectan, se mezclan, se transmiten conocimientos o se relacionan, sino que como entidades vivas, nacen, se desarrollan y mueren solas, repitiendo el mismo ciclo vital que las plantas y los animales. No hay transmisión de experiencias entre los perros y los caballos, ni entre los árboles de un mismo bosque. Todos cumplen simplemente su ciclo vital y desaparecen. En el mismo sentido, las culturas y los pueblos son los protofenómenos de la historia; entidades dotadas de vida, finitas, surgidas súbitamente y sin causa para cumplir su sino: “no tienen una finalidad, una idea, ni un plan. Como no tiene finalidad ni plan la especie de las mariposas o de las orquídeas”.

La Primera Guerra Mundial contribuyó a quebrantar el optimismo decimonónico y a reemplazar la confianza en el progreso por la certeza de la perennidad. El derrumbe del centenario sistema de valores occidentales convirtió al presente en un interrogante. Por ello la modernidad e incluso la originalidad del pensamiento spengleriano se encuentran justamente en la sistematización de ese pesimismo. Spengler sostiene que los intentos de modificar la realidad político-social carecen de sentido. Las masas no hacen la historia. Son sólo las élites, en su ambición por el poder, las que producen algunas alteraciones superficiales que no van más allá del reemplazo de un grupo por otro. Pero, coincidentemente con la imposibilidad de los pueblos de intervenir en sus destinos, la existencia de algunos intereses privilegiados parece asociarse armoniosamente con las fuerzas cósmicas. De este modo, la perpetuación de las élites en los gobiernos y el poder de los líderes políticos no responderían a las arbitrariedades del sistema sino a designios suprahistóricos.

Toda Cultura posee como parte de su sino la conformación de una Civilización. El alma del pueblo transmuta siempre en intelecto, en artificio. Se vuelve urbana e imperialista. Se expande, se dilata; y en ese intento desesperado por abarcarlo todo se cosifica y muere. El trabajo de Spengler intenta mostrar que la realidad vivida por Europa en los años de la primera posguerra corresponde a este período final, civilizatorio y fatalmente expansivo. Vislumbrando a su vez para el porvenir, para el cenit de la civilización, un destino occidental, “germánico, y particularmente alemán”. Podemos afirmar, por último, que la interpretación de la historia en Spengler posee algunos puntos de contacto con la teoría de Herder; la cual, considera a aquella no como el producto de la acción más o menos consciente de los individuos, sino como el resultado de fuerzas vitales. Es así como los avatares humanos se reinterpretan desde la perspectiva de un destino trazado por la providencia frente a la cual los hombres jamás vencerán”.

EL TIEMPO

“Aplicando su criterio histórico al estudio del mundo y del hombre, Spengler apela a una triple distinción que complejiza la oposición historia y naturaleza: el “cosmos”, el “microcosmos” y el “macrocosmos”. Sin embargo, este nuevo recorte de la realidad no hace más que reiterar ideas esbozadas en su concepción acerca de la historia y de las ciencias. La oposición básica se halla en los extremos Vida y Muerte. Ambos términos, de modo implícito, son la materia prima que luego moldearán nociones de mayor complejidad. A partir de esta dicotomía, se irán ordenando en pares de opuestos las distintas ideas de la obra sobre lo histórico y lo natural, lo cósmico y lo microcósmico, lo rítmico y lo estático, lo que deviene y lo que permanece, la cultura y la civilización, el intelecto y el instinto.

Cada tema introducido por el autor, contiene una doble esencia en donde la vida manifiesta desde los inicios su propio final. Unidos en una fugaz permanencia, el pasado, el presente y el futuro, el nacimiento y la decadencia, la vida y la muerte serán los símbolos que el autor conciba como el conflicto trágico del Tiempo, es decir, su propia esencia. La vida tiene una duración prefijada y el joven posee en su rostro los rasgos de su propia vejez. El tiempo, como una de las problemáticas primordiales en La decadencia de Occidente, se vincula con lo cósmico. Lo vegetal es cósmico; lo animal es, además, un microcosmos en relación con un macrocosmos. En lo cósmico se halla la periodicidad, los ritmos, los ciclos, la circulación de la sangre, la sexualidad. En cambio, lo microcósmico se caracteriza por la polaridad, por la tensión y por los pares de opuestos (sentidos y objetos; el yo y el tú; la causa y el efecto).

Dentro de este marco, “sentir es darse cuenta del ritmo cósmico. Percibir es darse cuenta de las oposiciones microcósmicas”. Spengler distingue con esta afirmación lo propio y lo ajeno: lo propio logra sentirse; lo extraño únicamente se percibe o vislumbra. Afirmada la oposición entre lo cósmico y microcósmico, se subraya la superioridad del primero. El ritmo cósmico es el que vibra en cada movimiento de los microcosmos y el que permanece cuando desaparece la conciencia vigilante. La superioridad cósmica, como veremos más adelante, se pone de manifiesto en su teoría del Hombre, donde la “sangre” se haya sobre el “intelecto”, la “política” sobre la “religión” y lo “activo” sobre lo “contemplativo”. Contrapuesta al concepto de espacio, la idea de tiempo sólo llega a los hombres cuando piensan. Es decir, cuando una íntima certidumbre nos hace saber que “somos el tiempo”.

El autor enfatiza la diferencia entre presentir la llegada del propio fin -como logra hacerlo un animal mal herido- y el hecho muy distinto, de vivir con la conciencia de la muerte. Es este punto del análisis lo que le permite a Spengler encontrar la raíz del pensamiento histórico: percibir la transición conlleva a la capacidad de pensar el pasado y entender la esencia de lo irrevocable. A todos, tarde o temprano, la experiencia de la muerte nos conecta con la inmensa soledad del universo. Bajo la forma del temor a la muerte despunta en los hombres el sentimiento del terror cósmico, el cual, es a su vez el origen de la percepción histórica, por encarnar en el alma humana la noción de tránsito e irrevocabilidad. El terror aparece en la filosofía de Spengler como el máximo principio creador. El hombre de las postrimerías, el habitante de las grandes ciudades, el que ha dejado atrás la Cultura para ingresar en la Civilización, niega el misterio y se refugia en “la concepción científica del mundo” Aplacar el terror cósmico equivale a convertir la realidad en algo comprensible. Nombrar es adquirir poder sobre lo nombrado; por ello la misma palabra Tiempo (Zeit), refleja para el autor, el acto supremo de liberación de los hombres.

La teorética spengleriana consiste en reducir las problemáticas a una oposición entre dos términos fundamentales para, luego, sobrevalorar uno de ellos, rompiendo así el dualismo provisionalmente adoptado. Es por ello que encontramos ahora la sobrevaloración del tiempo sobre el espacio. El tiempo como el producirse y el espacio como el producto se contraponen del mismo modo que la historia y la naturaleza, la vida y la muerte, Goethe y Newton. La oposición entre la idea de sino y el principio de causalidad aborda la dicotomía establecida entre experiencia de vida y experiencia científica desde un ángulo distinto y con el objeto de otorgarle a las reflexiones sobre la problemática de la historia universal un carácter metafísico.

La noción de causalidad es un afán enumerativo, una búsqueda de causas últimas y lógica que logran apoderarse de la creación, es decir, del arte, de la historia y del instinto. Esta explicación nos remite a Nietzsche, cuando afirmaba: “Nosotros hemos inventado el concepto de finalidad: en la realidad falta la finalidad… Se es necesario, se es un fragmento de fatalidad, se forma parte del todo, se es en el todo,–– no hay nada que pueda juzgar, medir, comparar, condenar nuestro ser, pues esto significaría juzgar, medir, comparar el todo (…) Que no se haga ya responsable a nadie, que no sea lícito atribuir el modo de ser a una causa prima, que el mundo no sea una unidad… sólo con esto queda restablecida otra vez la inocencia del devenir”.

En un acto de defensa ante lo incomprensible, la razón condena todas las posibilidades que no residan en ella misma. Para el autor, no obstante, el lenguaje es una prueba de que la idea entorno al Sino se presentó inicialmente rodeada de misterio: Zufall, Verhängnis, Schicksal, en idioma alemán; Némesis, Ananké y Fatum, para los antiguos; Kismet, Mek’touby o Kader para el pueblo árabe; todos estos vocablos remiten al hado, al azar, al destino y a la fatalidad. Pero no son conceptos, sino símbolos. Para Spengler constituyen la clave de su análisis, son “el centro de gravedad de esa imagen del mundo que he llamado el universo como historia”. El valor intrínseco de estas palabras se adquiere mediante la propia experiencia de vida; sistematizar su sentido sería matar su esencia.

La teoría de Spengler no solo rompe con el orden marcado por la cronología, sino que al concebir los acontecimientos político-sociales como un perpetuo devenir, no hace más que suspender en un eterno presente lo pasado, lo actual y aquello que sucederá. Los hombres y las mujeres ocupan un lugar superfluo en la historia social; este espacio es interrumpido, escasas veces, por el “azaroso” nacimiento de seres que no cumplen meramente con su destino, sino que encarnan el propio Sino de la cultura a la cual pertenecen. En esta teoría de la élite encuentran su lugar Alejandro y Mahoma, Julio César y Napoleón, Buda y Carlomagno. En sí mismos, ellos son un símbolo: “esos hombres no viven; vienen con su presencia a demostrarnos algo”. El resto de los hombres conforman la masa: “La arena de la humanidad: todos muy iguales, muy pequeños, muy redonditos”, como señalara Nietzsche.

El universo entendido como un gigantesco ser de vida independiente posee su particular período de florecimiento. En su ramaje infinito, los frutos crecen casualmente y, como los brotes nuevos son símbolos de la primavera, las religiones, los mitos y los sistemas de creencias son el indicio del advenimiento de un pueblo nuevo. Pero “pueblo” es aquí tan sólo una figura; una base para que se afiance el cristianismo, para que se luche en Troya o para que el Islam se logre expandir. Si la historia real “tiene un sino y no leyes”, si entendiendo la esencia de la historia (su carácter fatal) encontramos que no hay nada verdaderamente nuevo y que todo se repite a intervalos regulares, sin causa y con mínimas modificaciones, entonces, entendemos que se puede prever el futuro, aún cuando sea imposible calcularlo. Es decir, que aún sabiendo lo que sucederá (porque ya ha sucedido) no podríamos torcer la fuerza del destino. Toda una vida puede leerse en un rostro, porque toda esa vida que fatalmente devendrá, en verdad, ya estaba allí.

Spengler adopta la idea nietzscheana, enunciada previamente por Maquiavelo, que sostiene que sólo los “grandes” (nobles, héroes) poseen una existencia significativa, una existencia realmente histórica. La actitud verdaderamente aristocrática no solo concibe a la humanidad escindida en dos, sino que considera esa escisión como dada naturalmente. La vida y la historia no encarnan en los individuos aislados; por el contrario, se impregnan en la nobleza. A aquellos que adhieren a la visión de la élite como portadora de una misión histórica trascendente, Simone de Beauvoir los considera al servicio de un egoísmo burgués que, al condenar la Historia, valoriza sin embargo el momento de la Historia que hace de ellos unos privilegiados. Quizás Spengler no se encuentre del todo reflejado en una definición como ésta; ya que, por momentos, su análisis de la decadencia cultural de occidente se vuelve devastador, incluso para su clase. Sin embargo, no puede soslayarse que la nación elegida para presidir el momento fatal del ocaso, no es otra que la suya propia: Alemania. Y que ese declinar de la civilización es siempre precedido por una etapa expansiva e imperialista”.

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