Por Hernán Andrés Kruse.-

El 6 de mayo se cumplió un nuevo aniversario del nacimiento del padre del psicoanálisis. Sigmund Freud nació el 6 de mayo de 1856 en Freiberg, Moravia. A los 17 años ingresó en la Universidad de Viena como estudiante de medicina. Entre 1876 y 1882 fue ayudante del profesor E. Brücke en el Instituto de Fisiología de Viena. En 1881 se recibió de médico. Entre 1883 y 1885 trabajó en el Hospital General de Viena bajo la dirección de Theodor Meynert. Fue el primer galeno en proponer el consumo de la cocaína con fines terapéuticos (estimulante y analgésico). En 1884 publicó su trabajo “Sobre la coca”. Tiempo después obtuvo una beca que le permitió estudiar con Jean-Martin Charcot en París. De allí se dirigió a Berlín donde estudió con el médico pediatra Adolf Baginsky. En 1899 publicó su obra más relevante: “La interpretación de los sueños”. Fue la génesis de una nueva disciplina y manera de comprender la mente humana: el psicoanálisis. En 1902 fue nombrado profesor extraordinario. En 1909 la Universidad de Clark (Worcester, Massachusetts) le concedió el título honorífico “doctor honoris causa”. En 1923 se le diagnosticó un cáncer de paladar. Pese a ello no abandonó su trabajo como psicoanalista. Considerado enemigo por el nazismo, no tuvo más remedio que abandonar Viena. Consiguió refugio en Londres. Falleció el 23 de septiembre de 1939. Freud fue, qué duda cabe, uno de los personajes más influyentes del pensamiento del siglo XX (Wikipedia, la Enciclopedia Libre).

Buceando en Google me encontré con un ensayo de Lelio Fernández (Profesor Jubilado del Departamento de Filosofía de la Universidad del Valle- Colombia) titulado “Sigmund Freud” (Praxis Filosófica-Nueva Serie-2018). Explica con meridiana claridad el pensamiento de Freud lo que permite a quienes lo ignoran (como es mi caso) hacerse de una somera idea del mismo.

REPRESIÓN Y RESISTENCIA

“En su escrito sobre el fetichismo, Freud se refiere a la noción de represión como a la pieza más antigua de la terminología psicoanalítica. Ella fue el primer resultado del paso de la medicina al psicoanálisis en el tratamiento de las neurosis. Freud decidió investigar la génesis de los síntomas de tales afecciones, convencido de que éstos tienen un sentido, o sea que se los puede integrar en la comprensión de la totalidad de la vida psíquica de la persona en la que se dan. Inició entonces, con ese fin, un procedimiento destinado a que los pacientes pudieran recordar y narrar circunstancias olvidadas que tuvieran relación íntima con los síntomas. En todos los casos tropezó con una tenaz resistencia al recuerdo, de la cual el sujeto no siempre tenía conciencia y que sólo podía ser explicada por una teoría dinámica, es decir, centrada en la idea de un conflicto entre fuerzas psíquicas, uno de cuyos intentos de solución fuese el de rechazar elementos anímicos intolerables y mantenerlos alejados de la conciencia.

Eso es precisamente la represión, y la resistencia es su expresión en el tratamiento terapéutico: ambas son producidas por las mismas fuerzas antagónicas. Esto hace ver que el mérito de la noción no está simplemente en su carácter de descubrimiento inicial. Freud la consideraba como piedra angular del edificio teórico que él construyó; como punto central con el cual se pueden enlazar todos los aspectos de la teoría psicoanalítica. En efecto, la represión aparece como el más notable de los mecanismos desencadenados por el conflicto entre diversas instancias anímicas, y todo el psicoanálisis como empresa teórica está destinado a comprender y explicar ese conflicto como la realidad que rige en general toda nuestra vida psíquica”, y cuyo complejísimo resultado es la cultura (arte, religión, ética, política, etc.).

Para una persona que se sintiera agredida por un estímulo exterior insuprimible e insoportable (por ejemplo, ruidos demasiado intensos o una luz enceguecedora), la única defensa sería el alejamiento, la fuga. Esto no es posible, en cambio, cuando el estímulo apremiante sentido como intolerable es una fuerza que procede del interior del organismo. En los casos en los que el sujeto no alcanza a dominarlo mediante un procedimiento consciente y razonable, interviene como un mecanismo de defensa la represión. Algunas veces, como el recurso máximo; otras, como parte de un complejo de técnicas defensivas. Esta repulsa de efecto continuado tiene lugar cuando una pulsión –una urgencia somática planteada a la vida psíquica– es sentida por el sujeto como muy temible. Dado que la satisfacción de una pulsión siempre tiene un carácter placentero, el hecho de que sea experimentada a veces como algo peligroso sólo se explica si el placer que produce puede transformarse en displacer intenso por tratarse de algo inconciliable con otros objetivos y aspiraciones.

Los elementos reprimidos, que son indestructibles (ideas, imágenes, etc., vehículos de la pulsión), se organizan en sistemas muy ampliados mediante la inclusión de otras representaciones que se asocian según posibilidades de conexión abiertas por cierto predominio de algún elemento privilegiado. Esta organización expansiva y, en cierto modo, finalista se realiza con creciente independencia de la conciencia, siguiendo leyes propias. La represión resulta ser, entonces, como un no querer saber nada de algo, de tal manera que eso de que se trata se hace inexistente para la conciencia aunque persista vivo y eficaz en la vida psíquica. Pero lo reprimido “retorna una y otra vez, sin descanso, como un alma en pena”, con mayor o menor vigor según la intensidad de la pulsión con la que está ligado. Por supuesto, se trata de un retorno de incógnito porque la censura psíquica sigue actuando sobre las representaciones reprimidas, que sólo pueden aparecer de manera desfigurada o disfrazada.

Los síntomas de las diferentes neurosis (por ejemplo, las parálisis histéricas, las fobias, los rituales obsesivos) son insistencias de aquello cuyo acceso simple y sencillo a la conciencia es impedido. Pero también hay otras formaciones sustitutivas frecuentes en la vida de toda persona, que reemplazan de manera simbólica a las satisfacciones reprimidas: los sueños, los chistes, los actos fallidos (torpezas, olvidos, pérdidas de cosas, lapsus linguae, etc., que son, si bien se los mira, actos sorprendentemente logrados). Se trata siempre del resultado de una especie de transacción, de un acuerdo mediante concesiones recíprocas y furtivas entre las representaciones reprimidas y las instancias represoras. Esto se pone en evidencia en todo análisis: una formación sustitutiva es símbolo de ambas partes del conflicto, a la vez, aunque en distinta medida.

Son bien clásicos como ejemplos estos dos: los obsesivos de la limpieza están siempre dedicados a manipular la suciedad; el juez que se consagra a aplicar siempre toda ley al pie de la letra se exime, en nombre de la justicia, de reconocer y otorgar a cada uno lo suyo (summum ius, summa iniuria, habían comprendido los romanos: las sentencias del derecho extremado son la mayor injusticia). En el primer caso, el síntoma obsesivo intenta conciliar simbólicamente el ideal de pureza con el deseo –reprimido en nombre de ese ideal– de ocuparse placenteramente en ciertas suciedades: “el acto obsesivo es aparentemente un acto de defensa contra lo prohibido, pero podemos afirmar que no es en realidad sino la reproducción de lo prohibido”. En el segundo caso, la transacción se da entre las tendencias sádicas y los ideales de rectitud y de justicia que las mantienen alejadas de la conciencia.

Ambos ejemplos ilustran, de paso, un hecho que conviene señalar: al psicoanálisis le interesa la represión frustrada o inadecuada, aquella que no logra disolver el conflicto y que, por eso mismo, se ve obligada a persistir indefinidamente para mantenerlo encubierto, sin poder suprimir el displacer que produce. También vale la pena notar que para el psicoanálisis es algo más exacta la idea de que la represión se debe exclusivamente, o poco menos, a la intervención intimidatoria de personas severas y autoritarias, sobre todo en las etapas más tempranas de la vida. Freud siempre sostuvo que ninguna represión psíquica sería posible si no existiese en el hombre una represión originaria, es decir, un núcleo de representaciones que jamás han podido acceder a la conciencia y que, mediante complejas líneas asociativas, actúan como polo de atracción para posteriores materiales reprimidos.

La naturaleza y las causas de la represión originaria no estaban del todo claras para Freud. En “Inhibición, síntoma y angustia”, obra de importancia teórica que escribió en el umbral de sus setenta años, conjetura que la explicación de esa represión ha de ser de orden biológico: ciertos estímulos muy intensos en las primeras semanas de vida extrauterina del individuo darían lugar a situaciones que ofrecen algunas analogías con la del nacimiento, experimentada como separación, y que producen una reacción angustiosa. Pero habría que contar con factores pre-individuales, de la especie: algunos sucesos arcaicos actuarían como una sedimentación que es rememorada en los inicios de la vida del individuo en situaciones análogas a las de aquellos sucesos, de tal manera que “la herencia arcaica del hombre constituye el nódulo del inconsciente anímico”.

INCONSCIENTE, PRECONSCIENTE Y CONCIENCIA

“El análisis de distintas funciones (sueños, actos fallidos, chistes, formación de síntomas, etc.) llevó a Freud a la conclusión de que la psicología tiene que ocuparse de series completas de procesos –los procesos psíquicos–, “en sí tan incognoscibles como los de las otras ciencias, como los de la química o la física”, que son esencialmente inconscientes: “lo inconsciente es lo psíquico verdaderamente real: su naturaleza interna nos es tan desconocida como la realidad del mundo exterior y nos es dado por el testimonio de nuestra conciencia tan incompletamente como el mundo exterior por el de nuestros órganos sensoriales”.

Esta afirmación, a la que su autor atribuía un carácter filosófico, es la más radical de la teoría psicoanalítica. De por sí, todos los procesos psíquicos son inconscientes; algunos, sin acceder a la conciencia, se hacen sin embargo capaces de ser captados por ella y por eso conviene llamarlos preconscientes. De entre estos, algunos llegan a ser objeto de la conciencia, aunque siempre en forma muy transitoria. Freud veía en este modo de concebir la vida psíquica una especie de continuación del animismo primitivo que tendía a descubrir, más allá de la conciencia humana, procesos anímicos en todas las cosas. Pero, al mismo tiempo, veía una extensión de la teoría kantiana sobre la percepción externa: “del mismo modo que Kant nos invitó a no desatender la condicionalidad subjetiva de nuestra percepción y a no considerar nuestra percepción idéntica a lo percibido incognoscible, nos invita el psicoanálisis a no confundir la percepción de la conciencia con los procesos psíquicos inconscientes, objetos de la misma. Como lo físico, tampoco lo psíquico necesita ser en realidad como lo percibimos”.

Freud representó plásticamente esta concepción con varias imágenes sobre cuya riesgosa e inevitable imperfección advirtió a sus lectores. Todas ellas intentan ilustrar por comparación no tanto una teoría propiamente dicha, sino una construcción sobre sistemas o “lugares”, una tópica (del griego topos: lugar, localidad) menos apta para explicar algunos hechos que para ordenarlos y relacionarlos entre sí. Se figuró entonces la vida anímica como un aparato óptico (un microscopio, un telescopio): cada sistema psíquico podría ser representado por uno de los lugares ideales del aparato en los que se va constituyendo la imagen. Lugares ideales o virtuales, porque en ellos no se encuentra situado ningún espejo, ninguna lente, ningún elemento concreto. También usó esta comparación a la que juzgaba tan grosera como útil: el sistema de lo inconsciente es como una gran antesala en la que se mueven todas las tendencias psíquicas, como seres vivientes. Este espacio da a una habitación menos amplia, en la que se encuentra la conciencia. Una puerta comunica a las dos habitaciones; pero en el lugar de pasaje vigila un centinela que inspecciona a todas las tendencias, les impone su censura e impide el paso a las que le caen mal.

Freud pensó siempre el aparato psíquico –o “aparato del alma”– como realmente extenso. Un año antes de su muerte, escribió esta nota: “La espacialidad podría ser la proyección de la extensión del aparato psíquico. Ninguna otra deducción es verosímil. En vez de Kant, condiciones a priori de nuestro aparato psíquico. La psiquis es extensa, pero no lo sabe”. Sin embargo, dejó de lado, excepto en lo que se refiere a la función de la conciencia, todo intento de vincular los distintos lugares de su armazón ilustrativa con determinadas partes del cerebro. Esos lugares metafóricos de la vida psíquica son el sistema inconsciente, el sistema preconsciente y el sistema percepción-conciencia, o simplemente, conciencia.

El primero se constituye con la formación de núcleos de representaciones unidos a las pulsiones. Como ya se ha visto, algunos de esos núcleos tienen origen en una herencia arcaica; otros se forman por obra de las represiones posteriores que prevalentemente han tenido lugar en la infancia. Estas representaciones no están sujetas a la duda, ni se distinguen según grados de certeza; no se organizan cronológicamente –“se hallan en sí fuera del tiempo” –, cosa que bastaría para poner en discusión el principio kantiano de que el tiempo es una forma necesaria de nuestro pensamiento; se vinculan entre sí atendiendo sólo al principio del placer –cuya función regulativa es la de eludir todo displacer–, mediante dos tipos de procesos.

En uno de ellos, llamado por Freud desplazamiento, la intensidad psíquica de una idea o de una imagen se transita a otra que le está asociada y que cuenta con una intensidad menor. Tal proceso actúa por ejemplo en los sueños, haciendo que en el contenido manifiesto de los mismos (el sueño tal como se le aparece a quien lo sueña y lo relata), resalten claros e importantes algunos elementos que en el contenido latente (el conjunto de significados que pueden aparecer mediante el desciframiento psicoanalítico) son realmente accesorios, o a la inversa. El conocido chiste del marido que vende el diván al enterarse de que en ese mueble su mujer le fue infiel, corresponde, con el énfasis de una caricatura, al desplazamiento que se da también en las prácticas obsesivas desde el elemento auténtico e importante para el deseo a un sustitutivo absurdo en apariencia. De esta manera, el objeto al que se ha vinculado un sentimiento temido se hace representar por otro ante la conciencia mediante una distribución, estrafalaria en apariencia, de énfasis, de acentos.

El otro proceso es la condensación: una representación acoge en sí la intensidad psíquica de varias otras que tienen algún punto de contacto con ella. Eso explica, por ejemplo, la aparición de un sueño de un personaje o de un lugar que es, al mismo tiempo, la aparición en un sueño de un personaje o de un lugar que es, al mismo tiempo, varios y uno solo: alguien que es muy parecido a X, que usa una camisa como la que ayer llevaba Y, que hizo un gesto como el de Z cuando hace tal cosa; alguien que es X, Y y Z, pero que no es ninguno de ellos, sino que es A. Todo ello lleva a concluir que “las reglas decisivas de la lógica no rigen en el inconsciente, del que cabe afirmar que es el dominio de lo ilógico”, puesto que en él se llega a tratar como idénticos a elementos que son contradictorios.

Del sistema inconsciente se distingue notablemente el preconsciente, cuyos elementos no están sujetos a la condensación y al desplazamiento. A diferencia de las representaciones del sistema anterior, en el que “la imagen es la presentación de la cosa sola”, en éste las ideas e imágenes siempre están acompañadas por una representación verbal correspondiente. La conexión con la palabra no le asegura a una representación el acceso a la conciencia, pero se lo hace posible. Por eso Freud escribió que la represión consiste en negar a las imágenes e ideas la traducción en palabras.

La conciencia, “lejano efecto psíquico del proceso inconsciente”, es la función, fugaz y discontinua, del sistema percepción-conciencia. Freud no la describe porque “coincide con la conciencia de los filósofos y del habla cotidiana”: todo el mundo sabe lo que con esa palabra se quiere significar. Ella es a los actos psíquicos lo que la percepción de los sentidos es al mundo exterior. Dado que alcanza tanto percepciones de estímulos que proceden de ese mundo como sensaciones placenteras y desagradables de origen interno, Freud le atribuye una localización fronteriza, coincidiendo, en este punto, con la anatomía localizante que relaciona la conciencia con la corteza cerebral.

Además, sostiene la hipótesis de que la diferencia entre las ideas conscientes y las preconscientes reside en la modificación de las respectivas cargas de energía psíquica. El supuesto de que lo esencialmente psíquico es inconsciente no disminuye para Freud la importancia de la conciencia. Al contrario: ella “continúa siendo la luz que ilumina nuestro camino y nos lleva a través de la oscuridad de la vida mental. Como consecuencia del carácter especial de nuestros descubrimientos –escribe un año antes de su muerte–, nuestro trabajo científico en la psicología consistirá en traducir los procesos inconscientes en procesos conscientes, llenando así las lagunas de la percepción consciente”.

Ampliar los alcances de la conciencia es lo que se propone el psicoanálisis. Por ser la conciencia un hecho que se impone por sí mismo y por lo que ella significa para la vida, a Freud le resultaba asombroso que el conductismo pretendiera construir una psicología que la ignora, eludiendo así “el elemento más importante y oscuro de la investigación psicológica”.

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