Por Hernán Andrés Kruse.-

En la noche del miércoles 20, justo cuando se cumplió el vigésimo segundo aniversario del trágico 20 de diciembre que significó el fin del gobierno de Fernando de la Rúa, el presidente Javier Milei dio a conocer los lineamientos de su mega DNU, de dudosa validez constitucional. Tal como lo venía anunciando desde hace tiempo las empresas públicas serán privatizadas, tal como aconteció durante la primera presidencia de su admirado presidente Carlos Menem. Una de tales empresas es Aerolíneas Argentinas. De ahí la importancia de recordar lo escandaloso que fue su proceso de privatización. Para ello nada mejor que sumergirnos en las páginas del libro de María Seoane “El saqueo de la Argentina”.

“El caso de la privatización de la línea aérea de bandera, Aerolíneas Argentinas, muestra una vez más cómo el menemismo en su afán privatizador despreció las leyes e inventó atajos francamente dudosos para llevar adelante la venta del patrimonio nacional de cualquier manera, sin perder de vista, claro, a quién deseaba beneficiar. En “La carpa de Alí Babá”, en 1991, los diputados peronistas disidentes informan sobre el “escollo” que debió vencer Dromi para entregar Aerolíneas. Dicen allí que la ley 10.930 “obligaba al Estado a mantener una aerolínea que fuera el instrumento idóneo de la política aeronáutica”. Es decir que obligaba a mantener una línea de bandera en la que el Estado tuviera participación mayoritaria y poder para dictar una “política aeronáutica”. De haberse respetado, el negocio hubiera sido menor porque sólo se hubiera podido vender el 49 por ciento de la empresa, ya que el 51 por ciento hubiera quedado en manos del Estado. El eminente administrativista Dromi ideó el modo de superar esta dificultad: una sociedad anónima en la que el Estado tuviera sólo el 5 por ciento de las acciones pero conservara el “derecho a veto”. De ese modo, se podía vender el resto de la empresa, lo que sin duda aumentaba el monto del negocio. Pero sucede que la Ley de Reforma del Estado impulsada por el mismo Dromi decía que para privatizar había que utilizar algún tipo de sociedad que existiera en la legislación argentina. Y en la legislación argentina no existía ninguna figura similar a la de una sociedad anónima con participación minoritaria del Estado y derecho a veto (…) Dromi siguió adelante. Para hacerlo, contó con el invalorable aporte de la Corte Suprema, que intervino para quitar de en medio al juzgado y a la Cámara de Apelaciones, y finalmente recurrió al per saltum. La Corte, que ya contaba entre sus integrantes a Barra-subsecretario de Dromi cuando se inventó la sociedad anómala-denegó el recurso de amparo por falta de personería o “legitimación” de Fontela (en ese entonces diputado nacional) para presentarlo, sin tocar la cuestión de Fondo: la inexistencia de la sociedad inventada por Dromi.

Después de esta “desprolijidad” madre, se dispuso por decreto (1.591/1989) la venta del 85% de la empresa; un 10% permanecería en manos de los trabajadores, en el llamado Programa de Propiedad Participada, y el Estado se quedaría con…el 5%. No fueron incluidos ni los free shops ni el servicio de rampa, que posteriormente les serían entregados a Interbaires e Intercargo. El proceso de licitación, hasta la transferencia, demoró más de un año. En ese año, la estrategia del menemismo fue la de “pliego abierto”, es decir que los candidatos, que no eran muchos, se acercaban a los responsables de la operación para formular sugerencias. A pesar de esta flexibilidad gubernamental, que reflejaba la urgencia política por concretar la venta de Aerolíneas, cuando en marzo de 1990 se firmó el decreto 575, que establecía el Pliego de Bases y condiciones para la privatización de Aerolíneas, hubo pocos interesados (…) Por diversas razones, entre las que no faltaron operaciones cruzadas a favor y en contra de los oferentes y sucesivos pedidos de prórroga de los plazos, el único consorcio que persistió en su intención de comprar la línea aérea fue el liderado por Pescarmona e Iberia. Ante la posibilidad de una licitación desierta, Menem se comunicó con el presidente español Felipe González para solicitarle que Iberia no se retirara. A pesar de las ostensibles falencias de la propuesta del grupo liderado por Iberia y Pescarmona (reconocidas incluso por el propio Dromi) se decidió otorgarle la licitación en julio de 1990.

Al igual que en el caso de Entel, para poder vender Aerolíneas el gobierno tuvo que conseguir un permiso de los acreedores del país, porque entre 1982 y 1987 las empresas estatales habían sido puestas como garantía de las refinanciaciones globales de la deuda externa pública. El encargado de conseguir el “permiso” era Carlos Carballo, en ese entonces subsecretario de Economía de Antonio Erman González y principal negociador de la deuda. En 1991, el Grupo de los Ocho señalaba que Carballo tenía acumuladas 84 causas por defraudación por su desempeño en el desaparecido Banco de Italia (…) En 1998, Carballo reconoció ante el juez haber firmado en 1991 los anteproyectos de los decretos que autorizaron la salida a Panamá de las armas que terminaron en Croacia. En 1999 pasó a formar parte del directorio del CEI, cuando su entonces presidente, el banquero menemista Raúl Monetta, abandonó el cargo por el derrumbe del Banco República, cuyo accionar formaría parte, tiempo después, de las revelaciones de la comisión parlamentaria que investigó el lavado de dinero en la Argentina, como ruta del dinero proveniente de sobornos, en los resonantes casos conocidos de la mafia del oro, IBM-Banco Nación, y contrabando de armas.

Como fue la norma en esos tiempos, los sucesivos “reclamos” del grupo ganador contaron con el beneplácito estatal. Se prorrogaron los plazos de pago, el plan de inversiones y el plazo para conseguir las garantías de los bancos. El grupo adjudicatario no estaba cumpliendo con lo exigido en el pliego de la licitación y el propio gobierno desconocía lo que había estipulado en el decreto que había llamado a licitación pública internacional: que ante cualquier incumplimiento por parte de los adjudicatarios la operación debería dejarse sin efecto. Los bancos que se presentaban como garantía de las inversiones futuras del grupo estaban lejos de ser considerados de primera línea, como lo exigía el pliego de licitación, y los bienes de la compañía se ofrecían como garantía de las deudas que los integrantes del grupo habían contraído antes de comprar Aerolíneas y para adquirirla. O sea que Aerolíneas se compraba a sí misma, y el consorcio no arriesgaba capital propio (…) Una vez que comenzó la operatoria privada de Aerolíneas Argentinas, continuaron los incumplimientos convalidados por el Estado, sobre todo las “obligaciones” en materia de pago e inversiones, y las sucesivas negociaciones entre la empresa y el gobierno, encaradas ya por Cavallo, que llevaron a la realización de varios acuerdos complementarios al contrato de transferencia: el gobierno no había obtenido los recursos previstos, ni se había reducido el monto de la deuda externa por la capitalización, el plan de inversiones no estaba suficientemente garantizado y el consorcio adjudicatario planteaba nuevas exigencias al Estado.

Ante los incumplimientos del consorcio y el abultado endeudamiento de la firma, a lo que se sumaba el fuerte deterioro de sus valores patrimoniales, se empezaron a barajar distintas vías de solución, como incorporar nuevos socios, hacer caer la adjudicación o que los dueños de Aerolíneas se desprendieran de Austral. Sin embargo, terminó prevaleciendo la opción defendida por Cavallo: que el Estado recibiera acciones de Aerolíneas por el valor de la deuda que el consorcio controlante tenía por la compra de la empresa. En ese marco, en 1992 el Estado aumentó su participación en la empresa a casi el 34%, mientras que los trabajadores mantuvieron el 10%. No sólo se re-estatizó la compañía, sino que se renegociaron ciertos aspectos de la concesión, siempre en la dirección de atender las demandas del concesionario. Entre otras cosas, se concedió la posibilidad de hipotecar la flota de aviones para hacer frente al endeudamiento, algo que el pliego de licitación y el contrato de transferencia prohibían, y se decidió que las inversiones realizadas por Austral se computarían como hechas por Aerolíneas; también se disminuyeron las metas de inversión acordadas originalmente. Una de las principales conclusiones del informe de auditoría del balance de Aerolíneas elaborado a pedido de los gremios aeronáuticos decía: “Surge incuestionablemente del análisis de los estados contables que el grupo oferente no ha puesto capital propio para quedarse con Aerolíneas, que ha endeudado a la empresa más allá de sus posibilidades llevándola a una virtual quiebra, sólo disimulada con artilugios contables, y todo esto lo ha hecho en perjuicio del Estado”.

En 1996, se conformó una nueva estructura societaria de la empresa y una nueva firma, Interinvest, que sería la que pasaría a controlar Aerolíneas. Mientras que el Estado y los trabajadores volvían a tener el 15 por ciento, Interinvest (integrada por la Sociedad Española de Participaciones Industriales-SEPI-y los bancos Merrill Lynch y Bankers Trust, a través de la firma Andes Holding) se quedaba con el 65 por ciento, e Iberia con el 20% restante (…) Posteriormente, en 1998 la estadounidense American Airlines entra a la propiedad de Aerolíneas con la finalidad de capitalizar a la empresa vía la incorporación de nuevos socios, objetivo que no cumplió y que motivó su salida de Aerolíneas en 2000. A partir de ese momento, comienza el proceso que culmina con la convocatoria de acreedores de Aerolíneas Argentinas y su adquisición por el grupo español Marsans. El gobierno español, que había cambiado de signo, manifestaba un creciente desinterés por una empresa que arrastraba una deuda de 847 millones de dólares, tenía un patrimonio neto negativo de 90 millones y un déficit mensual de entre 25 y 30 millones. En junio de 2000, la SEPI presentó en España el llamado Plan Director. A cambio del compromiso de un aporte por 650 millones de dólares, la SEPI pedía, entre otras cosas, flexibilización laboral y adecuación de los convenios, disminución salarial, reducción del plantel de trabajadores, flexibilización de los servicios de rampa en aeropuertos, ratificación de Aerolíneas como “línea de bandera”, reducción de diferentes tasas aeroportuarias y de los países y/o provincias de destino (…) A principio de 2001 comenzaron los incumplimientos por parte de la SEPI. No pagó los salarios e intentó despedir personal (…). En junio de 2001 se pide la convocatoria de acreedores de Aerolíneas. En septiembre, la SEPI transfiere a Air Comet, una firma integrante del grupo español Marsans, el control accionario sobre Aerolíneas y Austral (92 y 90%, respectivamente) (…) En octubre, los nuevos dueños de Aerolíneas presentaron una propuesta de reestructuración de la firma denominada “Oportunidad Nueva Competitividad Empresarial”, asentada sobre rebajas salariales, recorte de viáticos, retiros “voluntarios” y jubilaciones anticipadas (…) A cambio, la empresa se comprometía a asegurar el mantenimiento de todas las fuentes de trabajo y a no concretar ningún despido por tres años.

A diferencia de otras privatizaciones, en el caso de Aerolíneas Argentinas el grueso de los despidos de personal se dio una vez concretada la transferencia al sector privado. A principios de 1990 había 10.000 empleados, una cifra similar a la de mediados de 1980. A fines de 1990 quedaban alrededor de 4.800. Así como Menem y Felipe González acordaron políticamente la enajenación de Aerolíneas Argentinas en 1990, en la evolución posterior hubo un acuerdo político entre los presidentes que los sucedieron. La caída de Aerolíneas Argentinas, diez años después, fue producto de una decisión política compartida por el español José María Aznar y su par argentino, Fernando de la Rúa. Esta compleja articulación entre economía y política explica cómo se urdió una de las tramas más oscuras de la vida pública argentina y de las relaciones con la península. El estrepitoso fracaso de una de las privatizaciones emblemáticas del menemismo fue consecuencia de decisiones políticas y no de “errores de diseño”.

(*) Apenas concluyó la transmisión por cadena nacional del anuncio presidencial comenzaron a sonar cacerolazos en varios puntos de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y en otras ciudades del país. A renglón seguido miles de ciudadanos salieron a las calles haciendo tronar ese utensilio de cocina. Las escenas que registraba la televisión me estremecieron ya que inmediatamente me vinieron a la memoria los trágicos hechos del 19 y 20 de diciembre de 2001. Afortunadamente no hubo que lamentar ningún hecho de violencia. Pero este sorpresivo cacerolazo debiera significar para el gobierno un severo llamado de atención ya que pone en evidencia la casi nula predisposición de la clase media a soportar por mucho tiempo los efectos deletéreos del plan de desregulación de la economía que pretende imponer Javier Milei.

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