Por Hernán Andrés Kruse.-

La impensada victoria de Javier Milei en las PASO presidenciales del domingo 13 de agosto provocó un tsunami político y económico de impredecibles consecuencias. Nadie imaginó, en los días previos a la elección, el mensaje que dieron las urnas. Nadie imaginó que un outsider de la política, sin estructura política y sin saber lo que significa sumergirse en el fango de la política, sería capaz de lo que finalmente consiguió: superar a dos poderosas fuerzas políticas con estructuras sólidas y que cuentan con poderosos respaldos económicos, como Juntos por el Cambio y Unión por la Patria.

En su edición del 14 de agosto Infobae publicó un artículo de Ernesto Tenembaum titulado “Milei y Perón”. Efectúa una comparación entre la elección que acaba de protagonizar el libertario con el surgimiento del peronismo el 17 de octubre de 1945. Compara a Milei nada más y nada menos que con Perón. Acierta Tenembaum al afirmar que el ascenso de Perón al poder significó un cimbronazo de magnitudes históricas o, si se prefiere, un punto de inflexión histórica. En efecto, luego del ascenso de Perón al poder la Argentina cambió para siempre.

Según Tenembaum no sería descabellado afirmar que lo que acaba de suceder en las PASO implique el comienzo de un cimbronazo de magnitudes históricas si finalmente Milei es elegido presidente en octubre o en noviembre. Lo real y concreto es que este personaje proveniente del mundo de la economía se presentó como el abanderado de la ruptura definitiva con la política tradicional, con la casta política que ha usufructuado en su propio beneficio las mieles del poder desde 1983 a la fecha. Y el pasado domingo presentó sus credenciales. Ello explica la incertidumbre que se apoderó del país apenas se conocieron los resultados definitivos de la elección, incertidumbre que se convirtió en desasosiego luego de que el gobierno decidiera, en la mañana del lunes 14, devaluar un 22 % el maltrecho peso.

Al igual que Perón el siglo pasado, Milei obtuvo el triunfo gracias al apoyo de los sectores populares, de esos sectores tradicionalmente peronistas. Ello significa que Milei hoy está en el candelero gracias, en buena medida, al peronismo. Al igual que el liderazgo de Perón, el de Milei es marcadamente personalista. Ello explica su excelente performance, por ejemplo, en Tucumán, la misma provincia que ignoró a su candidato Bussi hace unas semanas. Ello significa que el pasado domingo hubo 7 millones de compatriotas que votaron pura y exclusivamente a Javier Milei. Lo votaron porque les atrae su forma de ser, su fisonomía y, fundamentalmente, su mensaje anticasta. Lo votaron porque encontraron el vehículo ideal para canalizar toda su bronca, toda su frustración, todo su hartazgo por una casta política a la que desprecian olímpicamente.

Tenembaum se pregunta si la victoria de Milei en las PASO presidenciales señala el comienzo de cambios radicales en la historia económica y política del país, cambios de una magnitud comparables a los provocados por el ascenso de Perón al poder en 1946. Hoy es imposible responder semejante interrogante. Lo único concreto es que el libertario logró lo que hasta hace muy poco parecía imposible: hacer temblar de miedo a la casta política. De aquí a octubre, mes de la primera vuelta presidencial, falta una eternidad. Como bien afirma Tenembaum todo puede pasar. Ninguno de los tres candidatos a presidente con chances tiene asegurada la victoria. Será una elección, qué duda cabe, para alquilar balcones, si antes no nos devora el dólar blue.

A propósito de Perón encontré a través de Google un interesante ensayo de Fernando Alberto Balbi (Profesor adjunto del Departamento de Ciencias Antropológicas, Facultad de Filosofía y Letras-UBA) titulado “La dudosa magia del carisma. Explicaciones totalizadoras y perspectiva etnográfica en los estudios sobre el peronismo”. En su escrito el autor centra su atención en una cuestión central del peronismo: la relevancia otorgada por Perón a la lealtad de quienes lo rodeaban para garantizar el éxito de sus políticas. ¿Lo imitará Milei si llega a la presidencia de la nación?

LA CONCEPCIÓN PERONISTA DE LA POLÍTICA Y EL “ENCUADRAMIENTO” DEL PARTIDO PERONISTA: UNA MIRADA ETNOGRÁFICA

“El análisis etnográfico completo del proceso de ‘encuadramiento’ del Partido Peronista escapa a las posibilidades de un texto de la extensión del presente artículo, aunque sí es posible ofrecer una aproximación al mismo, focalizando la exposición en torno de un aspecto central de la cuestión. A los fines de mi argumentación me centraré en un aspecto central de la forma en que Perón entendía y desarrollaba la actividad política: su concepción respecto de la importancia de la lealtad para el desarrollo de las empresas políticas.

La manera en que Juan Domingo Perón entendió a la política y la hizo se encuentra profundamente enraizada en su trayectoria militar previa. Las numerosas continuidades puntuales entre el pensamiento de Perón en una y otra esfera de actividad han sido reiteradamente señaladas por diversos investigadores y, en su conjunto, conforman el núcleo de una cierta concepción de la política sumamente específica que él desarrolló en el curso mismo de su quehacer político y que pronto pasó a ser paulatinamente adoptada -y reelaborada- por quienes lo rodeaban. El proceso de la conformación y el posterior ‘encuadramiento’ del Partido Peronista constituye uno de los episodios centrales de este proceso más general de desarrollo e imposición de esa forma de entender y hacer la política, y la clave de ambos radica en las condiciones sociales, históricamente dadas, en que se produjeron.

La perspectiva que adoptaré en lo que sigue para examinar este proceso supone considerar a aquel primer peronismo como un ‘campo de poder’, en el sentido que diera a esta expresión Norbert Elias: “Todo campo de poder puede exponerse como un entramado de hombres y grupos de hombres interdependientes que actúan conjuntamente o unos contra otros, en un sentido totalmente determinado. Se puede (…) distinguir diversos tipos de campos de poder según el sentido de la presión que los distintos grupos de un campo de poder ejercen mutuamente, según la índole y la fuerza de la dependencia relativa de todos los hombres y grupos de hombres que constituyen el sistema de poder”. Así entendido, un campo de poder crea las condiciones en que determinadas representaciones sociales -esto es, ciertos conceptos, valores, normas y repertorios simbólicos- son elaboradas, reelaboradas y empleadas por los actores que forman parte del mismo. Un análisis sumario del particular campo de poder que fue el primer peronismo nos permitirá entender cómo se desarrolló la mencionada concepción de la política como una actividad fundada en la lealtad.

Repuesto en su posición de hombre fuerte del gobierno militar después de los hechos de octubre de 1945 y decidido a competir por la presidencia de la Nación, Perón no contaba, sin embargo, con un partido político en que sustentar sus aspiraciones ni con un equipo de colaboradores adecuado como para encarar un eventual gobierno. Contaba, en cambio, con múltiples contactos sindicales, políticos y militares cuidadosamente construidos en el curso de los dos años anteriores, con los recursos materiales del gobierno y con el interés de numerosos sectores políticos y sindicales que aspiraban a acceder a alguna cuota de poder a través de una alianza con él. Así, se conformó apresuradamente un frente conformado centralmente por dos partidos políticos creados expresamente a efectos de apoyar a Perón en su nueva aventura en la arena democrática: la Unión Cívica Radical – Junta Renovadora (UCR-JR) y el Partido Laborista (PL). A tal punto la existencia de estos partidos fue meramente circunstancial que, una vez electo como presidente, Perón ordenó su disolución y la conformación de un nuevo partido que los unificara.

En este débil entramado institucional inicial, hombres de procedencias muy variadas fueron agrupándose en torno del líder emergente que era entonces Juan Domingo Perón en virtud de vínculos e intereses sumamente dispares y frecuentemente opuestos. A despecho de esa disparidad, les reunía en la práctica la aspiración a realizar sus respectivos objetivos a través del acceso de Perón a la presidencia: en efecto, todos aspiraban a acumular sus propias cuotas de poder personal a través del establecimiento de vínculos -más o menos directos- con Perón. Como he mostrado en otro lugar, dado que Perón era el centro de las actividades y los intereses de este heterogéneo nucleamiento de personas, sus concepciones sobre la naturaleza y el deber ser de las relaciones personales que los unían pasaron inevitablemente a condicionar la interacción entre los integrantes del mismo, ejerciendo sobre ella un definido efecto de estructuración: las relaciones entre estas personas fueron entabladas fundamentalmente en términos del concepto de ‘lealtad’ puesto que, a fin de organizar su heterogénea base política y de consolidar su propio control sobre la misma, Perón se empeñó en construir una serie de vínculos de lealtad personal que le permitieran garantizar su éxito. La razón por la cual Perón recurrió a la lealtad personal para consolidar su posición radica en el hecho de que él la entendía como el fundamento mismo de la conducción política en particular y del éxito de cualquier emprendimiento político en general.

Veamos brevemente esta concepción. El concepto de lealtad fue introducido por Perón como parte de su concepción de la conducción política, siendo ambas nociones producto de la revalorización funcional de las concepciones militares de la ‘lealtad’ y el ‘mando’ o ‘conducción’. En cierto sentido, Perón concibió las relaciones entre lealtad y conducción en el mundo político como una suerte de inversión de las postuladas en el pensamiento militar. El ‘mando’ militar se fundaba en posiciones jerárquicas preestablecidas, siendo la ‘lealtad’ un complemento -aunque uno de extrema importancia- de la ‘obediencia’ que resulta necesariamente del hecho de encontrarse en una posición de ‘subordinación’. En cambio, en la política no existían posiciones de mando preestablecidas, de modo que la conducción sólo podía ser el resultado de una lealtad previa que sentara las condiciones necesarias para la existencia de la obediencia. Así: “Siempre, pues, critico a aquellos dirigentes políticos que se sienten más generales que yo, y que quieren mandar. No: aquí no se manda. De manera que el conductor militar es un hombre que manda. El conductor político es un predicador que persuade, que indica caminos y que muestra ejemplos: y entonces la gente lo sigue” (Perón). Dicha tarea de persuasión dependía según Perón de un “magnetismo personal” propio del auténtico “conductor” que resultaba de “tener primero lealtad y sinceridad” para, entonces, “empezar a convencer a la gente, empezar a persuadirla.” (Perón).

Así, pues, la lealtad era para Perón una condición inicial de la conducción política, su fundamento último. Ante todo, el aspirante a conductor debía ser leal para con quienes habrían de seguirlo, y esta lealtad suya para con ellos engendraría la de ellos para con él: en este sentido, Perón afirmaba que primero “hay que formar el contingente que se va a conducir”. Si, como acabamos de ver, las relaciones postuladas entre conducción y lealtad se invertían al pasar del mundo militar al de la política, otros aspectos de su concepción de la lealtad simplemente prolongan la concepción adquirida durante su larga experiencia castrense.

En primer lugar, es de claro origen militar su concepción moralmente positiva de la lealtad, a la cual entendía como una virtud inherente a las personas, como una cualidad personal que no era posible adquirir, que simplemente se poseía o no, de modo que bastaba un acto de traición para probar definitivamente su ausencia. Y, en segundo término, así como en el pensamiento militar se postulaba que la ‘lealtad’ entre ‘camaradas’ engendraba el ‘espíritu de cuerpo’ esencial para el funcionamiento adecuado de la institución castrense, Perón entendía que los “compañeros de una misión común” debían ser “sinceros” y “leales” entre sí. Es más, Perón afirmaba que no existían acción colectiva ni conducción política sin un “espíritu de solidaridad” que era producto de la “persuasión del conductor” y que requería de una “solidaridad indestructible” (Perón).

Así, calcando casi la concepción militar respecto de la responsabilidad del que ‘manda’ en cuanto a crear el ‘espíritu de cuerpo’ de sus ‘subordinados’, Perón afirmaba que al engendrar la lealtad el conductor engendraba también la solidaridad y la unidad necesarias para el éxito de la acción política colectiva. Resulta bastante razonable, entonces, que Perón apelara sistemáticamente a la construcción de relaciones personales de lealtad para consolidar su posición en el vértice del entramado político del primer peronismo, habida cuenta de que él entendía que tanto su posición personal como el éxito colectivo dependían de ese tipo de vínculos. Claro está que, en la práctica, el peso de su accionar recaía sobre el esfuerzo en cuanto a asegurar la lealtad en sentido ascendente, esto es, la de quienes lo seguían para con él, más que en el sentido contrario.

No puedo detallar aquí la forma en que Perón operaba a fines de garantizar la lealtad de sus colaboradores y seguidores, por lo que me limitaré a mencionar que ello suponía, además de exigir una obediencia absoluta, resaltar permanente y ostensiblemente la lealtad de quienes gozaban de su favor (o, al menos, de su indiferencia) y, más dramáticamente, acusar públicamente de traición a quienes la perdían, actitud que casi siempre tenía el efecto de terminar con sus carreras políticas como peronistas. Este tipo de dinámica, en la cual Eva Perón desempeñó un rol absolutamente decisivo, llevó velozmente a que los conceptos de lealtad y traición se tornaran en el lenguaje mismo con que los miembros de la cúpula peronista trataban con los Perón y entre sí. Habida cuenta de las condiciones del campo de poder mencionadas más arriba, donde el peronismo estaba en plena conformación y carecía de una organización institucional sólida preexistente que fuera capaz de equilibrar el juego político, descentrándolo respecto de las personas de Juan y Eva Perón, sus colaboradores directos se vieron rápidamente compelidos a disputar entre sí en términos del vocabulario de la lealtad y del aparato conceptual que éste expresaba.

Así, la historia del período muestra una interminable sucesión de manifestaciones de lealtad para con los Perón y de acusaciones de traición lanzadas recíprocamente por los miembros de la cúpula peronista. Se produjo entonces un proceso que, parafraseando a Norbert Elías, podríamos describir como la transformación parcial de ciertas ‘coacciones sociales’ externas en ‘autocoacciones’ merced a la presión ejercida sobre los individuos por su propia ‘interdependencia’ en ciertas condiciones sociales históricamente dadas: en efecto, la forma de hacer política que los colaboradores y aliados de Perón se vieron forzados a adoptar desde 1946 se tornó progresivamente en su propia forma de entender y desarrollar sus actividades políticas.

Por lo demás, esta concepción de la política se extendió rápidamente -en una suerte de efecto de cascada- más allá de la cúpula peronista hasta alcanzar a la totalidad del Movimiento. En efecto, la situación de institucionalidad provisoria, diversidad extrema y concentración de los lazos en un centro ocupado por Perón era característica de la totalidad del campo de poder que estamos examinando, por lo que, impulsado por su propia lógica, el juego político desarrollado en los términos de la lealtad y la traición comenzó a replicarse, derramándose -por así decirlo- hacia los niveles inferiores de la administración, los partidos peronistas, y las organizaciones sindicales y de ayuda social. En todos esos niveles de organización, la tremenda y omnipresente presión para alinearse directa y expresamente con los Perón se combinaba con la particular polisemia del concepto de lealtad, que podía ser referido a objetos tan disímiles como el Movimiento, la doctrina, los compañeros, la Patria o el pueblo, pero que en todo caso era siempre entendido en última instancia como lealtad a Perón puesto que él, en tanto conductor, era considerado como el creador del Movimiento y la doctrina que hacían que los compañeros fueran compañeros y que encarnaban los intereses de la Patria o del pueblo tal como sólo el propio Perón podía interpretarlos y representarlos.

En estas condiciones, era de esperar que en todos los niveles de organización del primer peronismo el juego político pasara velozmente a ser jugado en los términos de la lealtad y que, al cabo de unos pocos años, los peronistas en general llegaran a hacer suyas las ideas de que esa virtud era el fundamento último de la conducción y de la posibilidad del éxito, tanto del Movimiento en cuanto empresa colectiva como de sus propias aspiraciones personales en tanto dirigentes, militantes o simples peronistas de a pie. Llegamos, así, de regreso al proceso por el cual el Partido Peronista fue ‘encuadrado’. Es palpable la semejanza entre las características que he atribuido en general al campo de poder del primer peronismo y el cuadro pintado por Mackinnon respecto del caso particular del Partido Peronista: carácter fluido; institucionalidad en elaboración; marcada heterogeneidad de sus integrantes en cuanto a su extracción, sus ideologías, sus intereses y sus objetivos; articulación de las posiciones relativas de sus miembros en función de la posición central e indisputable de Perón en tanto líder que concentraba la adhesión de los electores, ocupaba la cúspide del Estado argentino y se esforzaba sistemáticamente por privar a los restantes actores de sus bases de poder independientes.

Desde este punto de vista, parece posible y adecuado afirmar que la progresiva imposición de un férreo liderazgo personal de Perón dentro del Partido Peronista resultó de ciertas condiciones sociales históricamente dadas -las ya mencionadas características del campo de poder que fue el peronismo de la época- que propiciaron el desarrollo de una cierta forma de hacer política en términos del vocabulario de la lealtad, en lugar de tratar de explicarla apelando a ‘lógicas organizativas’ ahistóricas e imaginarias. Las primeras muestras en tal sentido pueden ser encontradas en el proceso mismo de constitución del partido. En la orden de disolución de los partidos Laborista y UCR – Junta Renovadora, Perón había denominado a la nueva organización que los sucedería como ‘Partido Único de la Revolución Nacional’. Su organización quedó inicialmente a cargo de una Junta Ejecutiva Nacional integrada por los presidentes de los bloques de senadores y de diputados nacionales junto con las autoridades de ambas cámaras. Según Mackinnon esta Junta no consiguió concretar la creación del Partido Único porque no expresaba adecuadamente la correlación de fuerzas al interior del Movimiento. Controlada por una mayoría integrada por tres políticos renovadores y un independiente, la Junta debió enfrentar el embate de los dirigentes laboristas en pos del control de la nueva agrupación, así como las resistencias de un sector que se negaba a disolver el Partido Laborista.

Ante este estado de cosas, el día 9 de julio de 1946 la Junta emite un comunicado donde apela reiteradamente a la lealtad para reafirmar su autoridad exclusiva en materia de la organización del nuevo partido y para conminar a los distintos sectores a sumarse obedientemente al mismo. Así, el comunicado enumera “las bases y principios que deben cumplir todos los ciudadanos integrantes del movimiento nacional peronista”, afirmando que el “imperio” de las mismas derivaba de la “orden general” emitida por Perón, de las “declaraciones de la Secretaría Política de la Presidencia de la Nación y de la consulta que acaba de formularse al conductor del movimiento”. Una vez reafirmada su autoridad mediante la apelación a Perón como fuente de la misma, el comunicado llama a los sectores rebeldes a someterse a su autoridad apelando al concepto de lealtad: 1o. “Es inadmisible que se manifieste adhesión pública a Perón si, por otro lado, detrás de éste se desacatan sus órdenes. Es un recurso incalificable que no puede, ni debe llamar a engaño a ningún peronista sincero y leal. La única autoridad que hoy existe con tal derecho… es la Junta Ejecutiva Nacional…”

La incapacidad de la Junta dominada por los renovadores para organizar un partido capaz de encarnar institucionalmente a ese Movimiento donde ellos no eran mayoría desembocó hacia fines de 1946 en el reconocimiento del fracaso de ese primer intento de organización por parte de Perón y en la creación de un nuevo organismo, más representativo, llamado ‘Consejo Superior’, que estaría integrado por una combinación de dirigentes renovadores y laboristas dotados de “trayectoria y peso propios” y de “representantes del otro fundamental actor organizativo: Perón” (Mackinnon). Estas nuevas autoridades provisorias (encabezadas por el senador Alberto Teissaire, un “incondicional” del presidente Perón) tendrían a su cargo la organización definitiva del nuevo partido. Fueron estas autoridades las que en enero de 1947 solicitaron formalmente a Perón la autorización para usar su nombre como denominación del nuevo partido, la cual fue concedida casi inmediatamente.

Se trataba, evidentemente, de otra operación política desarrollada en el plano partidario en términos del vocabulario de la lealtad. En el mismo sentido, el Congreso General Constituyente realizado en diciembre de ese año sanciona la Carta Orgánica que, como ya hemos visto, sometía los organismos partidarios a la autoridad de aquel afiliado que eventualmente ejerciera la Presidencia de la Nación, quien por entonces no podía ser nadie más que el mismo Perón. A estas primeras operaciones políticas entabladas en términos del vocabulario de la lealtad les seguirían muchas otras, destacando las expulsiones de dirigentes caídos en desgracia que se producían bajo acusaciones de traición o deslealtad. Inexorablemente, dadas las condiciones del campo de poder representado por el primer peronismo, la forma de acción política desarrollada inicialmente por Perón fue extendiéndose a través de toda la estructura partidaria: puesto que Perón ocupaba el centro excluyente de la escena y exigía una férrea lealtad personal, el presentar cada una de sus acciones como productos de esa clase de lealtad se revelaba sistemáticamente como la estrategia más exitosa a que los restantes actores podrían apelar.

Así, aquello que Mackinnon ve como la definitiva imposición de una lógica abstracta y ahistórica -el ‘polo de organización carismático’- debería ser entendido más bien como la veloz generalización al interior del Partido Peronista de una determinada forma de entender y hacer la política por efecto de la imposición del liderazgo de Perón en un campo de poder dotado de ciertas características históricamente dadas. En estos términos, es posible comprender que hombres provenientes de trayectorias muy diversas, interesados en proyectos bastante divergentes y embarcados en una dura competencia unos con otros, llegaran en menos de un lustro a compartir un mismo modo de concebir la política y a operar en sus términos”.

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