Por Hernán Andrés Kruse.-

El liberalismo libertario (la filosofía política y económica enarbolada por el presidente Milei) se basa en el axioma de no agresión. Dicho axioma estipula que “ningún hombre ni grupo de hombres puede cometer una agresión contra la persona o la propiedad de alguna otra persona (…) “Agresión” se define como el inicio del uso o amenaza de la violencia física contra la persona o propiedad del otro. Por lo tanto, agresión es sinónimo de invasión Si ningún hombre puede cometer una agresión contra otro; si, en suma, todos tienen el derecho absoluto de ser “libres” de la agresión, entonces eso implica inmediatamente que el libertario defiende con firmeza lo que en general se conoce como “libertades civiles” (la libertad de expresión, la libertad de publicación, la libertad de reunión, etc.) (Murray N. Rothbard: “Por una nueva libertad. El Manifiesto Libertario”, Instituto Mises Hispano, 2005).

A lo largo de la historia, enseña Rothbard (mentor del presidente libertario), el axioma de la no agresión tuvo varios fundamentos. Hubo libertarios que se apoyaron en la emoción para justificar la no agresión. Rothbard critica este fundamento: “los emotivistas sostienen la premisa de la libertad o la no agresión sobre bases puramente subjetivas, emocionales”. Juan, por ejemplo, no agrede a otros porque sencillamente le repugna, le provoca escozor. Este sentimiento, si bien es absolutamente válido, no ayuda en la tarea de convencimiento que se necesita para atraer al liberalismo libertario el mayor número de adherentes posibles. Ello significa que una persona no necesariamente debe ser liberal libertario para rechazar de manera visceral la agresión a sus semejantes.

Es por ello que Rothbard afirma que es necesario el discurso racional para fundamentar el axioma central del liberalismo libertario. En otros términos: es necesario otro tipo de ética filosófica para tal fin. Descartada la ética filosófica emocional, Rothbard pasa a analizar dos éticas filosóficas racionales: la que enarbola la bandera del utilitarismo y la que enarbola la bandera de los derechos naturales.

Rothbard critica la ética filosófica utilitarista. Considera que el utilitarismo presenta varios problemas. Luego de estudiar las consecuencias de la libertad en contraposición con otros sistemas, los utilitaristas afirman que la libertad es el medio más idóneo para garantizar la armonía, la paz, la prosperidad, etc. He aquí, en esencia, la ética utilitarista. Según Rothbard, si nos limitamos a la ética utilitarista para analizar el axioma central del liberalismo libertario, emergen varios problemas. Dice el autor:

“Por un lado, el utilitarismo presupone que podemos evaluar alternativas y decidir sobre diferentes políticas sobre la base de sus buenas o malas consecuencias. Pero si es legítimo aplicar juicios de valor a las consecuencias de X, ¿por qué no es igualmente legítimo aplicar esos juicios a X directamente? ¿No puede haber algo en la acción misma, en su propia naturaleza, para que pueda ser considerada mala o buena? Otro problema con el utilitarista es que rara vez adoptará un principio como estándar absoluto y consistente para aplicarlo a las variadas situaciones concretas del mundo real. En el mejor de los casos, sólo utilizará un principio, como una guía o aspiración vaga, como una tendencia que puede desechar en cualquier momento. Éste fue el mayor defecto de los radicales ingleses del siglo XIX, quienes adoptaron la visión del laissez-faire de los liberales del siglo XVIII pero sustituyeron el concepto supuestamente “místico” de los derechos naturales como fundamento para esa filosofía por un utilitarismo supuestamente “científico”. Por ende, los liberales del siglo XIX partidarios del laissez-faire utilizaron a éste como una vaga tendencia más que como un estándar puro, y por lo tanto comprometieron creciente y fatalmente al credo libertario. Decir que no se puede “confiar” en que un utilitarista mantenga el principio libertario en toda aplicación específica puede sonar duro, pero es la forma justa de decirlo. Un notable ejemplo contemporáneo es el profesor Milton Friedman, economista partidario del libre mercado, quien, como sus antecesores economistas clásicos, sostiene la libertad en oposición a la intervención estatal como tendencia general, pero en la práctica permite una miríada de excepciones dañinas, excepciones que sirven para viciar al principio casi en su totalidad, sobre todo en los asuntos policiales y militares, en la educación, en los impuestos, en el bienestar, en las “externalidades”, en las leyes anti-monopolio, el dinero y el sistema bancario”.

De este párrafo quisiera destacar la siguiente frase: “Decir que no se puede “confiar” en que un utilitarista mantenga el principio libertario en toda aplicación específica puede sonar duro, pero es la forma justa de decirlo”. Rothbard pone como ejemplo al profesor Milton Friedman, un defensor acérrimo del libre mercado pero que acepta, para ciertos casos (especialmente los policiales y militares), la intromisión estatal. El principio de Rothbard es claro: no se puede proclamar el liberalismo libertario como doctrina general y defender, al mismo tiempo, excepciones a su aplicación. En otros términos: o se es liberal libertario para todo o no se es liberal libertario. No se puede enarbolar la bandera del liberalismo libertario y al mismo tiempo defender la intervención estatal en temas como la seguridad y la educación, por ejemplo. No se puede ser un liberal libertario a medias, en suma.

A continuación Rothbard considera un ejemplo extremo. Escribe: “supongamos una sociedad que cree fervientemente que los pelirrojos son agentes del diablo y, por lo tanto, cuando se encuentra uno hay que ejecutarlo. Supongamos también que existe sólo un pequeño número de pelirrojos en cualquier generación, tan pocos que son estadísticamente insignificantes. El libertario utilitarista bien podría razonar: “Si bien el homicidio de pelirrojos aislados es deplorable, las ejecuciones son pocas, y la vasta mayoría del público, como no son pelirrojos, obtienen una gran satisfacción psíquica con la ejecución pública de los pelirrojos. El costo social es mínimo y el beneficio social psíquico del resto de la sociedad es grande; por lo tanto, está bien y resulta apropiado para la sociedad ejecutar a los pelirrojos”. El libertario profundamente comprometido con los derechos naturales, muy preocupado por la justicia de ese acto, reaccionará horrorizado y se opondrá de manera firme e inequívoca a las ejecuciones, por considerarlas como homicidios completamente injustificados y como agresiones a personas inofensivas. El hecho de que, al detener los asesinatos, privará a la mayoría de la sociedad de un gran placer psíquico no influirá en absoluto sobre ese libertario “absolutista”. Devoto de la justicia y de la consistencia lógica, el libertario defensor de los derechos naturales admitirá tranquilamente que es un “doctrinario”, en suma, un imperturbable seguidor de sus propias doctrinas”.

El ejemplo de Rothbard puede aplicarse a lo que sucede en estos momentos en Rosario. Supongamos que un buen día un grupo de vecinos linchan hasta la muerte a un sicario del narcotráfico que caminaba tranquilamente por la calle. El liberal utilitarista considera que, si bien cabe deplorar el asesinato del sicario, la inmensa mayoría del pueblo de Rosario se sentirá aliviada porque, como se dice coloquialmente, habrá a partir de ese momento un sicario menos. El liberal comprometido con los derechos naturales reaccionará horrorizado porque considera que, a pesar de tratarse de un asesino profesional, en ese momento caminaba por la calle sin atacar a nadie. El aplicar la justicia por mano propia de parte de un grupo de vecinos indignados le parece al libertario comprometido con los derechos naturales, un asesinato, un accionar vil y cobarde que merece un castigo ejemplar. La cuestión, como puede observarse, es harto compleja. ¿A quién le asiste la razón: al libertario utilitarista o al libertario comprometido con los derechos naturales? Para Rothbard no cabe ninguna duda: la razón le asiste al libertario comprometido con los derechos naturales.

Luego de exponer el dramático ejemplo de los pelirrojos Rothbard pasa a desmenuzar la doctrina de los derechos naturales como fundamento del liberalismo libertario. ¿Qué son los derechos naturales? Responde Rothbard: “Los “derechos naturales” son la piedra angular de la filosofía política que, a su vez, está inserta en la estructura más grande de la “ley natural”. La teoría de la ley natural descansa sobre la idea de que vivimos en un mundo compuesto por más de una entidad –en realidad, por un vasto número de entidades–, y que cada una tiene propiedades distintas y específicas, una “naturaleza” diferente, que puede ser investigada por la razón del hombre, por su sentido de la percepción y sus facultades mentales”. Cada ser biológico tiene su propia naturaleza, la que determina su actividad. Ahora bien, mientras que el comportamiento de los animales inferiores está determinado por sus instintos, la naturaleza del hombre es diferente. ¿Ello qué significa? Que el hombre no actúa por instinto sino de manera racional. En consecuencia, cada hombre, al actuar, elige sus metas y los medios de que dispone para actuar. A diferencia de los animales, que actúan de manera automática, el hombre extrae las enseñanzas que le brinda el análisis de la relación causa/efecto para seleccionar aquellos valores que mejor satisfagan sus necesidades. Sólo el hombre puede pensar, sentir, evaluar y actuar como hombre. De ahí lo relevante que es para él gozar de entera libertad para aprender, elegir, desarrollar sus facultades y actuar en función de sus valores y conocimientos. El resto de los animales no pueden actuar de esa manera porque no son libres. En consecuencia, cualquier acción que impida al hombre aprender, cualquier intervención que atente contra sus posibilidades de elegir libremente, viola severamente la ley natural de las necesidades humanas. Es por ello que Rothbard califica dicha intervención de “inhumana”.

Los enemigos del liberalismo libertario han acusado a sus cultores de ser egoístas, de pensar pura y exclusivamente en sí mismos, de ser, como expresa Rothbard, “atomistas”. Esa acusación es falsa. Los libertarios son conscientes de que no viven aislados, de que necesitan a su prójimo para desarrollarse como personas. Son conscientes de que el hombre, tal como lo sentenció Aristóteles, es un animal social y político. Sin embargo, cada hombre que se precie de libertario “recibe con agrado el proceso de intercambio voluntario y cooperación entre individuos que actúan libremente; lo que aborrece es el uso de la violencia para torcer esa cooperación voluntaria y forzar a alguien a elegir y actuar de manera diferente de lo que le dicta su propia mente”. Lo que aborrece es que alguien con poder le imponga qué comprar, qué vender, qué pensar, qué creer, etc. El ejemplo más extremo de esta imposición es el régimen totalitario. De esa forma Rothbard arriba a un axioma fundamental del credo libertario: “el derecho a la propiedad de uno mismo”, es decir, el derecho absoluto de cada hombre a ser dueño de su cuerpo, a protegerlo de toda interferencia coactiva. Ejemplos extremos de atentado contra este derecho son, entre tantos otros, la esclavitud y la persecución del gobierno totalitario a los disidentes. Dice Rothbard: “Dado que cada individuo debe pensar, aprender, valorar y elegir sus fines y medios para poder sobrevivir y desarrollarse, el derecho a la propiedad de uno mismo le confiere el derecho de llevar adelante estas actividades vitales sin ser estorbado ni restringido por un impedimento coercitivo”. Siempre que implique un atentado contra derechos de terceros, cada hombre tiene el derecho de pensar, aprender, valorar y elegir sus fines y medios de manera autónoma, sin rendirle cuentas a nadie. Este axioma central del liberalismo libertario tiene, en nuestro país, rango constitucional ya que en su artículo 19 la Constitución de 1853 expresa: “Las acciones privadas de los hombres que de ningún modo ofendan al orden y a la moral pública, ni perjudiquen a un tercero, están sólo reservadas a Dios, y exentas de la autoridad de los magistrados”.

En esta parte del libro Rothbard centra su atención en las consecuencias que trae aparejadas el negarle a todo hombre el derecho de ser dueño de sí mismo. Escribe el autor: “En ese caso hay sólo dos alternativas: 1) una cierta clase de personas A tiene derecho a poseer a otra clase B; o 2) todos tienen derecho a poseer una porción similar de todos los demás. La primera alternativa implica que mientras la Clase A merece los derechos de los seres humanos, la Clase B es en realidad infrahumana y por lo tanto no merece esos derechos. Pero como de hecho son ciertamente seres humanos, la primera alternativa se contradice a sí misma al negarle los derechos humanos naturales a un conjunto de hombres (B). Además, como veremos, permitir que la Clase A posea a la Clase B significa que la primera puede explotar a la última, y por ende vivir parasitariamente a expensas de ella. Pero este parasitismo en sí viola el requerimiento económico básico para la vida: producción e intercambio. La segunda alternativa, que podríamos llamar “comunalismo participativo” o “comunismo”, sostiene que todo hombre debería tener el derecho de poseer su cuota relativa, idéntica a la de todos los demás. Si hay dos mil millones de personas en el mundo, entonces todos tienen derecho a poseer una parte igual a dos billonésimos de cada otra persona. En primer lugar, podemos sostener que este ideal descansa en un absurdo, al proclamar que todo hombre puede poseer una parte de todos los demás, cuando no puede poseerse a sí mismo. En segundo lugar, podemos imaginar la viabilidad de un mundo semejante: un mundo en el cual ningún hombre es libre de realizar ninguna acción, sea cual fuere, sin previa aprobación o, de hecho, sin la orden de todos los demás miembros de la sociedad. Debería resultar claro que en esa clase de mundo “comunista”, nadie sería capaz de hacer nada, y la especie humana perecería rápidamente”.

Rothbard distingue, teóricamente, dos posibilidades: o bien una élite tiene derecho a ser dueña del resto de las personas, o bien todos tiene el derecho a poseer la misma parte de los demás. La historia de la humanidad ha dado múltiples ejemplos de la primera alternativa. En la antigua Roma el emperador de turno disponía a su antojo de la vida de los esclavos que ingresaban a la arena del Coliseo para satisfacer los deseos sádicos del público. En el siglo veinte Hitler y Stalin hicieron lo que quisieron con sus gobernados. Auschwitz y el Archipiélago Gulag son aterradores testimonios del desprecio absoluto por el derecho de cada ser humano a ser dueño de sí mismo. En relación con la otra alternativa-el comunismo-el autor afirma que cuando se lleva a la práctica, emerge inexorablemente una élite que no hace otra cosa que adueñarse de las personas. En definitiva, el liberalismo libertario rechaza enérgicamente la coerción que ejerce una élite para sojuzgar a los demás y enarbola como axioma principal el derecho de cada uno de nosotros a ser dueños de nosotros mismos; un derecho, siempre es bueno recordarlo, que todos tenemos por el solo hecho de que somos, precisamente, seres humanos.

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