Por Pascual Albanese.-

El impacto de los resultados de las elecciones del 13 de agosto acelera el proceso de reconfiguración de fuerzas en el sistema político argentino. Existían, por supuesto, síntomas inequívocos del notorio agotamiento del ciclo del “kirchnerismo”, no como corriente político sino como alternativa viable de gobierno para la Argentina, que se había insinuado con la derrota del Frente de Todos en las elecciones legislativas de 2021, luego potenciado en julio de 2022 con la llegada de Sergio Massa al Ministerio de Economía y definitivamente confirmado con la mansa aceptación por parte de Cristina Kirchner del desplazamiento del Ministro del Interior, Wado de Pedro, de la candidatura presidencial del Frente de Todos, reconvertido en Unión por la Patria, y su sustitución por el mismo Massa.

Pero si algo faltaba para sellar esa atmósfera de fin de ciclo vale destacar el discurso pronunciado ayer por el gobernador bonaerense Axel Kicillof, que en un acto de campaña proclamó que “No podemos seguir viviendo de Perón, Evita, Néstor y Cristina”, consignó que aferrarse a esos símbolos era hacer como “aquellas bandas de rock que tocan grandes viejos éxitos” y llamó a “componer una canción nueva, no una que sepamos todos” Si se toma en cuenta que Perón y Evita nunca fueron una referencia importante para Kiciloff, lo verdaderamente relevante fue esa alusión, casi necrológica, a Néstor y Cristina Kirchner.

Por el contrario, no todos advirtieron que ese ocaso del “kirchnerismo” implicaba también el fin del “antikirchnerismo” como propuesta central de una alianza opositora cuyo sentido fundacional había perdido su razón de ser. De allí la crisis de identidad que afectó a Juntos por el Cambio, reflejada en la contienda interna entre Patricia Bullrich y Horacio Rodríguez Larreta y en la dificultad para encontrar un mensaje convincente orientado al futuro, que trascendiera la crítica a la era que termina.

Mientras esto ocurría en ambas coaliciones, la escalada inflacionaria y la creciente demanda por la inseguridad ciudadana, que incluye desde el incremento de la delincuencia común hasta el fastidio por el corte de calles y de rutas, indicaban lo que, tal vez un tanto esquemáticamente, podría caracterizarse como un cierto “giro a la derecha” en las preocupaciones y, por ende, en las preferencias de la opinión pública.

Ese viraje se reflejó en tres episodios simultáneos. El primero fue el encumbramiento de Massa en la coalición gubernamental, consentido resignadamente por un “kirchnerismo” carente de alternativa. El segundo fue, dentro de Juntos por el Cambio, el avance de los llamados “halcones”, canalizados por Patricia Bullrich, en detrimento de las denominadas “palomas”, lideradas por Horacio Rodríguez Larreta. El tercero fue el meteórico ascenso de la figura de Javier Milei, un candidato sin ninguna estructura partidaria.

Este “giro a la derecha” en las preocupaciones cotidianas de la opinión pública, ratificado en las urnas, es la contrapartida del agotamiento del “kirchnerismo”. Esta realidad se verifica en el hecho de que la inflación, la inseguridad y la corrupción ocupan casi monopólicamente el ranking de las prioridades de una opinión pública que rechaza también el mantenimiento del fracasado modelo asistencialista como estrategia para la lucha contra la pobreza, instaurado a partir de la crisis de 2001 como respuesta transitoria a una situación de emergencia social pero convertido luego en una especie de “política de Estado” que fue continuada ininterrumpidamente por los sucesivos gobiernos, incluido el de Mauricio Macri.

El año pasado, una encuesta indicaba que la mayoría de la opinión pública apoyaba la negociación de un acuerdo entre la Argentina y el Fondo Monetario Internacional, un recurso que en los años anteriores siempre generaba muchísimo más rechazo que adhesión. Hace unos días, se conoció también otro sondeo de opinión pública en que el 46% de los consultados se manifestó favor de la dolarización de la economía y sólo el 42% en contra, un resultado que meses atrás también hubiera resultado inimaginable.

Este viraje llevó a Bullrich a anunciar la designación de Carlos Melconian como su eventual Ministro de Economía y a homologar su propuesta del bimonetarismo, cuya autoría originaria corresponde a Horacio Liendo y previamente a Domingo Cavallo. El giro revela también que la escalada inflacionaria catapultó al debate sobre la estabilidad monetaria en el centro de la agenda política argentina.

En otro orden de cosas, aunque en un sentido convergente con lo anterior, una encuesta de la consultora Poliarquía reveló que las Fuerzas Armadas son actualmente la institución más prestigiosa de la Argentina, con un reconocimiento social que está muy por encima de los partidos políticos, exactamente a la inversa lo que sucedía en 1983 en el momento de la restauración de la democracia.

Este dato ayuda a explicar el acontecimiento inédito de que, en medio del fragor de una campaña electoral, una candidata a vicepresidenta como Victoria Villarroel, integrante de la fórmula que lidera las encuestas de intención de voto, haya organizado en la Legislatura porteña un homenaje a las víctimas de las acciones armadas realizadas por Montoneros y el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP).

Semejante cambio en el clima social evoca, en cierto sentido, a lo sucedido en la fase final del gobierno de Raúl Alfonsín, cuando la espiral inflacionaria destruía el salario de los trabajadores y las deficiencias de los servicios públicos golpeaban fuertemente sobre el conjunto de la sociedad. En aquel momento, las encuestas de Manuel Mora y Araujo, en esa época el experto más reconocido en el estudio de la opinión pública, empezaron a mostrar que, por primera vez desde que había registros estadísticos, la mayoría de la opinión pública argentina apoyaba la privatización de las empresas del Estado, al revés de lo que ocurría desde hacía varias décadas.

Ese fue el panorama que explica el respaldo popular que llegó a tener el “giro copernicano” protagonizado por el peronismo durante el gobierno de Carlos Menem, no casualmente reivindicado actualmente por Milei y caracterizado por la instauración del régimen de convertibilidad monetaria motorizado por Cavallo, la privatización de las empresas estatales y la apertura internacional de la economía, puesta en marcha con la creación del MERCOSUR.

En esta atmósfera “noventista” no resulta una casualidad que en el elenco de asesores económicos de Milei figuren Roque Fernández, sucesor de Cavallo como Ministro de Economía de Menem, así como dos de sus más estrechos colaboradores, Carlos Rodríguez y Darío Epstein, ni tampoco que Melconian haya sido elegido en 2003 por Menem para ocupar ese mismo cargo en el gabinete que escogió para mostrar para la segunda vuelta de las elecciones presidenciales de ese año, a la que luego desistió de presentarse, ni muchísimo menos que Massa haya iniciado su carrera política como funcionario también en la última etapa del gobierno de Menem, bajo el mando de Palito Ortega, en el Ministerio de Desarrollo Social, en una subsecretaría que comandaba entonces Rodríguez Larreta.

Paralelamente y en consonancia con este “giro a la derecha”, dicho -lo reiteramos- en un sentido más metafórico que literal, la mayoría de los analistas certificaba la existencia de un creciente divorcio entre la totalidad del sistema político y el conjunto de la sociedad, manifestado entre otros múltiples ejemplos en los elevados niveles de abstención registrados en las elecciones provinciales. Lo que nadie previó fue que esa notable conjunción de circunstancias, que estaban a la vista, alcanzaría una expresión tan contundente en las urnas como sucedió con la victoria de Milei el 13 de agosto.

Existe en este fenómeno una cierta analogía con lo ocurrido en diciembre de 2001, cuando en medio de los saqueos a los supermercados centenares de miles de argentinos salieron a la calle de todo el país bajo la consigna de “¡Que se vayan todos!”, en el marco de un derrumbe político y económico que produjo la caída del gobierno de la Alianza, encabezado por Fernando De la Rúa, que también había surgido de una coalición heterogénea forjada entre el radicalismo y el FREPASO, creada en 1998 y cuya principal razón de ser había sido la derrota del peronismo en las elecciones de 1999, así como Juntos por el Cambios nació en 2015 para enfrentar al “kirchnerismo” en las urnas y el Frente de Todos en 2019 para evitar la reelección de Macri.

Pero, a diferencia de ese estallido de 2001, que generó un vacío de poder que sólo pudo subsanarse con la forzada renuncia de De la Rúa y una salida de emergencia impulsada por la Asamblea Legislativa que eligió presidente provisional a Eduardo Duhalde, en esta oportunidad esa explosión de insatisfacción colectiva encontró un cauce institucional para expresar su profundo hartazgo y se manifestó pacíficamente a través del voto. Hubo entonces el equivalente de un 2001 en las urnas.

Este hecho inédito se registró ante el asombro y la perplejidad de un sistema político en crisis, envuelto en sus propias disputas internas, ajeno a los padecimientos de la gente común y, por lo tanto, divorciado del conjunto de la sociedad. El episodio constituye un involuntario homenaje a la solidez de las instituciones democráticas recuperadas en diciembre de 1983, hace exactamente cuarenta años, con la asunción al gobierno de Raúl Alfonsín. Pero implicó también, y fundamentalmente, el certificado de defunción extendido por la ciudadanía a la totalidad del actual sistema político, sin distinción de coaliciones, alianzas o banderías partidarias.

En los últimos años se habló hasta el cansancio de la ”grieta” entre dos coaliciones multipartidarias que se alternaron en el gobierno y también en el fracaso de sus respectivas gestiones y que encima pretendían volver a colocar a los argentinos ante la obligación de optar entre dos modelos fracasados, en una estrategia de confrontación recíproca en que ambas partes buscaban posicionarse más como un “mal menor” que como una alternativa de futuro.

Lo que no se advirtió es que esa “grieta” exhibida en la superficie fue generando otra, todavía más profunda, entre el sistema político y la inmensa mayoría de la sociedad. El 13 de agosto esta segunda “grieta” encontró una forma de manifestarse categóricamente en las urnas con un gigantesco grito de protesta que a partir de ahora será imposible dejar de escuchar.

El cuestionamiento a la “casta”, eje de la campaña de Milei, capitalizó el rechazo generalizado a una superestructura política cristalizada desde hace años que monopoliza y usufructúa el poder del Estadio para distribuir arbitrariamente prebendas y beneficios. Al margen del debate teórico y práctico sobre el sentido, la oportunidad y la viabilidad económica de la propuesta, el planteo de la dolarización y la disolución del Banco Central está fundado políticamente en la consigna de quitarle a la “casta” la facultad de la emisión monetaria.

En alguna medida, este cuestionamiento a la “casta” evoca en la memoria cultural de los argentinos, y en especial del peronismo, a la palabra “oligarquía”, no el sentido clasista del término, sino en su significado originario, definido hace 2.500 años por Aristóteles en la Grecia antigua: “gobierno de pocos”, o sea lo opuesto a la democracia.

Más allá de cualquier connotación política y de su utilización electoral, ese rechazo a la ”casta”, asumido como una consigna reparadora por amplios sectores populares tradicionalmente representados por el peronismo, implica entonces, paradójicamente y aunque esto contradiga abiertamente el discurso ideológico de Milei, una demanda de justicia social contra los privilegios que la mayoría de la opinión pública, no sólo electorado de Milei, considera acaparados por un sistema político que se ha adueñado del aparato del Estado para ponerlo a su servicio.

Conviene precisar también que este desprestigio generalizado de la dirigencia política y la consiguiente crisis de representatividad de las estructuras partidarias tradicionales no es, ni por asomo, un fenómeno exclusivamente argentino, sino parte de una tendencia estructural de carácter global. Con las características específicas, y por lo tanto propias e intransferibles, de cada realidad social y cultural, explica, por ejemplo, el ascenso de Donald Trump en Estados Unidos, la principal superpotencia, o de Jair Bolsonaro en Brasil, el país demográfica y económicamente más relevante de América Sur, o más recientemente, el triunfo de Giorgia Meloni en Italia o de Nayib Bukele en El Salvador.

Esa correspondencia explica que en el orden internacional Milei tenga el respaldo explícito de las distintas expresiones de la denominada “derecha alternativa” y, como inesperada contrapartida, que la crisis de Juntos por el Cambio haga que Massa cuente ahora no solamente con el apoyo público del gobierno brasileño encabezado por Lula, como tenía desde antes, sino también con la velada simpatía de la administración demócrata de Estados Unidos, a cargo de Joe Biden, quien el año que viene volverá a disputar la presidencia con Trump.

Pasado el primer momento de shock, donde el desconcierto generalizado invadió inclusive hasta a los propios ganadores, quedó en claro que la principal damnificada en las elecciones del 13 de agosto había sido precisamente la alianza opositora, considerada hasta entonces la favorita para hacerse cargo del gobierno el próximo 10 de diciembre, hasta el punto que la puja entre Bullrich y Horacio Rodríguez Larreta era visualizada en la gran mayoría de los medios periodísticos como la verdadera elección presidencial. La sorpresa golpeó también sobre el denominado “círculo rojo”, que daba por supuesto el triunfo de Juntos por el Cambio y encima mayoritariamente simpatizaba con Rodríguez Larreta.

Mientras Juntos por el Cambio iniciaba un proceso de replanteo político para reposicionarse en un escenario inesperadamente adverso, tanto Milei como Massa avanzaron rápidamente para transformarse en los actores de una nueva polarización. Ambos prefieren enfrentarse entre sí antes que confrontar con Bullrich. Milei estima que, en la presente situación de la Argentina, una opción entre oficialismo y oposición otorga a la alternativa opositora una inocultable ventaja. Massa evalúa que en la polarización con Milei puede atraer a una franja del electorado que el 13 de agosto optó por Rodríguez Larreta y ahora quedó sin candidato presidencial.

Con Milei el entusiasmo lleva a sus partidarios a especular con un triunfo en la primera vuelta electoral. Cuentan con un incentivo. Hasta el 13 de agosto el candidato de La Libertad Avanza confrontaba con la teoría del “voto útil” propagada desde Juntos por el Cambio: un sufragio por Milei debilitaba la posibilidad de triunfo de la coalición opositora y, por lo tanto, favorecía indirectamente al “kirchnerismo”. Ahora Milei tratará de invertir ese razonamiento para atraer en octubre a los votantes de Bullrich y en un hipotético balotaje a la mayor parte del electorado opositor.

Massa tiene de aquí hacia adelante una tarea doblemente ciclópea por su simultánea condición de Ministro de Economía y de candidato presidencial. Por un lado, enfrenta las consecuencias socialmente muy negativas de la devaluación del 14 de agosto, que incrementó sensiblemente el malhumor social y golpea en la base tradicional del peronismo. Más allá de las medidas de emergencia adoptadas para compensar el efecto de la devaluación en el costo de la vida, el aumento de la inflación, que en agosto fue de dos dígitos, conspira sensiblemente contra su chance electoral.

Por otro lado, Massa está obligado a insuflar una mística triunfalista a una coalición electoralmente derrotada y en la que Cristina Kirchner privilegia garantizar su supervivencia política con la apuesta al muy probable triunfo de Axel Kicillof en la provincia de Buenos Aires, una competencia en la que especula con la división de la oposición, ya que allí no juega el letal riesgo de la segunda vuelta.

Bullrich intenta remontar la situación con la nominación de Carlos Melconian como su candidato al Ministerio de Economía, que le permite irradiar una imagen de solidez por la figura del economista y el nutrido equipo técnico que lo acompaña desde la Fundación Mediterránea. Pero este anuncio tiene un ingrediente adicional: Melconian, reconocido por su capacidad de comunicación y su activo protagonismo en las próximas semanas en los medios de comunicación, será una pieza central en la campaña proselitista de Juntos por el Cambio.

Otro recurso que, según aprecia Bullrich, podría potenciar su campaña es la victoria de Juntos por el Cambio en las tres elecciones provinciales consecutivas que anteceden al 22 de octubre. Esto implicaría el triunfo de los candidatos radicales Máximo Pullaro en Santa Fe el 10 de septiembre, Leandro Zdero en Chaco el domingo 17 y Alfredo Cornejo en Mendoza el 24 de este mes. Una triple victoria en esas elecciones provinciales podría recrear las expectativas en la alicaída coalición opositora.

Pero más allá de esas especulaciones de Bullrich y su equipo de campaña, la concreción de esas tres victorias electorales fortalecería la estructura partidaria nacional del radicalismo, puesto que de las tres gobernaciones que controla actualmente pasaría a administrar cinco provincias (Jujuy, Corrientes, Mendoza, Chaco y Santa Fe) a partir del 10 de diciembre.

Ese paradójico avance del radicalismo en una instancia de retroceso de la coalición opositora habilita otra suposición que se baraja en sus círculos dirigentes: la irrupción de Milei y la derrota de Juntos por el Cambio en la elección presidencial implicarían un formidable golpe político para el PRO, que quedaría confinado a gobernar la ciudad de Buenos Aires y Chubut. Semejante situación llevaría a una recomposición de Juntos por el Cambio o lisa y llanamente a su disolución.

De hecho, la hipótesis de un balotaje entre Miley y Massa es una cuestión que genera un arduo debate interno dentro del radicalismo. El consenso generalizado es que la UCR jamás podría apoyar al candidato libertario y que ante esa disyuntiva una parte significativa de su base electoral y, como ya declararon públicamente Federico Storani y otros dirigentes de la UCR, de sus estructuras partidarias podría incluso optar por Massa., que ya tomó nota del asunto y habilitó conversaciones con dirigentes del radicalismo, entre ellos Gerardo Morales, y también, aunque ambas partes lo nieguen, con el propio Rodríguez Larreta.

La consigna de un “gobierno de unidad nacional”, lanzada por Massa como uno de sus nuevos ejes de campaña, más que a las elecciones de octubre apunta hacia la configuración de una amplia coalición “anti-Milei” para un eventual balotaje en noviembre. En ese escenario, la fractura de Juntos por el Cambio sería casi automática, ya que se descuenta que tanto Mauricio Macri como Bullrich, y con ellos la gran mayoría de la dirigencia del PRO, con excepción de Rodríguez Larreta y su grupo, apoyarían a Milei.

En esa polarización, Massa tendrá a su favor la acción de un importante sector de la Iglesia, liderado por los curas villeros pero con el inocultable aliento de la conducción del Episcopado, como ya se evidenció en la misa que en desagravio al Papa Francisco oficiada esta mañana en la parroquia de la Virgen de Caacupé, en la villa 1-11-14.

Si existe un “giro a la derecha” en la sociedad argentina, también es cierto que los principales actores de la contienda electoral impulsan ahora “un giro al centro” para ampliar sus respectivas bases de sustentación y, para el caso de llegar al gobierno en condiciones de minoría en ambas cámaras del Congreso Nacional, como ocurrirá cualquiera sea el resultado electoral, generar condiciones de gobernabilidad.

Así como Massa intenta crear las condiciones para una coalición anti-Milei bajo la bandera de un “gobierno de unidad nacional”, Milei intenta moderar algunas de sus propuestas más radicalizadas y abre canales subterráneos y también públicos de diálogo con distintos sectores, como los encuentros mantenidos recientemente con dos sindicalistas der primera línea como Luis Barrionuevo y Gerardo Martínez.

Mientras tanto, Massa tiene que lidiar con su gestión en el Ministerio de Economía, acosada por la escalada inflacionaria, intensificada por efecto de la devaluación del 14 de agosto, y la consiguiente reaparición de la amenaza de saqueos como un fantasma recurrente de la historia reciente de la Argentina. El nuevo acuerdo con el Fondo Monetario Internacional permite imaginar una transición no caótica hasta la asunción del nuevo gobierno.

Las medidas de emergencia anunciadas estos días pretenden amortiguar el impacto socialmente demoledor del aumento de precios. El viaje a Brasil y el acuerdo logrado con Lula, que permite la utilización de yuanes para la financiación de las exportaciones brasileñas a la Argentina, procuran evitar el cierre total de las importaciones de insumos básicos para la industria, derivado del agotamiento de las reservas monetarias del Banco Central.

Esta realidad exige avanzar en una apertura económica internacional que impulse un salto en las exportaciones y torna absolutamente indispensable tener abiertas todas las vías posibles de financiamiento externo, desde el FMI y el Banco Mundial hasta el Nuevo Banco de Desarrollo creado por el ahora ampliado grupo BRICS, con un pragmatismo inteligente que eluda las fronteras ideológicas en la formulación de la política exterior, lo que incluye necesariamente tanto el fortalecimiento la relación histórica con Estados Unidos como el vínculo económico creciente con China y la profundización de la alianza estratégica con Brasil.

La carta decisiva para Massa, la única que le podría permitir librar con éxito la batalla en una hipotética segunda vuelta con Milei, o incluso con Bullrich, es demostrar una capacidad de liderazgo político a través de una convocatoria amplia para garantizar la gobernabilidad de la Argentina en una situación de extrema emergencia. Se trata, por supuesto, de una apuesta muy difícil pero no absolutamente imposible.

La prédica de Perón, expresada en sus innumerables libros, discursos y cartas, es como los evangelios. Puede encontrarse un versículo apropiado para cada circunstancia. En una conversación que relata en su libro de memorias Benito Llambí, quien fuera Ministro de Interior en su tercera presidencia, difundida en los últimos días en las redes sociales, Perón le dice: “He insistido a la juventud de que el peronismo jamás debe perder su carácter revolucionario. Un día yo no estaré, pero si nuestros sucesores políticos corrompieran el Partido, el Estado y el Movimiento para llevar a cabo sus mezquinos intereses contra el pueblo, pues sería lógico que el pueblo se rebele contra todos ellos, incluso contra nuestros símbolos, porque si nuestros símbolos pierden su carácter popular y revolucionario, y pasan a representar algo arcaico o atrasado, seguramente vendrá otro movimiento de masas populares que, enarbolando o no algunas de nuestras banderas, acabará con el Justicialismo y creará algo nuevo. De suceder eso, solo le pido a Dios que lo que venga sea superador de mi legado y sea en beneficio del pueblo”.

No se trata de un vaticinio sino de una advertencia. El futuro está siempre abierto pero, como señala un antiguo refrán, “al que le quepa el sayo que se lo ponga”. Baruch Spinoza, un notable filósofo judío del siglo XVII, le recomendaba a sus contemporáneos “ni reír ni llorar, comprender”. Mao Tse Tung, una de las personalidades más relevantes del siglo XX, sostenía que la misión del liderazgo político, en su caso encarnado por el Partido Comunista Chino, era “devolver a las masas con precisión lo que de ellas recibimos con confusión”. Ambos consejos tienen hoy una extraordinaria vigencia en la Argentina de hoy.

Todas las fuerzas políticas, y en primer lugar el propio peronismo, están obligadas a realizar un replanteo profundo para interpretar el mensaje depositado en las urnas el 23 de agosto y traducirlo en una respuesta efectiva que transforme esa expresión de disconformidad colectiva en una propuesta de gobierno viable, articulada con una construcción de poder que la convierta en políticamente posible y garantice la gobernabilidad de la Argentina. Esa exigencia ineludible no sólo que no termina, sino que más bien recién empieza con las elecciones que tenemos por delante.

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