Por Italo Pallotti.-

Si bien es cierto que se ha definido de muchas maneras el término paz, el más simple y conocido es expresar la idea de ella como la ausencia de conflicto; siendo en un sentido más amplio como un estado de armonía, estabilidad, bienestar y seguridad para las personas. A partir de este supuesto deberá entenderse que cada uno de esos aspectos confluyen para que, entre las personas de un país, exista una situación de respeto y consideración tal que se integren a manera de cultura buscando el bienestar de todos. Llevado ese criterio a la vida de una nación debe suponerse que en la medida que cada uno de los actores, gobernantes y gobernados, sean custodios del mismo la resultante no puede ser otra que la sana convivencia y acuerdo general. Para ello cada uno debe ser no sólo respetuoso de su propia persona sino también del conjunto de sus pares; lo cual es posible lograr si se tiene en cuenta que el acordar principios básicos que tengan que ver con el derecho humano de cada uno es la piedra fundacional de la solidaridad, como complemento del sentido pacificador de la ciudadanía.

Entrando en materia de cuanto influye ese aspecto en la vida del país, es imposible hacerlo si no se bucea previamente en la vida institucional, política y social en cuanto al acordar premisas básicas para que la vida ciudadana se desenvuelva en un clima de orden donde la educación, vía el desarrollo de la mejor intelectualidad posible en sus actores, pase a ocupar un lugar de privilegio. Tomar conciencia de ello, es decir instruirnos convenientemente para resolver pacíficamente los entredichos, si los hubiera, es primordial.

Por lo antedicho, ¿es posible pensar con posibilidad de éxito en una cultura pacifista en Argentina? A la luz de lo vivido en las últimas décadas, bajo el imperio de gobiernos, de todas las tendencias políticas, que parecen haberse disputado el peor de los escenarios para preservar lo planteado en el interrogante, es verdaderamente muy difícil. La actitud egoísta y sólo interesada en obtener y defender intereses de facciones o partidistas fueron vulnerando los del conjunto de la sociedad, trayendo como consecuencia un modo de pugna permanente; unos contra otros en una maratón en lo que sólo se disputa intempestivamente una especia de ley del más fuerte, dejando de lado derechos y obligaciones necesarios para concertar un clima de paz.

Valgan como ejemplo una lista de atropellos a la civilidad, ajena casi siempre a las disputas sectoriales, en las que se viven lacerando no sólo la moral y el espíritu individual, sino los elementales principios de la paciencia colectiva; receptores inocentes del accionar de incapaces y deshonestos dirigentes. Aquí un somero listado de lo expresado: Una guerra perdida frente a una gran potencia del mundo (Malvinas). Revoluciones de carácter interna, con la consecuente lista de víctimas. Fusilamientos. Guerrillas urbanas, con muchas víctimas tantas veces inocentes. Facciones, como Azules y Colorados, en gobiernos de facto. Halcones y Palomas, ayer y siempre. Instituciones débiles, por luchas de poder. Ideologismos sobre regímenes perimidos. Justicia endeble. Desempleo, inaudito para un país con todo por hacer. Pobreza/Indigencia, en contraste con riquezas abundantes allí al alcance de la mano. Educación decadente, con profesionales de escasa capacidad al frente. Poderes del Estado, en constantes enfrentamientos. Devaluaciones, a niveles astronómicos, por pésimo manejo económico. Inflación, en consecuencia. Piquetes por doquier, atentatorios de la libertad de circular. Impunidad, frente a flagrantes casos de corrupción. Deterioro de imagen de las cúpulas gobernantes, por acción u omisión de los deberes de funcionarios. Jubilaciones de privilegio, frente a otras oprobiosas por su ínfimo valor. Periodismo obsecuente. Seguridad, de mal en peor, en un todo contra todos, especialmente en las grandes urbes. Narcotráfico a niveles de pandemia, mutilando generaciones de jóvenes. La informalidad de la palabra comprometida, en la relación entre particulares, ya transformada en hábito, en una peligrosa mutación.

Todo lo antedicho, y por ser generoso en la nómina descripta, conforman el coctel perfecto del porqué nuestro país vive en un constante clima de irritación. De quiebre. En una ruptura del contrato social. En una anomia casi patológica. Ese estado corrosivo de sus reservas morales y físicas que lo hacen vivir en un permanente estado de desasosiego, que lo incapacitan, tantas veces, de reaccionar frente a la injusticia y al atropello; pues ve qué frente a un escenario de principio de autoridad deshilachado por rencillas internas, comienza por abandonar su natural capacidad de acción. Esa apatía lo inválida para vivir en un clima de paz. Principio y fin en la búsqueda de la felicidad, individual y colectiva. Por consecuencia, le hacen quebrantar su moral. Derruir su sentido de la ética. Vendrán tiempos, y esto es imperativo más que de mañana, hoy, en qué la sociedad toda dé vuelta la página y comience otra historia. Esa que nos merecemos los que pensamos que la esperanza no es sólo una palabra, sino la herramienta para buscar un destino mejor. Y entonces diremos: ¡Aquella utopía, se hizo realidad! De lo contrario, todo esfuerzo será ilusorio.

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