Por Hernán Andrés Kruse.-

“Locura es hacer lo mismo una y otra vez y esperar resultados diferentes”. Albert Einstein.

El domingo 10 de diciembre, día en que Javier Milei asumió como presidente de la nación, tuvo lugar un hecho inédito en Argentina y, probablemente, en el mundo. El presidente libertario utilizó las escalinatas del Congreso para dar su discurso de asunción. Ello significa que dio la espalda a los legisladores que se hallaban en la Cámara de Diputados y habló a la multitud reunida en la Plaza de los Dos Congresos. El discurso fue extremadamente duro. Se trató, prácticamente, de un sincericidio político. Consideró que la herencia del gobierno precedente era de tan extrema gravedad, que la única solución es la aplicación sin anestesia de un ajuste fulminante, impiadoso, para alcanzar el mágico déficit 0. No es la primera vez que un presidente habla en esos términos. Lo hizo Alfonsín en 1985 cuando habló de la necesidad de imponer una economía de guerra. Lo hizo Menem al asumir el 8 de julio de 1989. Lo hizo De la Rúa al asumir diez años más tarde. Lo hizo Macri al asumir el 10 de diciembre de 2015.

¿En qué consiste, entonces, lo novedoso de la asunción de Milei? En esta oportunidad el ajuste impiadoso propuesto por Milei fue aclamado por la multitud que lo escucha extasiada. Para los simpatizantes que se hicieron presentes en la Plaza de los Dos Congresos ahora sí el ajuste tendrá éxito. ¿Por qué? Porque Milei es el presidente. Una vez más queda en evidencia la relevancia del factor irracional en el comportamiento político de las masas. Porque el plan ortodoxo de Milei intentó ser aplicado por los presidentes nombrados precedentemente. Todos fallaron. ¿Por qué Milei sería la excepción? Sin embargo, para quienes estuvieron en la asunción del libertario el ajuste de Milei, pese a ser my parecido a los ajustes precedentes, tendrá resultado. En este momento hay que decir, parafraseando al gran García Márquez, que estamos en presencia de la crónica de un fracaso anunciado.

Una vez más hay que tener presente la sentencia de Jorge Ruiz de Santayana: “quien olvida su pasado corre el riesgo de repetirlo”. De ahí la importancia de recordar lo devastadores que fueron los ajustes aplicados sin anestesia en el pasado. A continuación paso a transcribir una parte de un ensayo de J. H. Escobar titulado “Modelo de ajuste estructural en Argentina: economía y política de un fracaso” (Revista Sociedad y Economía, Universidad del Valle, Colombia, 2002). El autor hace una perfecta descripción de los “años dorados” del menemismo en materia económica.

DEL PLAN AUSTRAL AL PLAN DE CONVERTIBILIDAD

“La iliquidez y la insolvencia en las arcas oficiales comprometían el cumplimiento de las obligaciones con acreedores internos y externos. Este fenómeno no sólo obedecía al comportamiento de la deuda pública, sino también al magro crecimiento que experimentaba la economía. De esta manera, con el peso de las obligaciones de deuda –incluyendo obligaciones ligadas con el pago de pensiones –y la presencia de gastos de funcionamiento excesivos, el déficit fiscal había llegado a niveles que hacían evidente la insostenibilidad de la economía. A este fenómeno también contribuyeron, de forma significativa, los bajos niveles de recaudación derivados no sólo de la crisis económica sino también de los niveles desbordados de elusión y evasión impositiva. El déficit fiscal seguía arrojando resultados adversos; la inflación y las tasas de interés domésticas mantenían niveles que comprometían seriamente el desempeño de la economía en su conjunto.

Contrario a la orientación estructuralista involucrada en el Plan Austral, las medidas de ajuste que dieron sustento al Plan de convertibilidad se apoyaron en los fundamentos conceptuales de la denominada Economía de la Oferta. Desde esta perspectiva, buena parte de la responsabilidad del mal desempeño económico argentino fue atribuido a las fallas de intervención del Estado. Para el caso argentino esto parecía algo evidente, al revisar no sólo la magnitud de la intervención gubernamental, sino también las evidentes señales de ineficiencia de las empresas estatales, las fallas en los esquemas de regulación y, en general, a los mecanismos institucionales –reglas de juego inestables– que torpedeaban tanto la gestión pública como la privada. Sin embargo, en el trasfondo de los planteamientos económicos que daban sustento a la formulación del nuevo paquete de reformas estructurales, sin lugar a dudas tuvieron un peso importante las condiciones de negociación de la deuda externa. El Plan Baker fue el primer intento de renegociación de la deuda que fracasó por la rigidez que introducía para reducir la carga de deuda. En el marco de los acuerdos de este Plan se posibilitaba la capitalización de intereses, derivado de lo cual el servicio de la deuda se incrementaba restando cada vez más las posibilidades de pago en una coyuntura en la que las economías latinoamericanas mostraban un crecimiento económico desfavorable.

Como resultado del fracaso del Plan Baker apareció en marzo de 1989 lo que se denominó el Plan Brady, claramente asociado a lo que también se conoce como el Consenso de Washington. En este Plan se acordó una participación activa del FMI y del Banco Mundial en procurar garantizar que la reducción de la carga de deuda, no necesariamente del nivel de deuda, se hiciera efectiva. De manera directa se planteaban unos incentivos orientados a facilitar el acceso al crédito de largo plazo a tasas de interés bajas en aquellos países que aplicaran un paquete de medidas de ajuste estructural que sería monitoreado por los organismos multilaterales. En otras palabras, acceder a los recursos de estas entidades quedaba condicionado a la aplicación de las recetas promovidas por el FMI y el Banco Mundial. La apertura comercial y financiera, las reformas al sistema financiero que posibilitaran la competencia de la banca internacional en estas economías, la independencia de la banca central, las medidas tendientes a la flexibilización laboral, las reformas al sistema pensional, las privatizaciones, las reformas tributarias, aparecieron como las tablas de salvación para las economías endeudadas. Una receta homogénea para contextos sociales, económicos, políticos y culturales que a pesar de ciertas similitudes, resultan claramente heterogéneos.

En este contexto surgió en Argentina el Plan de Convertibilidad con un conjunto de medidas adoptadas desde 1989. Este Plan no sólo contemplaba los aspectos del nuevo manejo monetario en Argentina; en realidad, el Plan comprometía un conjunto de estrategias en casi todos los frentes siguiendo los lineamientos del Consenso de Washington. Con base en el diagnóstico de sus inspiradores, se pretendió alcanzar una asignación de recursos más cercana a la eficiencia económica, lo que posibilitaría la consecución de un sendero de crecimiento estable y sostenido. Sólo que siempre se vio al Estado como el causante de las ineficiencias productivas y de asignación de recursos, del magro desempeño económico, de las distorsiones del mercado y, por supuesto, del desbordado endeudamiento para financiar el déficit fiscal. En definitiva, sobre la base del condicionamiento de la política económica, se dio un entierro de tercera categoría al modelo de sustitución de importaciones que en todos los diagnósticos aparecía como un modelo agotado y de escasa viabilidad.

Las distintas estrategias contempladas en el Plan estaban orientadas entonces a reducir el déficit fiscal. Las medidas en este frente fueron orientadas a la generalización y al aumento de la tasa correspondiente al pago del IVA. Con relación a los impuestos directos, los impuestos a las ganancias fueron aumentados. En ambos frentes se trabajó no sólo en los aspectos de carácter técnico orientados a generar los niveles de recaudación deseados, sino también en fortalecer los elementos legales con los que se incrementaban las penas a los evasores de impuestos. Estas medidas se pusieron en funcionamiento incluso con hechos ejemplarizantes que incluyeron sanciones legales a algunos empresarios quienes, se puede sospechar, no pertenecían al club de simpatizantes de Menem. Los resultados iniciales de estas medidas condujeron de manera clara a un mejoramiento en el nivel de recaudación. Pero hubo otras formas de combatir el déficit fiscal por el lado del gasto. Argentina inició un proceso de privatización masiva de todas las empresas mediante las cuales el Estado intervenía de manera directa. No se salvó nada. Las empresas de acueducto y alcantarillado (Obras Sanitarias de la Nación), la industria petrolera (Yacimientos Petroleros Fiscales), la empresa de telecomunicaciones, Aerolíneas Argentinas, el transporte ferroviario (trenes metropolitanos, subterráneo de Buenos Aires y los trenes que comunicaban las distintas provincias del país). En fin, todo, salvo los servicios públicos de educación y de salud, al parecer porque nadie los quiso comprar. Todo ello significó un cambio drástico en el que se percibe la intervención del Estado ya no como un catalizador natural de las tensiones y conflictos implícitos en un sistema capitalista, sino como un factor que distorsiona el desarrollo de la actividad económica o contribuye al incremento del gasto público con serias implicaciones sobre el déficit fiscal.

La intervención del Estado, tanto en forma directa como indirecta, además de estar sobredimensionada, era ineficiente e ineficaz. Se podría afirmar que las empresas estatales cubrían amplios sectores de actividad. No sólo aparecía el Estado interviniendo en actividades en las que desempeñó un papel estratégico para la consolidación de actividades productivas internas, como el caso de los monopolios naturales en el campo de los servicios públicos, en la infraestructura de comunicaciones o en el frente energético. Muchas actividades terciarias estaban en las manos del Estado sin desempeñar un rol dinamizador. Por su parte, los trámites administrativos derivados de las regulaciones estatales, se convirtieron en un obstáculo para el desarrollo de la actividad económica en la medida en que incrementaban los costos de transacción y generaban asimetrías de información. Bajo esta perspectiva las privatizaciones resultaban estratégicas al garantizar no sólo impactos favorables en las finanzas públicas, sino también positivos en términos del crecimiento económico. Si bien los impactos negativos en materia distributiva fueron contemplados no fueron considerados con la importancia debida.

Argentina enfrentaba un diagnóstico en el que las fallas de intervención del Estado se hacían evidentes. En buena medida, esto fue el resultado de los excesos populistas que había acumulado Argentina a través de medidas de política que emergieron en circunstancias en las que la democracia estaba comprometida, o extinta, como resultado de las dictaduras militares. La clase media argentina se fortaleció precisamente sobre la base de los empleados gubernamentales que gozaban de una serie de privilegios que no consultaban argumentaciones técnicas. Era evidente que los problemas de intervención oficial descansaban en la ineficiencia. Esto propició que las empresas estatales fueran identificadas como una de las prioridades en el paquete de medidas de ajuste estructural. Sólo que la solución a estos problemas, seguramente por las dificultades prácticas de consolidar un verdadero ajuste, se inclinó a favorecer medidas de mercado en las que se veía como solución la privatización de un buen número de empresas intentando por este camino la eliminación de la ineficiencia productiva. Aduciendo de manera miope la noción de competencia se otorgaron licencias para la operación de monopolios privados descargando la responsabilidad de la corrección de las divergencias sociales en mecanismos de regulación de dudosa confiabilidad. Parecía que, en efecto, si bien en el diagnóstico de la intervención aparecía de manera evidente la ineficiencia estatal, pesaron más los argumentos fiscales y, directamente, los impactos derivados de las empresas del Estado en los balances oficiales.

Los discursos sobre la eficiencia productiva y asignativa eran sólo un adorno en el discurso privatizador. De hecho nunca se midieron las consecuencias de mediano y largo plazo que este tipo de iniciativas llevaba de manera implícita; todos, bajo la perspectiva de un laissez-faire absoluto, sustentaban las conveniencias de una economía de mercado carente de las distorsiones e ineficiencias derivadas de la intervención directa del Estado. Muchos titulares de prensa y escándalos públicos, además de desempleo, dejaron las privatizaciones. Un punto central era el precio de las empresas. Para ello resultaba clave determinar un precio atractivo que garantizara niveles de rentabilidad a los compradores privados. En este aspecto los elevados costos operativos de las empresas -determinados básicamente por los costos laborales y la inoperancia de sus formas organizativas- representaban un fuerte obstáculo para la concreción de las negociaciones. La ineficiencia productiva reducía la rentabilidad de las empresas y, por esta vía, los precios que los compradores privados estaban dispuestos a pagar. Se hacía necesario emprender medidas de ajuste previo a la venta de las empresas con el fin de lograr precios mejores.

Las privatizaciones trajeron de manera explícita un conflicto laboral de grandes magnitudes. Lograr la eficiencia de las empresas por privatizar implicaba la reducción de costos operativos. Para ello se requería despedir una buena cantidad de empleados y obreros públicos y, por supuesto, reducir muchos de los beneficios laborales. Era evidente que este tipo de medidas despertaría un fuerte rechazo de las organizaciones sindicales. Pese a sus evidentes consecuencias, las privatizaciones se llevaron a cabo sin mayores traumatismos. Menem, a su estilo, supo sortear el vendaval. Después de varias marchas y manifestaciones en la Plaza de Mayo, y pese a los escándalos periodísticos, sólo quedaron unos líderes sindicales desprestigiados –que también experimentaron un súbito mejoramiento en sus niveles y estilos de vida– y una gran cantidad de cesantes que empezaron a engrosar las filas de la informalidad. Todas las ventas tuvieron su escándalo propio. Memorable fue, por ejemplo, la transacción de la empresa de telecomunicaciones que fue vendida a un precio muy inferior al que se había establecido. La interventora oficial en esta operación fue María Julia Alsogaray, hija de un legendario patriarca de la política argentina, a quien recientemente se le ha reabierto un proceso judicial por este hecho y quien hasta hace poco, desafiando la ley de la gravedad, ejercía como Ministra del Medio Ambiente. Otro caso muy sonado fue el de Aerolíneas Argentinas. El comprador aducía inconvenientes por la obsolescencia de la flota aeronáutica, además de los elevados costos laborales. En efecto el gobierno argentino realizó el ajuste laboral y actualizó, utilizando recursos de crédito, los aviones e instalaciones de la empresa. Posteriormente se realiza la venta por un precio irrisorio en vista de que el comprador no asumió la deuda de la nueva flota al descontar del valor de los activos los pasivos de la empresa. En general, como en este caso, lo que ocurrió fue la venta, a precios de promoción, de una buena parte de los activos públicos”.

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