Por Hernán Andrés Kruse.-

“En las dos últimas décadas del siglo XX, los nuevos estilos de vida que llegaban tardíamente a Argentina como parte de una contracultura a destiempo, críticos de la jerarquía y el autoritarismo de los años de la dictadura, se masificaron, entraron en las relaciones cotidianas, en los medios de comunicación y en las instituciones. Por su parte, el consumo promovido por una economía expansiva luego de la crisis de 2001 consolidó un esquema de expectativas que se enmarcan en un proceso general vinculado con el individualismo hedonista, que si por un lado reivindica el modelo igualitario lo hace a partir de un ethos expresivo, estetizado y centrado en la experiencia personal como eje de la transformación. Las consignas del cambio en “uno mismo” como principio de la transformación colectiva no son un rasgo de posiciones conservadoras ni de proyectos emancipadores en sí mismos, sino que atraviesan por igual modos de subjetivación que, eventualmente, pueden llevar esos principios a usos conservadores o emancipadores según sea el caso. Esta modalidad del individualismo contemporáneo constituye una constelación de valores sustantiva, ampliamente difundida en la sociedad y con particular fuerza en las generaciones más jóvenes. Según el censo de 2010 la mayor parte de la población argentina en edad de votar (aproximadamente el 65%) nació luego de la década de 1960 y entre ellos la gran mayoría lo hizo después de la década de 1970 (INDEC, 2010). Es decir, las trayectorias de una buena parte de la población, lejos de estar marcadas por el peronismo clásico, la revolución cultural de la década de 1960 e incluso por la última dictadura militar, están atravesadas por los imaginarios democráticos de la década de 1980, las tardías contraculturas locales, la liberalización económica del menemismo, las crisis inflacionarias, el derrumbe social y económico del 2001, el consumo popular durante los gobiernos kirchneristas y el reciente fallido experimento de Cambiemos”.

LA OFENSA MORAL

“Casi el 50% del electorado brasilero eligió a Jair Bolsonaro, un candidato inesperado en un orden político bombardeado por los ruralistas, las elites empresariales, el fundamentalismo religioso y un sistema de medios faccioso. El presidente de Brasil representa los elementos más conservadores de las sociedades contemporáneas: la xenofobia, el racismo y la homofobia. Pero esos elementos se montan sobre una apología del individuo como el locus de la propiedad y una defensa del “sentido común”. Es muy posible que el ejemplo del bolsonarismo sea incomparable con otras experiencias regionales; sin embargo, una mirada más cercana debería reconocer que hay un movimiento común en procesos políticos regionales. En Argentina, una parte del electorado votó democráticamente una opción conservadora institucionalmente legítima, como la Alianza Cambiemos, que si bien no aglutina exclusivamente corrientes de derecha confluyen allí posiciones liberales y liberal-conservadoras. Más allá de ello, se percibe un movimiento regresivo y creciente en la esfera pública, pero también en la vida cotidiana, de apoyo a rígidas políticas de ajuste, endurecimiento del sistema represivo y el desprestigio a los derechos sociales y humanos. Desde hace tiempo se observa en la región un clima social que se manifiesta en los distintos contextos nacionales de diferente modo: un nuevo espacio de enunciación pública neo-conservadora capilar, que pide acción represiva, persigue la protesta social y cuestiona las identidades de género. ¿Cómo se explica esta nueva enunciación y prácticas políticas conservadoras? ¿Cómo una persona que hace poco tiempo defendía valores democráticos hoy puede defender, sin ningún conflicto, una política autoritaria? Nos interesa reflexionar sobre cómo una mirada “desde abajo” podría ayudarnos a entender un proceso mayor de adhesión a valores y regímenes de subjetivación neoconservadores en amplias capas sociales, más allá de las asociaciones directas entre ese cambio cultural y las posibles adhesiones políticas y opciones electorales.

Las interpretaciones habituales sobre la re-jerarquización social hacen hincapié en que esa deriva neoconservadora es estrictamente un fenómeno del campo político. También, que esa deriva tiene que ver con los medios de comunicación, por apoyo explícito u omisión. Ese argumento se entronca en uno más amplio: el crecimiento de las derechas es la contra-reacción a los llamados gobiernos progresistas o, en sentido más amplio, a un movimiento de ampliación de derechos de género, étnicos o minoritarios en general. Sin descuidar ninguna de esas razones (todas en cierta medida parte del problema), nos parece que hay algo mucho más sustancial y menos fácil de asir, que no está del todo puesto en el debate: la vida cotidiana, las mediaciones situadas, los modos de subjetivación y los procesos de cambio cultural recientes. La violencia simbólica y real tiene un nuevo protagonismo cotidiano que se consolida en un sentimiento anti-pobre, anti-negro, anti-progresismo que emerge al pasar en interacciones cotidianas, en los medios de comunicación, y en los discursos públicos legitimados. Hay hechos significativos que emparentan los discursos de odio recientes en Argentina con otros contextos de América Latina. Un primer ejemplo es la violencia política contra minorías étnicas amparada por el Estado. El conflicto en la Patagonia argentina por los territorios mapuches es de larga data, pero en los últimos años se ha visto profundizada por una opinión pública y un sentido común anti-indio ampliamente difundido. Es en este contexto que cobra relevancia la construcción de un problema público en torno a la muerte del activista Santiago Maldonado y el asesinato del manifestante mapuche Rafael Nahuel, ambos en contextos de represión gubernamental. Estos son sólo dos casos de un número público sobre violencia gubernamental que ha crecido en los últimos años en Argentina.

Por otro lado, ganan legitimidad pública emprendimientos políticos espectacularizados, como los de Javier Milei, un economista ultraliberal con fuerte presencia mediática y con un discurso profundamente autoritario y estigmatizante o los de grupos de jóvenes autodefinidos como “de derecha” que aglutinan estilos juveniles anti-sistema, coleccionan cientos de miles de seguidores en redes sociales y configuran una sensibilidad en torno a referentes de una derecha “pop” a nivel regional. Ejemplos de ello son la guatemalteca Gloria Álvarez, conferencista y escritora identificada como libertaria que desarrolla una campaña contra el “progresismo” en la región, y los argentinos Agustín Laje y Nicolás Márquez, que han escrito un best seller político, “El libro negro de la nueva izquierda”, una intervención contra las políticas redistributivas, la “ideología de género” y a favor de las políticas represivas, con amplia repercusión incluso más allá de Argentina. Como señalan Goldentul y Saferstein (2020), en un artículo pionero sobre seguidores de este fenómeno editorial-político, en torno suyo se construye toda una sensibilidad vinculada con la disidencia anti-sistema que combina el desafío a la autoridad, la idea de autonomía personal y un sentimiento anti-político de frustración con los principios democráticos. Finalmente, un polo de consolidación de los discursos conservadores se ha dado en Argentina en torno al debate sobre la legalización del aborto y, en un sentido más amplio, alrededor de los avances en las políticas de género, como el matrimonio igualitario, y la incorporación de una agenda feminista a la gestión pública. Durante el debate que se dio en el Congreso Nacional por la ley de despenalización del aborto en 2018 se consolidó un movimiento pro-vida que agrupa sensibilidades políticas muy heterogéneas. Entre ellas, emergieron voces públicas que explícitamente se identifican con posiciones conservadoras. Una de ellas es la médica Chinda Brandolino, activista católica conservadora, vinculada con organizaciones y medios de derecha que se ha convertido en referente de los movimientos pro-vida. Brandolino es ejemplo también de toda una sensibilidad conspirativa que acusa al comunismo y a George Soros de planes de eugenesia y esterilización obligatoria para la región. Su relevancia pública tal vez sea relativa, pero su legitimidad en determinados espacios sin dudas puede ser sintomática de un sentido común que encuentra en ella un nuevo referente.

¿Qué ocurrió en las últimas décadas para que esos valores se pongan en acción, colonicen el discurso y la práctica cotidiana, política y mediática a un nivel explícito novedoso? Pensar el autoritarismo implica atender muy especialmente a los sistemas morales en acción, sus formas de imaginar, desear y producir relaciones sociales en sus propios términos y no remitirlos a causas externas como el “Estado”, el “sistema político” o los “medios”. Tal vez cada uno de esos actos no sea una reacción automática anti-derechos sociales, anti-derechos de género, anti-progresismo. Lo es en un nivel evidente, pero sus causas no se explican por una metafísica ideológica conservadora históricamente opuesta a la emancipación y la libertad. En todo caso, un análisis de esas manifestaciones puede señalar la presencia del sentimiento anti-progresismo, anti-igualdad de género, anti-feminismo, anti-pobres, anti-negros; sin embargo, ello no explica, por qué ahora, por qué en esta intensidad, por qué produce adhesión en personas que no son ideólogos conservadores y que hace sólo algunos años podrían haber apoyado causas contrarias. Las escenas del neo-autoritarismo cotidiano son ritualizaciones de un modo muy contemporáneo de sentirse ofendido. Son parte de una relación moral situada, heredera de la historia reciente y de sus modos de subjetivación. El anti-progresismo es resultado de un sentimiento de frustración que es consecuencia de una ofensa moral. Pero ¿cuáles son los valores que se sienten ofendidos para producir ese enojo?

Nuestra hipótesis es que justamente el individualismo hedonista es la base de esa ofensa moral. Quien se ve ofendido, se siente vulnerado y reacciona pidiendo orden. Ese fue, por ejemplo, el análisis clásico del concepto de “pánico moral”; es decir, una economía de valores que se siente ofendida por una situación novedosa, vivida como amenaza. El paradigma de ese análisis fue llevado a cabo por Cohen (1980), al describir la paranoia social y mediática frente a la “violencia juvenil”, que la mirada conservadora de la cultura dominante británica de la década de 1960 identificaba con nuevos estilos de vida juveniles. El pánico moral se basa entonces, en una ofensa que proyecta la causa de la amenaza en diferentes factores imaginarios: los jóvenes y el comunismo, en el modelo clásico; o la ideología de género y el populismo hoy. Pero esa ofensa es el agravio de un modelo moral que, si en la década de 1960 podía asociarse con los valores tradicionales, hoy parecería estar más cerca de los principios del desarrollo personal y el despliegue del yo. Esa es una de las versiones de la moral individualista que se consolidó con la promoción de una cultura del consumo, como parte de un proceso más amplio de las últimas décadas y que se vio exacerbada por los gobiernos “progresistas”.

Al mismo tiempo, esa moral es heredera de los nuevos hedonismos y nuevas formas de cuidado de uno mismo. Es posible que el individualismo ganado a costa de políticas de desarrollo y consumo interno sea un artefacto ambivalente. Por un lado, es el fundamento moral de los valores de autonomía que moviliza el igualitarismo emancipatorio. Por otro, el que consolida una moral del derecho propio y que se siente ofendida por promesas incumplidas de autonomía y empoderamiento por el estancamiento económico, la corrupción y la inseguridad cotidiana. Es factible conjeturar que la crisis, la corrupción y la violencia cotidiana no son nuevas, pero no siempre estuvieron confrontadas con subjetividades fraguadas por el individualismo de mercado cultivado en las últimas décadas. Mirar el conservadurismo contemporáneo más allá de ideologías galvanizadas y organizaciones institucionales nos permite localizar esos procesos en el marco más general del individualismo contemporáneo y desmarcar a las nuevas derechas de la imagen clásica y unidimensional anclada con la jerarquía y la tradición.

Al mismo tiempo, la economía moral de una ofensa que genera pánico moral contra la igualdad de género, el populismo y el supuesto caos producido por políticas distributivas, nos permite identificar un contexto muy específico de tensión y frustración por la imposibilidad de cumplir las expectativas de despliegue de los valores de un individualismo hedonista. Para el caso brasilero, Pinheiro Machado y Mury Scalco (2018) mostraron los apoyos juveniles a Bolsonaro en sectores populares de Porto Alegre a partir de un análisis sobre los estilos de vida centrados en un yo estetizado, que era consecuencia del contexto de ampliación del consumo promovido por los gobiernos del Partido de los Trabajadores (PT). Lo interesante de su análisis es que muestran el sentimiento de frustración y de ofensa moral como la base de una opción anti-sistema entre jóvenes que no eran fascistas convencidos y quienes incluso habían apoyado al PT en el pasado. En un sentido similar, entendemos que es ese individualismo la base de la ofensa moral que lleva a un giro conservador y al desarrollo de pánicos morales contra el “progresismo”.

(*) Nicolás Viotti (Conicet, IDAES, UNSAM): “El individualismo autoritario” (Revista Latinoamericana de sociología, política y cultura, 2020).

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