Por Roberto Fernández Blanco.-

Antes de remitirme al pie a la especie de súplica que escribí en 1983, titulada Libertad- La Punta del Ovillo, incorporada en mi librito Hacia El Uso de La Razón (1986), quiero sintetizar la siguiente reflexión:

Hitler fue una sola persona y no fue él el culpable que condujo a las consecuencias del nazismo (nacional socialismo). Lo fueron los millones de idiotizados imbéciles que lo apoyaron.

Hoy tampoco lo es el Zar Putin sino los miles que dócil y sumisamente cumplen sus destructivas órdenes, asesinando a sus hermanos ucranianos y destruyendo sus ciudades.

Sorprende que a esta altura de la civilización, estadistas y militares de ese gran país que es Rusia, acaten y ejecuten ciegamente tamaño acto criminal, emocionalmente incapacitados de plantearse y sostener una convivencia pacífica, armoniosa y productiva con sus vecinos países del continente europeo.

Rusia necesita de un salto evolutivo que le permita desprenderse de esa dependencia de sistemas autoritarios propias de la naturaleza del socialismo político con su inherente carácter despótico centralizador y concentrador del poder que perpetúa a sus tiranos y sus consecuencias.

Del socialismo económico poco va quedando en la Rusia actual, salvo sus derivas mafiosas.

En tanto los déspotas del mundo -y sus cómplices- buscan preservar sus privilegios, en el pueblo ruso ya están dadas (encorsetadas por el sistema) las condiciones para el suave estallido de una revolución liberal.

Quizás los aromas del levantamiento húngaro de 1956 y de la primavera de Praga de 1968 estén perfumando las mentes de una nueva generación rusa que suplante a la anquilosada gerontocracia.

*LIBERTAD (La Punta del Ovillo- 1983). Dije entonces:

Vivo, desde mis primeros pasos, en un mundo hoyado de trincheras ideológicas.

Desde un tiempo en el que el nazismo y el fascismo ascendían a la “gloria delirante” para terminar luego desbarrancándose en la más absoluta derrota y universal repudio.

El comunismo, más una larga ristra de dictaduras regionales, muchas de ellas sostenidas por “paladines” de la libertad, sustituyen aquella locura por otras nuevas.

¿Nuevas? ¿Es que en algo se distinguen entre sí los autoritarismos?

Quizás -y a lo sumo- en el grado de su brutalidad.

Desde siempre, pertenecer a alguna trinchera ideológica ha implicado la comodidad de tener un lugar de pertenencia, una forma de no quedarse solo.

Pertenecer a la trinchera reinante puede resultar (temporariamente) ventajoso. Pertenecer a la no reinante puede ser riesgoso.

Pero no pertenecer a ninguna tratando de ser un libre pensador que hace oír su opinión, parece ser la posición más desventajosa, difícil y riesgosa.

El libre pensador al no estar condicionado por incondicionalidad alguna, termina siendo un “amigo de nadie”, un enemigo de todos, un paria, un inadaptado con el que no se negocia pues solo representa una idea y al que no vale la pena escuchar. Un ser sujeto a la prevención, a la desconfianza y a la petulante indulgencia de muchos.

Por su parte las tétricas declamatorias de todos los tipos de autoritarismos han sido las culpables de convertir en enemigos a los amigos y hermanos, transformando afectos sinceros en brutal hostilidad y paraísos en desoladores infiernos.

Por razones (¿razones?) ideológicas se han elaborado tácticas y estrategias de muerte, de crímenes y guerras.

Fantasías delirantes que, pretendiendo sembrar amor y progreso, imponen cosechas de dolor y luto, de odio y destrucción.

Emociones perversas y desbordados fanatismos incapaces de detenerse en su furia devastadora.

¿Cómo explicarse tanta continuidad de barbarie?

¿Cómo entender -sino a través de un estado colectivo de enajenación mental- el que arrogantes líderes (¿líderes?) puedan alcanzar tan absurdo poder de adhesión y reclutamiento de muchos para ejecutar tan atroz sometimiento de todos, tanto que -para colmo de absurdos- incluye a esos muchos?

¿Qué enorme patología generalizada puede llevar a dilapidar tan torpemente algo tan fugaz e irrecuperable como lo es la propia vida, entregándola al servicio de esa barbarie?

¿Cómo es que los muchos no toman conciencia de su condición de marionetas manipuladas por unos poquísimos que huirían despavoridos – o quedarían sus cuerpos convertidos en alfombras pisoteadas- con solo el pueblo salir de sus trincheras de locura para caminar unidos en contra de aquellos?

Este común denominador de comportamiento solo puede explicarse por un condicionamiento interno, contenido y embebido en la raíz de nuestras personalidades, una esencia coincidente en el carácter de cada persona, un paquete sellado de “principios (dogmas) y categorías de conducta” que obnubilan toda visión y dan específica forma al bagaje de motivaciones e impulsos subyacentes en cada persona sometiendo la capacidad de albedrío a la dependencia de un ente rector que se convierte en imprescindible. (Esta epidemia no excluye al líder, el que, al sumirse como el elegido y el depositario de la verdad y arrogarse ese espacio de poder que la comunidad subyugada le cede, no hace más que convalidar su propio y coincidente grado de locura).

Son estas cargas las que conforman la particularísima estructura de comportamiento automático y de reflejos condicionados que caracteriza a nuestras comunidades sumergidas en autoritarismos. Somos la consecuencia del cotidiano adoctrinamiento impuesto por la tradición cultural y las costumbres vigentes.

Poco puede esperarse de un pensamiento forzado a depender de tan rígido corsé de mandatos y prohibiciones.

¿Cómo reaccionar? ¿Cómo salir de estas tinieblas?

Encontrar el camino de la razón implica una ardua tarea de depuración mental, un duro trabajo individual, una batalla estrictamente personal contra toda forma internalizada de autoritarismo, llámese dogma, prejuicio, creencia o principio irreflexivo, convertidos -por adoctrinamiento cultural- en irracionales “convencimientos y/o compromisos”.

Se trata de hacer despertar la capacidad anestesiada de nuestro consciente reflexivo para invadir -con método y razón científicos- ese reducto sometido del inconsciente.

Se trata de la libertad, de la libertad mental, del despojamiento de los condicionamientos y adhesiones emocionales que desvían y acomodan -a conveniencia de lo irracional- los argumentos con los que nos explicamos lo que “es” o lo que “debe” hacerse.

Es necesario comprender en nuestro interior (no en el de los demás) la diferencia entre el pensamiento libre y el pensamiento esclavizado y -en consecuencia- animarse a atravesar la tempestad hacia la luz, lo que sabiamente observó Arthur Koestler como la “inevitable neurosis de todo libre pensador”.

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