Por Eduardo Goligorsky (Libertad Digital).-

Europa está, una vez más, en el banquillo de los acusados. Su culpabilidad está probada de antemano. Su pasado la hace sospechosa de las peores transgresiones y su presente parece justificar la condena implacable. ¿Su crimen más reciente? Cerrar sus fronteras a los cientos de miles de seres humanos que huyen de las matanzas y las hambrunas que devastan África y provocar, con su insensibilidad, que muchos de ellos encuentren su tumba en el mar. «En el Mediterráneo tenemos cifras de muertos propias de una guerra», afirmó el presidente de Sicilia (LV, 27/4).

¿Es verídico el relato?

La historia, así contada, debería poner a todo hombre civilizado en estado de alerta para salvaguardar la vida y los derechos de tantos desvalidos. Europa, claman los autoerigidos en justicieros, es incorregible. Pero… ¿Pero es verídico el relato? ¿Quiénes son los guardianes de la virtud, siempre parapetados en barrios adonde no llega ni el runrún de los inmigrantes? Y, sobre todo, ¿qué alternativas proponen para aliviar esos males y salvar esas vidas?

Michel Wieviorka no da tregua («Una vergüenza para Europa», LV, 14/5):

Con ocasión de la cumbre de Bruselas del 23 de abril, lo más importante para los reunidos jefes de Estado y de Gobierno, de todas las tendencias, no fue salvar vidas humanas, sino desalentar a los posibles candidatos a la emigración, revisando y potenciando en todo caso la política de vigilancia. (…) Y antes de preocuparse por encarnar los valores más elevados de la civilización, las autoridades e instancias europeas se esfuerzan, ante todo, por encontrar el modelo económico más conforme a los intereses, si no de todos los países, al menos de los más poderosos. (…) Las fuerzas del repliegue y el egoísmo, como las del miedo y del odio, tienen el viento de popa y ejercen una influencia decisiva sobre la acción de los dirigentes políticos. Ya es hora de que a escala europea se reabra el espacio de la solidaridad humana y de los valores morales que nos gusta invocar.

Al recibir el Premio Cervantes, el santón de la progresía multicultural y privilegiado vecino de Marrakech y París Juan Goytisolo imaginó a don Quijote (LV, 24/4) al pie de las verjas de Ceuta y Melilla que él toma por encantados castillos con puentes levadizos y torres almenadas socorriendo a unos inmigrantes cuyo único crimen es su instinto de vida y el ansia de libertad.

Tampoco podía faltar el ex juez Baltasar Garzón, funcionario de la satrapía argentina con un sueldo de 6.343 euros (La Nación, Buenos Aires, 14/10/2014), quien, desentendiéndose de la misteriosa muerte del fiscal Alberto Nisman y de la ofensiva de su ama Cristina Fernández de Kirchner contra el Poder Judicial independiente, encontró tiempo para amonestar desde el púlpito de El País (22/5):

[Nuestro deber es tomar] conciencia de que nuestro modus vivendi es causa, al menos parcial, de la miseria de terceros, donde nuestras empresas y gobiernos actúan con criterios de eficiencia económica y olvido de derechos humanos.

Oligopolio mafioso

Mientras estos apóstoles del buenismo nos flagelan con sus filípicas, los representantes de la Unión Europea anuncian medidas contra las mafias que trafican con seres humanos y establecen cuotas para distribuir a los refugiados entre los países miembros. Dos iniciativas frustradas desde el vamos. Las mafias actúan principalmente desde Libia, un Estado fallido donde dos conglomerados tribales y religiosos antagónicos se niegan a colaborar en la operación de limpieza. ¿Cómo habrían de colaborar si ellos son los socios mayoritarios del lucrativo oligopolio mafioso? En cuanto a las cuotas, los Gobiernos no se ponen de acuerdo sobre su magnitud y tampoco sobre el criterio para diferenciar a los asilados políticos potenciales de los emigrados económicos.

Los debates pomposos están impregnados de solemne hipocresía, porque quienes intervienen en ellos son los primeros convencidos de que se trata de una de las muchas tragedias humanas que carecen de solución. Y además tienen plena conciencia de algo que los apóstoles del buenismo ignoran, o fingen ignorar, para no perjudicar su imagen misericordiosa: saben, los responsables de la seguridad europea, que detrás de esta corriente migratoria se ocultan nuevas etapas de una guerra sin cuartel. Denuncia Rafael Jorba («Primaveras marchitas», LV, 15/4): En medio [de la guerra civil en Libia], el yihadismo campa a sus anchas: desde los miembros de Al Qaeda en el Magreb Islámico (AQMI) huidos de Mali y otras zonas del Sahel hasta los yihadistas del Estado Islámico (EI), que han decidido asentar en la costa su mayor base de operaciones fuera del califato sirio-iraquí. No es de extrañar que Libia se haya convertido, según Le Monde (18-IV-2015), en una bomba migratoria: «El caos que reina a lo largo de la costa de Tripolitania, donde se concentra la mayor parte de las salidas desde el norte de África, evidencia de manera clara el desafío migratorio que plantea ahora a Europa una Libia convertida en Estado fallido». Desde esta óptica, los analistas advierten del riesgo de que los grupos yihadistas se alíen con las mafias locales que trafican con seres humanos. «Hay una estrategia de los yihadistas de utilizar a los inmigrantes para desestabilizar Europa. Trabajan a largo plazo».

Racistas antieuropeos

Este conflicto también puede ayudarnos a desmontar la leyenda negra que atribuye todos los males del mundo al colonialismo europeo y a la pretensión de imponer la supremacía del hombre blanco. La naturaleza humana es mucho más compleja de lo que nos quieren hacer creer los racistas antieuropeos y antiblancos. Se pregunta Walter Laqueur (LV, 3/5):

¿Qué pasa con los refugiados musulmanes que lanzaron a los pasajeros cristianos de África occidental por la borda para crear más espacio o simplemente porque les odian?

Nuestros intelectuales solidarios también deberían haber tomado partido por unos negros víctimas de otros negros victimarios cuando el ejército de Sudáfrica recibió la orden de intervenir para proteger a los inmigrantes de Zimbabue, Mozambique y Malaui porque los nativos atacaron sus comercios y viviendas, con un saldo de siete muertos y 5.000 personas que abandonaron sus hogares (LV, 22/4). Y deberían, asimismo, preocuparse por la suerte de los seis mil refugiados de la etnia musulmana rohingyá que, expulsados de Birmania y Bangladesh por esos pacifistas modélicos que dicen ser los budistas, navegaban a la deriva cerca de las costas de Malasia, Indonesia y Tailandia, sin agua ni víveres (LV, 18/5). La prensa no ha vuelto a ocuparse de ellos. Y nuestros progres tampoco.

Fruto de las revoluciones

El tema de la inmigración clandestina, con sus secuelas de muerte y desamparo, es peliagudo y no admite dilemas simplistas o maniqueístas como los que se atreve a enunciar Josep Ramoneda en «El peaje de la muerte» (El País, 21/4):

¿Qué es Europa? ¿Es una fortaleza que se cree privilegiada y es capaz de imponer un peaje que puede llevar a la muerte?

¿Acaso nuestros pensadores ilustres confraternizarán con los sobrevivientes y explicarán cómo garantizarles trabajo, alimentación y vivienda? Más solemne hipocresía.

Me impresionó en cambio, por su claridad y precisión, el texto de una carta de lector que apareció firmada por Leo Stöber Aublet (LV, 19/5), en respuesta al artículo arriba citado de Michel Wieviorka:

Me parece que la mayoría de los europeos no han olvidado esos principios que echa en falta el articulista, sino que no saben cómo afrontar un problema que no se reduce a «unas decenas de miles de inmigrantes», como sugiere, sino a millones de desesperados.

Creo, sinceramente, que la inmensa mayoría de los europeos no precisamos grandilocuentes recordatorios, sino sugerencias de aplicación práctica, pues sobre eso el articulista queda mudo. No nos explica el estatuto de esos inmigrantes una vez Europa los hubiera acogido. ¿Tendrán permiso de trabajo o se les abandona a buscarse alimentos en los contenedores o en el mundo del delito? ¿Tendrán derecho a la Seguridad Social cuando enfermen? ¿Podrán competir en los escuálidos mercados de trabajo europeos? ¿Dónde hay que alojarlos? Agitar la porra dialéctica basándose en principios queda muy bien, pero no aporta nada sino todo lo contrario.

Mientras los laboratorios de ideas no produzcan una fórmula mágica para regenerar los enclaves dictatoriales de África y Oriente Medio convirtiéndolos en países civilizados, la migración hacia Europa continuará creciendo aunque esté jalonada de obstáculos mortales. Un Plan Marshall para el continente africano crearía riqueza y puestos de trabajo si allí no hubiera tantos depredadores usufructuando el poder. Vaya paradoja: estos crápulas autóctonos son fruto de las revoluciones contra el colonialismo europeo.

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