Por Hernán Andrés Kruse.-

En su edición del 12 de noviembre Clarín publicó un artículo de Rodolfo Terragno titulado “El peligro de la antipolítica”. Vale la pena leerlo porque el autor es un dirigente político muy inteligente, que escribe muy bien y que siempre efectúa análisis políticos sagaces y profundos.

Luego de recordar el momento en que el entonces presidente Raúl Alfonsín le ofreció, como independiente, ser parte de su gobierno, se adentra en el tema central de su nota: la política y la amenaza de la antipolítica. Como sentenció Winston Churchill la democracia es un régimen político muy defectuoso, pero es el mejor que el hombre ha inventado hasta el momento. Sólo en democracia el pueblo elige a sus gobernantes y los premia o castiga según su real saber y entender. Es cierto que en reiteradas oportunidades elige a los peores pero tiene en sus manos la posibilidad de enmendar sus yerros.

¿Por qué a veces el pueblo elige a los peores? Porque vota con la emoción y no con la razón. Cuando ello acontece “se multiplica el riesgo de error”, como bien señala Terragno. Cuando el pueblo vota por devoción o por odio emerge esa forma de gobierno a la que García Venturini denominó “kakistocracia”, el gobierno de los peores. En esos momentos de incertidumbre, agobio y desasosiego, los pueblos tienden a dejarse influir por las campañas antipolítica. De repente surge un salvador, un Mesías que embiste con fiereza contra la casta política, a la que acusa de ser la responsable de todas las desgracias y sinsabores.

Ninguna democracia, por más desarrollada que sea, está exenta de sufrir los embates de la antipolítica. Ahí está el caso de Donald Trump, un outsider que levantó la bandera del orgullo estadounidense para ser presidente del país más relevante del mundo. El magnate les hizo creer a millones de estadounidenses que el país estaba en manos de un establishment sólo interesado en preservar sus intereses. En estos momentos, señala Terragno, Trump está sometido a 19 procesos. Sin embargo, sigue cautivando a gran parte del pueblo. En consecuencia, no sería extraño que retorne a la Casa Blanca.

Para Terragno “el arma de la antipolítica es la generalización. Suele basarse en hechos reales (por ejemplo, en la corrupción de una o varias personalidades) y presentarlos como prueba del comportamiento de la totalidad de los políticos. Como diría Meloni, de la casta entera. Es la historia de los aviones. El que se cae es noticia, los que llegan no. A nadie le interesa, por ejemplo, que ayer llegaron 22 vuelos a Ezeiza. El político corrupto es el avión que cae, y los políticos honestos son los ignorados aviones que llegan. Es cierto que en política se caen demasiados aviones. Pero en la Cámara de Diputados y en el Senado yo fui testigo del intenso trabajo y la honestidad de una mayoría de legisladores que jamás saldrán en los diarios. Por otro lado, he conocido muy escasos outsiders con esa capacidad y condición. Como periodista, constaté su incompetencia y desenfreno. La providencia nunca supera a la democracia, y ésta-bien o mal-depende de la política”.

Por supuesto que la democracia depende de la política. Lo que sucede es que a veces impera la buena política y otras veces impera la mala política. El surgimiento del Mesías, del salvador de la patria, es la lógica consecuencia del imperio de la mala política. Ahora bien, cuando un pueblo se enamora de un outsider que promete acabar con la casta política, está haciendo política, está contraponiendo su política a la mala política imperante. A mi entender, no existe la antipolítica. Javier Milei, por ejemplo, es un ejemplo elocuente de un outsider que pretende llegar a la Casa Rosada para terminar con décadas de postración y estancamiento. Su táctica consiste en presentarse como la anticasta, como el remedio que terminará con la enfermedad del populismo. Hace política. Y lo hace al más alto nivel. Milei no arremete contra la política sino contra una forma de hacer política, la populista. Milei hace política libertaria. Muchos la abrazan con fervor y muchos la aborrecen con igual fervor. Pero se trata de una forma de hacer política, no de antipolítica. No existe la antipolítica. Porque sin política el hombre se transforma, como sentenció Aristóteles, en un salvaje o en un Dios. La antipolítica no es otra cosa, en definitiva, que una forma de hacer política.

A continuación paso a transcribir partes de un ensayo de Marcos Hernández Carballido (Universidad de la República-Uruguay-2023) titulado “¿Qué es la antipolítica?”

“En la discusión pública, resulta tentador llamar antipolítica a cualquier expresión política que se pretenda descalificar (desde una perspectiva que reivindique la política y lo político, claro está): el autoritarismo, la tecnocracia, el populismo, el anarquismo o incluso el consensualismo, lo que, de hecho, ha sido argumentado en la academia, asemejando la antipolítica a cualquier desconfianza para con la democracia representativa liberal (Wood, 2022). La hegemonía cultural de la democracia (Held, 1997, p. 23) puede inclinarnos a definir la antipolítica como sinónimo de antidemocracia. Y es que, de acuerdo con Mouffe, en la discusión sobre lo político, precisamente, es la democracia lo que está en juego (Mouffe, 2007, p. 16), aun cuando parece innegable que, pese a todas las críticas, no hay forma mejor para ocuparnos de los problemas de la polis y los conflictos inherentes a la pluralidad. En el ámbito latinoamericano, uno de los trabajos más interesantes sobre la antipolítica es el de Romano y Díaz Parra (2018).

Estos autores hablan de «estrategias antipolíticas» duras y blandas: las primeras son ejemplificadas con las dictaduras militares y la acción paramilitar en el continente, que opera un vaciamiento de lo político a través de la eliminación física de los rivales políticos; las segundas son las estrategias políticas neoliberales que surgen a partir de los años noventa (la política espectáculo, la privatización y la delegación de las políticas sociales hacia las ong; Romano y Díaz Parra, 2018, p. 21). De acuerdo con los autores, ambas tienen en común la finalidad de eliminar las amenazas a los «intereses dominantes» (Romano y Díaz Parra, 2018, p. 41). Los autores proponen una definición de antipolítica a los efectos de su trabajo: «el proceso de vaciamiento del contenido político de las instituciones públicas y de la sociedad en su conjunto» (Romano y Díaz Parra, 2018, p. 29). Asimismo, consideran que lo político requiere de un proyecto utópico, alternativo al statu quo; la antipolítica supone la represión de dicha posibilidad (Romano y Díaz Parra, 2018, p. 39).

De esta conceptualización resulta especialmente interesante el componente de violencia que caracterizaría a la antipolítica. En su fase dura, la violencia es explícita —ejemplificada con las dictaduras latinoamericanas (Romano y Díaz Parra, 2018, pp. 40 y ss.)—, mientras en su fase blanda, mucho más sutil e indirecta, la violencia física es reemplazada por otras estrategias. Los autores destacan entre las estrategias antipolíticas blandas «la empresarialización del Estado, la externalización de las funciones sociales a través de las ong, la transformación de los procesos electorales en un espectáculo mediático y la judicialización de la política» (Romano y Díaz Parra, 2018, p. 44). Como se dijo, esta conceptualización —la antipolítica blanda— es pasible de algunas críticas, en tanto estas formas de gestión, las políticas y las estrategias no pueden escapar a la política.

Sin embargo, la antipolítica dura que describen estos autores aporta elementos interesantes para una posible definición en la que el componente de violencia es especialmente relevante; se trata de la eliminación del adversario político. En el ámbito anglosajón, Berveridge y Featherstone (2021) reseñan algunos usos del término desde fines del siglo pasado (antipolitic) entre los que se destaca la vinculación con el concepto de despolitización (depoliticization). En este sentido, la relación entre antipolítica y autoritarismo podría rastrearse en la tendencia al descontento para con la política tanto como para con la democracia, interpretado como dos caras de una misma moneda. En sociedades regidas por democracias representativas liberales, la desafección política expresa el malestar con la política democrática (y quizá, también, en el fondo, aunque dicha interpretación no es la más difundida, con el orden liberal económico).

En su propia conceptualización del término, los autores parecen asimilarlo —o, al menos, aplicarlo— a fenómenos que podrían caracterizarse como derechas radicales —tal es el caso de las presidencias de Bolsonaro y de Trump— o populismos de derecha (Berveridge y Featherstone, 2021). Sin embargo, es discutible si un fenómeno de dichas características se opone a la política —y a lo político— o es, en rigor, parte del juego político, paradoja que invariablemente advierten los analistas y que se resume en la expresión de Fair (2012): «la política antipolítica». Berveridge y Featherstone (2021) plantean, entonces, abordar la antipolítica en dos dimensiones: con relación a las formas de política y a los espacios de política. La antipolítica se presenta entonces como la oposición, o bien a las formas de política, o bien la creación de espacios de política alternativos.

En ambos casos, supone una oposición hacia la configuración estándar de la política, pero no puede soslayarse que estas nuevas formas y espacios no dejan de ser fuerzas que luchan, en términos bourdieuanos, en el campo político (no necesariamente contra el campo político); formas y espacios alternativos, diferentes, acaso contrapolíticos (a semejanza de Rosanvallon, 2007, en un sentido análogo al de contracultura, como una corriente alternativa al mainstream), pero no anti. Los autores afirman que el rol político de la antipolítica es (re)ordenar lo político. En este sentido, se acercan a la visión de Fair (2012) —«el discurso político de la antipolítica»—, así como a la de Romano y Díaz Parra (2018), en cuanto a las estrategias antipolíticas blandas, y a otras visiones que emparentan la antipolítica con algunas formas de hacer política (lógicas, estrategias, estilos o prácticas como la tecnocracia o el populismo, cuyo objetivo no es destruir la política, sino redefinir lo político).

Por ello, no parece adecuada la expresión antipolítica para su conceptualización; no se trata de la destrucción del juego de la política, sino de una modificación de sus contenidos. Son prácticas políticas que pretenden redefinir lo político, participando de la política, más que redefinir o erradicar la política, lo cual es notado por el propio Fair en el declive de lo político con la preeminencia de discursos tecnocráticos (2012, p. 3), así como por Romano y Díaz Parra (2018, p. 29) cuando se refieren al vaciamiento del contenido político. Otras interpretaciones en nuestro continente también parecen asimilar la antipolítica a la desafección, el desinterés por la política, la despolitización (Freibrum, 2021). Como dice Freibrum (2021): «Si la sensibilidad antipolítica no expresa inevitablemente un pensamiento de derecha, lo cierto es que los discursos de las fuerzas políticas que ocupan ese lugar la utilizan de un modo eficiente, generando identificación».

Si, por un lado, antipolítica se asocia a las nuevas derechas y, por otro lado, también denomina una actitud refractaria a la política —apolítica, podríamos decir—, aún resta saber por qué son las derechas —una opción política, entre otras— las que sacan partido del descontento. El desgaste de los gobiernos progresistas de las primeras décadas del presente siglo en América Latina puede tener algo que decir, pero no alcanza para explicar por qué el malestar no encuentra expresiones en el extremo izquierdo del espectro ideológico tendientes a la radicalización de la democracia. En este sentido, Berveridge y Featherstone (2021) proponen visualizar la antipolítica como el (re)surgimiento de formas contestatarias y subalternas de hacer política, ya no solo patrimonio de la izquierda. Esto condice con el uso peyorativo del término en algunos ámbitos”.

UNA PROPUESTA DE CONCEPTUALIZACIÓN

“De la bibliografía revisada surgen diferentes usos del concepto de antipolítica en los que se identifican, en particular, algunos rasgos destacables: en primer lugar, la dificultad para calificar como antipolíticos algunos elementos que parecen ser parte de la política; en segundo lugar, la asociación de la antipolítica con las derechas (¿es posible una antipolítica de izquierdas?), y en tercer lugar, vinculación del término con formas, estrategias o prácticas (anti)políticas que se valen de la violencia o amenazan con su utilización. Teniendo en cuenta estos elementos, se propondrá una conceptualización de la antipolítica capaz de salvar los obstáculos que se presentan. Para ello, primero se propone acordar una conceptualización de la política y lo político ante la cual contraponer la definición de antipolítica; luego se argumentan las implicancias de la conceptualización propuesta, mostrando algunos ejemplos. Sucintamente, a partir de las ideas de Chantal Mouffe sobre la política y lo político, la antipolítica podría entenderse como la postura opuesta a las instituciones y a las prácticas que organizan la convivencia en el marco de la pluralidad y la conflictividad.

Desde esta perspectiva, y admitiendo expresamente la finalidad deseable de una coexistencia pacífica, se sigue que estas instituciones y prácticas, no restringidas al ámbito estatal —política en el sentido más amplio—, deben evitar el extremo del combate y la eliminación física como respuesta al conflicto. La política democrática, en la visión de Mouffe, no consiste en superar el antagonismo —objetivo imposible—, sino en plantearlo en términos compatibles con el pluralismo, evitando el antagonismo extremo. Pese a la pluralidad de democracias, podría decirse que, en general, cualquier posicionamiento que implique un retroceso en términos democráticos —desde la política/espectáculo hasta el terrorismo— tiene cierto carácter antipolítico, en tanto implica un menoscabo a las instituciones y prácticas que organizan la convivencia.

Sin embargo, no todas estas posturas tienen la potencialidad de alcanzar el extremo de radicalizar el conflicto al punto en que la eliminación del otro es una posibilidad; esta es la verdadera antipolítica, según la definición propuesta. La oposición, entonces, a estas instituciones y prácticas es antipolítica. Pero también lo es, fundamentalmente, cualquier postura que, sin atacarlas expresamente, habilite el pasaje al antagonismo en la lógica bélica de amigo enemigo. En este sentido, la incitación a la violencia y los discursos de odio son la principal arma antipolítica, en tanto promueven la identificación del otro como un enemigo a destruir. La difusión de discursos de odio —muchas veces, vinculados a los populismos de ultra derecha— desde el rol parlamentario constituye una actitud antipolítica, aunque se despliegue en el marco de una institución política democrática. Estas estrategias emplean los recursos propios de la política en contra de la política, esto es, atentando contra el objetivo de favorecer la convivencia pacífica en el marco de sociedades plurales.

Tales discursos, indudablemente, pueden afectar el funcionamiento de las instituciones democráticas cuando el antagonismo pasa de latente a manifiesto, o derivar incluso en golpes de Estado, sean «blandos» o tradicionales —la antipolítica «dura» que describen Romano y Díaz Parra— y otras formas de atentado contra las instituciones o contra la vida de sus representantes (en los últimos tiempos hemos visto episodios de estas características en nuestro continente). Algunos ejemplos de estos fenómenos violentos fomentados por discursos antipolíticos —aunque no sean estos el único factor causal— pueden ser el asalto a las sedes de los tres poderes de Brasil por seguidores de Bolsonaro el 8 de enero de 2023 o el atentado contra Cristina Fernández el 1.º de setiembre de 2022, en Argentina. En ambas situaciones es posible afirmar que una ofensiva antipolítica, discursiva, contribuyó a desencadenar episodios de violencia política de extrema gravedad, creando un clima político propiciatorio, donde la violencia pudo llegar al extremo de la eliminación física. No hace falta argumentar por qué estos episodios suponen una afrenta a la democracia, a las instituciones políticas y a la convivencia pacífica.

De acuerdo con Mouffe, en una democracia, los adversarios luchan en el marco de un conjunto de reglas compartidas y aceptadas, admitiendo que las diferentes posturas, aunque irreconciliables, son legítimas (Mouffe, 2007, p. 58). Esto implica reconocer al otro como un igual, y en tanto persona, sujeto de derechos inherentes a la personalidad humana. Los discursos de odio resultan ilegítimos desde que no consideran al otro una persona, un igual, sino un enemigo, rompiendo así las reglas aceptadas por la comunidad política (cuya conservación, en buena medida, depende de su respeto como garantía del respeto mutuo entre los integrantes de la comunidad, sin la cual esta no puede existir). Una comunidad que tolera los discursos de odio bien podría ser una comunidad antipolítica, donde los conflictos se plantean en términos antagónicos y la eliminación del otro es una posibilidad real, legitimada y admitida por los individuos, caso en el cual, en rigor, ya no cabe hablar de comunidad, puesto que habrá al menos dos bandos antagónicos.

Ahora bien, es necesario deslindar algunas formas, prácticas o estrategias políticas que, a partir de esta conceptualización, y a contrario del uso que se ha hecho del término en la bibliografía, no necesariamente deben ser calificadas como antipolíticas. Como se mencionó al exponer las ideas de Berveridge y Featherston, los discursos, las lógicas, las prácticas o estrategias políticas tecnocráticas, gerencialistas o populistas, no necesariamente erradican el conflicto adversarial; no conducen necesariamente a la pospolítica ni al antagonismo extremo, pero sí pretenden reconfigurar lo político y, en ocasiones, la política. También es posible que estas estrategias causen eventualmente el desinterés de las personas por la política (despolitización), pero no se trata de prácticas antipolíticas. Son simplemente estilos, estrategias, dinámicas, prácticas o formas de hacer política, y, por ende, calificarlas como antipolíticas supone una contradicción. Participan del juego y no pretenden destruirlo.

A partir de esta conceptualización de la antipolítica es posible excluir de la definición algunas prácticas y estrategias que no necesariamente conducen a la radicalización violenta del conflicto, como se ha dicho, o que no pretenden eliminar al adversario; formas de hacer política que importan la participación en el campo político, con el objetivo de redefinir lo político, pero sin redefinir la política (mucho menos, disolverla en un conflicto antagónico explícito, es decir, una confrontación violenta). La dificultad para caracterizar la antipolítica radica en la paradoja largamente señalada: «la política de la antipolítica». Tanto el populismo como el neoliberalismo, así como también otras doctrinas, implican la participación en el campo político y no necesariamente pretenden una reconfiguración radical del campo al punto de su destrucción —verdadero objetivo antipolítico— ni buscan la eliminación del adversario.

En este sentido, neoliberalismo, tecnocracia y populismos —de izquierda o derecha— no serían, en principio, ejemplos de antipolítica. Ello, porque no pretenden, en principio, radicalizar el conflicto político al punto de volverlo violento, ni utilizan —también en principio— la violencia como un medio para fines políticos, ni promueven necesariamente la eliminación del adversario, ni se caracterizan por pretender destruir la política; al contrario, participan de ella, siguiendo las reglas del juego. Si bien a veces se establecen relaciones entre estos términos, particularmente en la discusión pública, el riesgo radica en tachar de antipolítica cualquier forma política que se pretenda descalificar, o caer en la paradoja señalada.

Por ello, resulta importante elaborar una conceptualización teórica sólida si se pretende utilizar el concepto con precisión. En cierto sentido, sin embargo, es imposible escapar de la política (y también de lo político); cualquier ataque a la política como actividad es una actividad, en mayor o menor medida, política, pues implica tomar parte en la disputa, salvo que ese ataque se valga de medios ilegítimos —de nuevo, en términos bourdieuanos— ajenos a las reglas del campo político, caso en el que se trata de una actividad antipolítica.

El ataque a lo político puede no ser una actitud antipolítica per se. Por ejemplo, cuando se intenta sustraer un tema del debate público aduciendo que se trata de una cuestión técnica; dicha estrategia puede calificarse como despolitización, pero no como antipolítica. Este ejemplo es trasladable a algunas de las situaciones que suelen catalogarse como «judicialización de la política»; a diferencia del lawfare, entendido como la guerra jurídica —su fin es eliminar a un adversario, por ejemplo, a través del castigo penal—, la política se judicializa cuando un asunto político es planteado como una discusión técnico jurídica a ser resuelta por los órganos de justicia (un ejemplo puede ser la discusión sobre la constitucionalidad o no de una ley, planteada por un actor político en oposición a los intereses de otro).

Dicho de otra forma, distinguir la antipolítica de prácticas y lógicas políticas «no convencionales» implica distinguir a quienes quieren «cambiar las reglas de juego» del campo político de quienes quieren destruir el juego y a los jugadores. Esto no implica tachar de antipolítica todo intento revolucionario, sino solo en cuanto el conflicto sea violento. No son antipolíticas desde esta perspectiva, por ejemplo, las posiciones «antisistema» que apuestan a la resistencia pacífica o la desobediencia civil. Esta distinción es relevante en tanto autores como Romano y Díaz Parra sostienen, paradójicamente, que la violencia extrema del terrorismo de Estado es antipolítica dura; pero, según su análisis, la finalidad de esta estrategia es impedir «el momento político por excelencia»: la guerra, la crisis, la revolución (Romano y Díaz Parra, 2018, p. 29).

Así las cosas, parecería que solo es posible una anti política de ultraderecha, mientras una guerra civil o una revolución armada serían la máxima expresión de la política, lo que no parece muy lógico. El ataque a las instituciones políticas es decididamente antipolítico cuando se efectúa con medios ilegítimos —vale decir, violentos—, pero es lícito el cuestionamiento siempre que se respeten las formas legítimamente preestablecidas. Esta visión puede criticarse por ser excesivamente institucionalista —acaso, incluso conservadora—, pero no debe perderse de vista que lo político es, precisamente, el objeto de la disputa. Las reglas del campo son parte de lo que está en juego en el campo político; en consecuencia, existe, aun sin valerse de medios ilegítimos, la posibilidad de cambiar radicalmente las reglas de juego.

Por otra parte, la ambigüedad y la utilización política del término antipolítica puede ocultar intenciones conservadoras cuando se utiliza para descalificar lógicas y prácticas políticas que pretenden impugnar las formas preestablecidas —sea por izquierda o por derecha—, aun participando de ellas; el mejor ejemplo de esto es la aplicación del término a fenómenos populistas. Ahora bien, con base en las ideas de Mouffe, podemos decir que la política también es la disputa por la hegemonía, en el marco de las instituciones políticas (en un sentido amplio, no acotado a lo estatal), y lo político son los tópicos sobre los cuales se construye la narración, tan racional como afectiva, con la que se pretende conquistar la hegemonía. Cualquier intento de tornar violenta esa disputa puede calificarse como antipolítico. Si la política es la gestión pacífica del conflicto y la diferencia en el marco de sociedades plurales, la antipolítica es su opuesto. Su finalidad es la radicalización del conflicto hasta el punto en que se vuelve válida la eliminación del adversario, y sus medios son todos aquellos que permiten lograr tal objetivo.

La antipolítica se presenta cuando el adversario político es demonizado, convertido en enemigo, de lo cual cabe concluir que el fascismo y el neofascismo son formas paradigmáticas de antipolítica, aunque no las únicas; también fenómenos como el terrorismo, el paramilitarismo y la violencia más extrema del crimen organizado (cuando pone en cuestión el orden político establecido), o algunas de las respuestas estatales a estos fenómenos, consistentes en estados de excepción y ejercicios de violencia institucional comparables con el terrorismo de Estado (un ejemplo actual es el gobierno de Nayib Bukele, en El Salvador). Estas lógicas habilitan la aniquilación del otro, atentan contra las instituciones políticas, ponen en riesgo la democracia y perjudican la convivencia pacífica, y por ello, pueden calificarse como antipolíticas. Pero existen también otras formas más sutiles de radicalizar el conflicto y, en casos extremos, habilitar la eliminación del adversario, siempre que se genere un clima político favorable a ello.

Desde la denegación del diálogo hasta la violencia explícita de los atentados —todas las formas de violencia, incluida la violencia política y la simbólica, en tanto incitan a la violencia explícita—, pasando por la negación del disenso —excluyendo o eliminando la disidencia—, los discursos de odio, así como las actitudes antidemocráticas —contra la participación, la deliberación o la pluralidad social, desde la proscripción de organizaciones y la persecución de líderes hasta la difusión sistemática de noticias falsas u otras operaciones mediáticas— o el lawfare —entendido como el intento de descalificar (en el sentido de eliminar) a un adversario a través de procesos penales— pueden ejemplificar estrategias en mayor o menor medida antipolíticas. El lawfare, a diferencia de lo que se describió como judicialización de la política, pretende la eliminación del adversario y resulta, por ello, una estrategia antipolítica, a diferencia de la judicialización de la política, que puede ser considerada una estrategia despolitizadora. Una vez más, Argentina y Brasil muestran ejemplos de esto en los últimos años; tal es el caso de los procesos penales seguidos contra Luiz Inácio Lula da Silva y contra Cristina Fernández, a la que expresamente se pretendió inhabilitar para el ejercicio de cargos públicos.

El extremo es la violencia explícita, pero no son menos antipolíticas otras formas de violencia más sutiles y sofisticadas cuando tienen la finalidad o la potencialidad de propiciar una radicalización del conflicto hasta el extremo del combate o promueven la eliminación del adversario”.

Share