Por Hernán Andrés Kruse.-

En su edición del 23 de diciembre, Infobae publicó un extenso e interesante reportaje al histórico caudillo peronista puntano Adolfo Rodríguez Saá, quien rememoró sus vivencias mientras fue presidente de la nación durante una semana. Afirmó que Eduardo Duhalde fue el responsable del golpe blando que sufrió el 30 de diciembre de 2001. Negó enfáticamente que su renuncia hubiera tenido como motivo un ataque de pánico. Está convencido de que tanto Duhalde como otros gobernadores estaban fuertemente influenciados por los empresarios que sólo tenían en mente abandonar la convertibilidad, devaluar el peso y pesificar la economía para licuar sus deudas.

Resulta curioso, o no tanto, que en estos días sólo se haya recordado la caída de De la Rúa y no se hubiera hecho ninguna mención a la traumática y efímera presidencia de Rodríguez Saá, víctima de un golpe de estado blando que le abrió las puertas del poder a Eduardo Duhalde. En el atardecer del 20 de diciembre un desfalleciente Fernando de la Rúa presentó su renuncia. Luego se dirigió a la terraza de la Casa Rosada y tomó el helicóptero que lo estaba esperando. La Alianza había llegado a su fin. Atrás habían quedado dos años signados por la desidia, la ineficacia y la abulia. Las adyacencias de la Casa de Gobierno brindaban una imagen fantasmagórica, propia de un escenario bélico. Imperaban el miedo, el desorden y la desolación. En las horas previas la Plaza de Mayo había sido escenario de feroces combates entre manifestantes y policías a caballo. Lamentablemente, hubo que lamentar algunos hechos de extrema violencia que terminaron con la vida de varios argentinos.

Lo único positivo de semejante tragedia fue que los militares no se hicieron cargo del gobierno. El vacío de poder fue ocupado por el entonces presidente provisional del Senado Ramón Puerta, quien, de acuerdo a lo estipulado por el artículo segundo de la ley de acefalía (número 20.972), convocó dentro de las 48 horas a la Asamblea Legislativa para elegir al funcionario público que se haría cargo del Poder Ejecutivo hasta la elección del nuevo presidente, tal como lo estipula el artículo 88 de la constitución. En la mañana del 23 de diciembre la Asamblea Legislativa designó presidente a Adolfo Rodríguez Saá, quien no ocultaba su deseo de gobernar hasta completar el fin del mandato de De la Rúa. El puntano lejos estuvo de gozar de un amplio consenso dentro de la Asamblea, ya que si bien contó con 169 votos a favor, hubo 138 votos que se pronunciaron por la negativa. Al asumir Rodríguez Saá contaba con el apoyo del propio Ramón Puerta y de los gobernadores Carlos Ruckauf (Buenos Aires), Carlos Reutemann (Santa Fe), José Manuel de la Sota (Córdoba), Néstor Kirchner (Santa Cruz) y Rubén Marín (La Pampa), quienes tenían como común denominador sus ambiciones presidenciales. Resultaba por demás evidente que el deseo de Rodríguez Saá de quedarse en la Rosada por lo menos hasta diciembre de 2003 colisionaba con tales ambiciones. De todas maneras, quedó establecido que Rodríguez Saá ejercería el poder por noventa días, es decir hasta el 3 de marzo de 2002, fecha en que se celebrarían las elecciones presidenciales adelantadas.

Los nombres más relevantes de su gabinete fueron Jorge Obeid en la Jefatura de Gabinete, José María Vernet en el Ministerio de Defensa, Rodolfo Gabrielli en el Ministerio del Interior, Alberto Suppi en el Ministerio de Justicia, José María Vernet en el Ministerio de Relaciones Exteriores y Oraldo Britos en el Ministerio de Trabajo. Desde el comienzo quedó en evidencia que su intención era quedarse en la Casa Rosada hasta diciembre de 2003. Incluso algunos de sus funcionarios confesaron a los medios que el puntando tenía la intención de permanecer en la Casa Rosada seis años, lo que en la práctica implicaba completar el mandato de De la Rúa y luego continuar en el poder otro período presidencial. Sus intenciones no podían más que provocar la cólera de aquellos gobernadores peronistas que, como se expresó precedentemente, tenían ambiciones presidenciales. Sus mensajes y decisiones eran propios de un presidente que pensaba en el largo plazo. ¿Para qué afirmar, por ejemplo, que no devaluaría la moneda, que respetaría la Ley de Convertibilidad y el corralito, si no tenía pensado quedarse por una larga temporada?

La efímera presidencia de Rodríguez Saá comenzó a desmoronarse el 28 de diciembre por la noche. Retornaron los cacerolazos y el Congreso fue víctima de actos vandálicos. Como consecuencia de estos hechos de una gravedad institucional incuestionable, todo el gabinete presentó su renuncia. El presidente sólo confirmó en sus cargos a Lusquiños en la Secretaría General y al doctor Gabrielli en el ministerio del Interior. Mientras tanto, anunció un acuerdo con el sistema bancario para garantizar el funcionamiento de las entidades el 30 de diciembre y el pago de mil pesos a jubilados y empleados estatales. El presidente convocó a los gobernadores del PJ a una reunión de urgencia en Chapadmalal. Era evidente que buscaba su apoyo pero su tiempo había pasado. La mayoría de los caciques pejotistas le había retirado su apoyo (sólo asistieron a la reunión Ruckauf (Buenos Aires), Mazza (La Rioja), Insfrán (Formosa), Romero (Salta) y Rovira (Misiones). También estuvieron presentes la puntana y futura gobernadora María Alicia Lemme, Sergio Acevedo, enviado de Néstor Kirchner (Santa Cruz) y Ramón Puerta. Mientras se desarrollaba la reunión se produjo un corte de luz. En las adyacencias un grupo de personas protestaban a viva voz. Ni lerdo ni perezoso, el presidente abordó el avión presidencial que lo llevó a su provincia natal. Cerca de la medianoche de ese 30 de noviembre Adolfo Rodríguez Saá presentó su renuncia. Su rostro estaba desencajado.

El país estaba otra vez sin presidente. Rodríguez Saá fue víctima de un golpe de estado blando propiciado por el peronismo. Era evidente que había roto algún pacto secreto, su promesa de gobernar sólo hasta las elecciones de marzo de 2002. Seguramente “el Adolfo”, caudillo hasta la médula, consideró que había llegado su hora o, para emplear lenguaje religioso, que Dios lo había colocado en el momento y el lugar adecuados. Una vez sentado en el sillón de Rivadavia comenzó a gobernar como si hubiera sido elegido por el voto popular. La realidad era muy diferente. En efecto, había sido puesto en ese lugar de privilegio sólo para cumplir una misión: la de convocar a elecciones presidenciales para marzo de 2002. Nada más. Pero “el Adolfo” tenía en mente otra cosa. Y la pagó muy caro. En realidad, fuimos nosotros, los argentinos, quienes la pagamos muy caro ya que lo único que consiguió con su egoísmo fue agravar una crisis económica, política e institucional inédita en nuestra historia.

Share