Por Hernán Andrés Kruse.-

“Siguiendo al pie de la letra las condiciones del Fondo, esas exigencias que de manera eufemística suelen aparecer como recomendaciones de buena voluntad, de manera complementaria a las medidas señaladas surgió también la Ley de Convertibilidad, la misma que logró capitalizar Menem para su posterior reelección. Era evidente que la inflación argentina se encontraba ligada al manejo monetario. La pérdida de confianza en la moneda se convertía en uno de los principales obstáculos para el desenvolvimiento de la economía. De esta forma, asegurar que el nuevo peso fuera respaldado por dos terceras partes en reservas internacionales depositadas en el Banco Central era una medida orientada a la generación de confianza. Fijar un tipo de cambio de paridad con un mercado libre, asegurado por una banda cambiaria, posibilitó que los argentinos pudieran despertar cada día con la certeza de que los precios no se habían alterado, más aún cuando se habían eliminado las posibilidades de emisiones no respaldadas para financiar gasto público. Con ello se eliminaban muchas afugias cotidianas, que comprometían las frecuencias de pago y las decisiones de consumo. Sin duda la medida resultó tan eficaz que en algunas ocasiones la evolución del índice general de precios mostró comportamientos negativos. Haber pasado de la hiperinflación a la deflación, o a un índice de inflación anual acumulada de un dígito, no podía ser interpretado, dados los antecedentes, sino como un milagro: el milagro argentino que, por la fuerza de las circunstancias, duró poco y por lo visto hizo demasiado daño.

La eficacia en el corto plazo de las medidas monetarias fue seguida por los no menos exitosos resultados en materia fiscal. Las privatizaciones y las reformas tributarias, unidas a las nuevas normas de contratación laboral en las entidades del Estado –en buena medida bajo condiciones de flexibilidad extrema– redujeron de manera significativa los gastos corrientes. En muy poco tiempo, el complemento de lo que en su momento se denominó como el milagro argentino brotó a la luz: de un déficit fiscal insostenible se pasó a un superávit, algo impensable en el pasado inmediato. Con esto se configuraba un espacio propicio para percibir una sensación de euforia. Los resultados, positivos en unos aspectos, distorsionaban la visión para darse cuenta de los impactos de largo plazo que se estaban generando. En ese momento no había un espacio amplio para quienes advertían sobre los costos derivados de las medidas de ajuste estructural pues, al igual que en otros contextos latinoamericanos, las opiniones contrarias eran trivializadas y objeto de desprecio en los medios académicos y de gobierno. Era la puesta en evidencia de la hegemonía de un discurso económico que ocultaba, y de qué forma, una ideología excluyente.

En el frente externo las medidas no se hicieron esperar. En este mismo contexto se acentuaron las medidas tendientes a profundizar la apertura económica. Esto significó reformas en los regímenes arancelarios que protegían lo que sobrevivía de la industria argentina, al tiempo que se relajaron las restricciones al flujo de capitales internacionales. El círculo se cerraba, aunque sólo en materia de concepción: mayor eficiencia productiva en la provisión de servicios públicos, credibilidad en la moneda, un tipo de cambio competitivo (derivado de una fuerte devaluación entre finales del año 1990 y principios de 1991 dieron salida al nuevo peso convertible), medidas de flexibilización laboral y reformas al sistema pensional y de salud; las medidas en el frente externo fijaban, a la luz de los modelos económicos, las condiciones para una mayor fluidez de mercado que posibilitaría el crecimiento económico y con este las señales de solvencia requeridas para iniciar un nuevo sendero de desarrollo. Los resultados del desempeño económico en el primer lustro de la década de los años noventa arrojaron un balance que señalaba el éxito de las medidas económicas. Cavallo era visto como el gran héroe nacional que había sido capaz de derrotar la adversidad. Sólo que en este caso, como en todas las enfermedades crónicas y depredadoras, los síntomas, que en efecto aparecían, eran percibidos desde la lógica económica que inspiraba el ajuste, como un fenómeno de carácter friccional que en poco tiempo serían solucionados por el mercado. No importaban las señales de deterioro social. Cualquier asomo de cuestionamiento de estos fenómenos en los principales círculos académicos de la economía –altamente comprometidos como artífices del modelo– y en el oficial, era visto de manera arrogante como un intento de análisis carente de rigor. No hay peor ciego que el que no quiere ver. Seguramente esto ocurría con muchos economistas y hacedores de política económica que se encontraban encandilados con el aparente éxito de las medidas.

En los años ochenta la Argentina padeció graves dificultades económicas y financieras. La hiperinflación 1989-90 produjo, finalmente, el consenso político necesario para la reforma. Si bien aún persisten problemas en algunas esferas, las reformas estructurales aplicadas en la década de 1990 han encarrilado a la Argentina en la senda del crecimiento sostenido. Los niveles alcanzados por el desempleo y sus implicaciones en el repunte de la informalidad, el drástico deterioro en las condiciones laborales que se presenta en este mismo lapso, no representaban mayores preocupaciones: empleos chatarra, contrataciones temporales, jornadas parciales. En 1990 el salario mínimo real urbano en la Argentina mostraba un deterioro dramático en comparación con el observado en 1980. Los efectos de la hiperinflación en la década de los ochenta daban cuenta de por qué este tipo de remuneración se había reducido en 78.5% sobre el índice de salario real, de acuerdo con información de la CEPAL. Entre 1990 y 1995 este indicador presentó un incremento significativo al crecer a un promedio anual del 25%. En el segundo lustro, incluyendo el año 2000, el salario real permaneció constante con relación al alcanzado en 1995. Sobre esta situación jugó un papel decisivo la estabilidad de precios que en este mismo lapso mostró una inflación promedio del 0.3%. No obstante, si bien el salario mínimo obedece a una señal oficial, muchas contrataciones, especialmente durante la reciente recesión económica, se han venido realizando por fuera de lo que indica la norma –lo que se conoce en Argentina como contrataciones en negro- de tal manera que las remuneraciones pactadas están por debajo del salario mínimo legal y sin ningún tipo de garantías laborales ni de acceso a los servicios de salud y seguridad social que son de ley en la Argentina en este tipo de contrataciones.

Todo apuntaba a la consecución de niveles de eficiencia que, para el sector industrial especialmente, resultaban vitales para afrontar los retos de la competitividad internacional. Pero muchas de las actividades no soportaron el rigor de la competencia, dejando entrever que los ajustes en los costos laborales en procura de la eficiencia productiva si bien resultaban necesarios, no eran suficientes para el logro de este propósito. Sólo aquellas actividades industriales más articuladas con tecnologías intensivas en capital y que desarrollaban actividades que de tiempo atrás se hallaban articuladas al sector externo, tuvieron una mayor capacidad de adaptación a las nuevas reglas de juego. El resultado, a nivel agregado, mostraba precisamente cómo las actividades industriales se habían ido contrayendo paulatinamente. Argentina inicia la década de los años noventa con una actividad industrial que representaba el 36% del PIB de acuerdo con cifras del Banco Mundial. La inestabilidad macroeconómica de la década de los ochentas ya había menoscabado la estructura productiva pues, de hecho, en 1980, esta misma relación mostraba un 41.2%.

Lo que es importante resaltar es que las medidas de ajuste de los años noventa no lograron revertir esta tendencia. En el año 2000, de acuerdo con la misma fuente, la participación de las actividades industriales se había reducido a un 27.6%, lo que significa que la reducción en la participación mostró una caída cercana al 23% en diez años. En esta misma década la participación en valor agregado de las actividades propiamente industriales en el PIB se redujo en un 34.3%; en 1990 dicha relación arrojaba un 26.58% y en el año 2000 sólo alcanzaba un 17.6%. Por el contrario, aunque sin un incremento significativo en materia de contribución al valor agregado global, las actividades primarias se fueron expandiendo al igual que las actividades terciarias. Los nuevos precios relevantes para la economía argentina surtieron su efecto en materia de reasignación de recursos. De hecho las actividades primarias sufrieron una fuerte expansión. Sólo que la dependencia que tienen estas actividades de las fluctuaciones de los precios internacionales (muchos de ellos determinados por la presencia de subsidios a la producción en países grandes y a los efectos del rezago cambiario implícito en la Ley de Convertibilidad), impidieron que estas actividades contribuyeran a la generación de producto interno y la participación presentara una tendencia a la baja: en 1990 la participación de las actividades primarias llegaba al 8.1% mientras en el año 2000 no llegaba al 5%. Sin embargo, la percepción oficial de este fenómeno como uno más de carácter temporal que sería resuelto por el mercado, no permitía observar que cada vez la economía argentina estaba entrando en un sendero de crecimiento con menores potencialidades de dinamismo.

Por su parte, el sector terciario de la economía argentina, en este mismo lapso, tendió a estar sobredimensionado con relación a una estructura productiva en la que cedía espacio el sector transformador de la economía. En la década de los años noventa la participación del sector servicios se incrementó en un 21.1%, al pasar de 55.9% en 1990 a 67.7% en el año 2000. Oficialmente se apostaba a que surgiera en el sector industrial, si se quiere, una clase empresarial que fuera capaz de identificar nuevas actividades productivas rentables, que ajustara sus procedimientos internos y que adoptara nuevas tecnologías para acomodarse a los nichos de mercado que ofrecía la integración regional en torno del Mercosur, o de otros mercados internacionales. Sólo que muchos de estos empresarios se vieron obligados, de manera permanente, a nadar contra la corriente. Pese a ello el balance global se mostraba positivo. Pero no se reconocían las implicaciones negativas del tipo de crecimiento generado. En efecto, la economía crecía, y lo hacía de manera prometedora. Sólo que era una suerte de crecimiento similar al que un cuerpo humano presenta por efectos de alteraciones en las secreciones de la tiroides.

Contra los pronósticos de los gestores del modelo, el crecimiento argentino se sustentaba básicamente en las actividades internas y no en la dinámica de sus sectores industriales exportadores. Capitales extranjeros, incluyendo los de dudosa procedencia, ingresaban al país para financiar actividades de la más distinta índole. El peso de los capitales especulativos alimentaba las transacciones bursátiles con mayor peso que la inversión directa. De igual manera, se dio una apertura importante para el desarrollo de la banca internacional, especialmente de origen español. Grandes inversiones fueron realizadas para financiar actividades ligadas a la construcción de vivienda y de inmensos centros comerciales en las principales capitales. Argentina, con síntomas de un deterioro soterrado que horadaba su potencial productivo, entraba con mayor fuerza en las formas de consumo típicas del primer mundo: más elementos para seguir encandilados y con mayor razón si se tiene en cuenta que el consumo privado interno como porcentaje del PIB se había ido deteriorando ya que, si bien en 1990 representaba el 77.1% en el año 2000 se ubicaba en el 70.9%. Grandes centros de distribución terciaria, con bajos niveles de productividad, ligados a grandes cadenas internacionales, inundaron las zonas urbanas. La especulación con la actividad constructora y el redimensionamiento del sector terciario en general, al igual que en otros países latinoamericanos, protagonizaron la reasignación de recursos que dio sustento a una forma de crecimiento que no sería sostenible en el largo plazo. Una suerte de enfermedad holandesa que no provino propiamente de la presencia del “boom” en alguna actividad primaria, sino de una fuerte irrupción de capitales especulativos.

Otros elementos también incidieron en la mayor vulnerabilidad de la economía argentina. El mayor grado de apertura de la economía, teniendo en cuenta la flexibilización comercial y financiera, derivado de las medidas económicas ligadas propiamente al sector externo, propició que Argentina se hiciera más vulnerable ante impactos exógenos. Peor aún, como resultado de las medidas adoptadas, Argentina era un país que había restringido de manera radical sus instrumentos de política económica. En el frente fiscal era poco lo que se podía hacer. En el frente cambiario y monetario, la Ley de Convertibilidad maniataba al Banco Central. De esta manera la crisis mexicana de 1994, la crisis de Rusia en 1998 (ambas con implicaciones negativas en los mercados emergentes), y la sufrida por Brasil posteriormente, afectaron de manera severa la economía argentina y de paso comprometieron seriamente la convertibilidad del nuevo peso. Ante las crisis financieras en estos escenarios, Argentina tuvo que recurrir al apoyo crediticio internacional, especialmente de la banca multilateral, para sortear los ataques especulativos a la convertibilidad. Ya era un hecho que la convertibilidad era de papel; sólo era una norma legal que no correspondía a las condiciones del equilibrio macroeconómico. La convertibilidad no sólo era un artificio insostenible sino que se convirtió también en un factor que atrajo mayores posibilidades de inversión en actividades con bajos niveles de transabilidad internacional. Sólo para citar un ejemplo, vale la pena tener en cuenta cuáles eran las posibilidades de competencia internacional de los industriales argentinos cuando, ante situaciones coyunturales de desajustes cambiarios, su vecino brasilero y principal socio en el Mercosur, ajustaba sus cuentas con una devaluación. Como es evidente con un tipo de cambio anclado por la convertibilidad los ajustes, para ser competitivos, tendrían que hacerse por la vía de la reducción de los costos. Nuevamente tanto empresarios como trabajadores terminaron pagando, en este caso, los ajustes brasileros.

En estas condiciones se fortalecieron las actividades que tenían poca dependencia de este tipo de ajustes internacionales. Fue así como se generaron brotes especulativos en las actividades de la construcción y la propiedad raíz que se tradujeron en incrementos sustanciales en el valor de las propiedades y los arrendamientos. La convertibilidad era insostenible, más aún cuando en el segundo lustro de los noventa se entra en una situación de recesión económica. El endeudamiento como porcentaje del PIB seguía en aumento; de acuerdo con información de la CEPAL, mientras en 1990 esta relación era del 44% en el año 2000 ya alcanzaba el 51.4%. Por su parte la relación entre el balance de la cuenta corriente y el PIB era positiva en 1990 (1.2%) mientras que en el año 2000 arrojaba un déficit de 3.1%. En efecto, la economía argentina no estaba generando los recursos internos para cubrir sus obligaciones externas, hecho que se evidencia aún más cuando se tiene en cuenta que la relación entre el servicio de la deuda y las exportaciones pasó de 41% en 1990 a 85.5% en el año 2000. Este tipo de tendencia se mantuvo durante el año 2001. La cesación de pagos era inminente. Ante esta situación, que sencillamente apuntaba a una devaluación, se fueron generando formas de protección. Muchos empresarios, especialmente ligados a la banca privada, desde el inicio de la desaceleración económica en 1998, coincidieron en otorgar sólo créditos en dólares o, en su defecto, créditos con tasas diferenciales dependiendo de si el crédito se pactaba en pesos o en dólares. Las empresas de servicios públicos, las mismas que habían sido privatizadas, ajustaban el valor de las tarifas desconociendo el comportamiento de la inflación interna y buscaban parámetros de indexación externos siempre más elevados. Las personas naturales también encontraron como mecanismo de protección, obviamente sin anticipar lo que después se denominó como el “corralito”, el manejo de cuentas bancarias en dólares, al igual que el manejo de activos a plazos fijos, en estas mismas entidades, en moneda extranjera.

Desde diversas perspectivas se ha coincidido en que buena parte de la crisis actual proviene de la demora en haber modificado la Ley de Convertibilidad. Sin duda el razonamiento es correcto, sólo que no se han detenido un poco en las razones que impidieron la toma de decisiones en este sentido. Muchos olvidan el carácter de activo político que adquirió la convertibilidad que se convirtió, en buena forma, en la prenda de mostrar del gobierno de Menem ya que pudo ofrecer a los argentinos señales de tranquilidad y certidumbre con las que se superaron las épocas aciagas de la hiperinflación. Menem y su equipo de gobierno no estaban dispuestos a dilapidar este capital. Seguramente por eso, por haber privilegiado elementos de carácter político –los mismos que junto con las prácticas politiqueras tradicionales posibilitaron su reelección– por encima de criterios técnicos, las medidas de ajuste a la Ley de Convertibilidad fueron aplazadas haciendo más profundos los efectos negativos sobre la diversificación productiva. Dentro de los mismos lineamientos ortodoxos lo que se proponía, para lograr una mayor devaluación real, era la deflación, la cual descansaría sobre una mayor profundización de las medidas de flexibilización laboral. El resultado fue una economía cada vez menos interdependiente”.

(*) J. H. Escobar: Modelo de ajuste estructural en Argentina: economía y política de un fracaso (Revista Sociedad y Economía, Universidad del Valle. Colombia, 2002).

Share