Por Hernán Andrés Kruse.-

“Ante el peligro que implica que la suma del poder ejecutivo (aplicar la ley), federativo (asuntos exteriores) y de prerrogativa (cuando no existe ley previa), recaigan en una y la misma persona, Locke establece un control horizontal destinado a contener sus posibles desbordes. Sostiene que “el poder ejecutivo que se deposita en una persona que no es parte de la legislatura, es claramente un poder subordinado al poder legislativo y debe rendir cuentas a éste; y puede cambiar de manos y ser depositado en otra persona, si así lo desea la legislatura” (Locke), “y castigar a quienes hayan hecho mala administración de las leyes” (Locke). Además, “si el poder ejecutivo, apoderándose de la fuerza del Estado, hace uso de esa fuerza para impedir que los legisladores se reúnan y actúen cuando la constitución original o las exigencias del pueblo lo requieran”, ello “equivale a un estado de guerra con el pueblo, el cual tendrá derecho a restablecer a sus legisladores” y de “eliminar ese impedimento recurriendo a la fuerza” (Locke). Un último control al poder estatal, esta vez ejercido por los ciudadanos, radica en que, al ser el poder supremo legislativo “un poder fiduciario, con el encargo de actuar únicamente para ciertos fines, el pueblo retiene todavía el supremo poder de disolver o de alterar la legislatura, si considera que la actuación de ésta ha sido contraria a la confianza que se depositó en ella” (Locke). Dicha facultad es el derecho de resistencia a la opresión, a partir del cual los súbditos pueden recuperar el poder delegado transitoriamente a los gobernantes, instaurar un nuevo gobierno o reemplazar a sus ocupantes. Si los mandatarios se conducen en contra de la misión para la cual fueron designados (arrebatando y destruyendo la propiedad del pueblo o reduciéndolo a la esclavitud (Locke), atentan contra las leyes escritas, o actúan en contra de la ley natural de auto-preservación; se ponen a sí mismos en estado de guerra contra el pueblo (rebelión) y los ciudadanos quedan liberados de la obediencia, ya que el poder de mando de los gobernantes se lo daba la ley que ellos mismos desecharon. Cuando el representante “abandona la representación que se le ha encomendado y no actúa de acuerdo con la voluntad pública sino según su propia voluntad, esta persona se degrada a así misma y se convierte en una simple persona privada, cuyo poder y cuya voluntad no tienen que ser obedecidos. Pues los miembros de la sociedad sólo deben obediencia a la voluntad pública de ésta” (Locke). Así, “la comunidad conserva siempre un poder supremo de salvarse a sí misma frente a posibles amenazas e intenciones maliciosas, provenientes de cualquier persona, incluso de los legisladores mismos” (Locke).

CHARLES LOUIS DE SECONDAT, BARÓN DE MONTESQUIEU (1689-1755, FRANCIA)

“Montesquieu construye su distinción de tres formas de gobierno, pero lo hace tanto por fuera de la definición tripartita clásica (basada en cuantos gobiernan y según qué intereses) como de la bipartita maquiaveliana (voluntad individual o colectiva). Reconoce “tres especies de gobiernos: el republicano, el monárquico y el despótico (Montesquieu). El gobierno republicano “es aquél en que el pueblo, o una parte del pueblo, tiene el poder soberano”; “el gobierno monárquico es aquel en que uno solo gobierna, pero con sujeción a leyes fijas y preestablecidas”; y “en el gobierno despótico, el poder también está en uno solo, pero sin ley ni regla, pues gobierna el soberano según su voluntad y sus caprichos” (Montesquieu). Cuando en la república “el poder soberano reside en el pueblo entero, es una democracia”, y “cuando el poder soberano está en manos de una parte del pueblo, es una aristocracia” (Ídem). Bobbio califica a esta tipología como “marcadamente anómala” frente a las anteriores: “la anomalía consiste en que combina dos criterios diferentes, el de los sujetos del poder soberano que permite distinguir la monarquía de la república, y el modo de gobernar, que consiente diferenciar la monarquía del despotismo” (Bobbio). Según Montesquieu “no hace falta mucha probidad para que se mantenga un poder monárquico o un poder despótico. La fuerza de las leyes en el uno, el brazo del príncipe en el otro, lo ordenan y lo contienen todo” (Montesquieu). De lo contrario, “en un Estado popular no basta la vigencia de las leyes ni el brazo del príncipe siempre levantado; se necesita un resorte más, que es la virtud” (Ídem). Y esto debido a que en un gobierno popular “hacen ejecutar las leyes los que están a ellas sometidas y han de soportar su peso” (Montesquieu). Y agrega: “cuando la virtud desaparece, la ambición entra en los corazones que pueden recibirla y la avaricia en todos los corazones” (Montesquieu). Es por tanto la virtud el mejor freno o control a las pasiones del pueblo que, en la democracia, “es en ciertos conceptos el monarca” y “en otros conceptos es el súbdito” (Montesquieu).

Para que el gobierno republicano democrático (basado en la igualdad entre gobernantes y gobernados y de los gobernados entre sí) pueda sostenerse necesita de la virtud cívica, la virtud pública: “que es la virtud moral en el sentido de que se dirige al bien general” (Montesquieu). Es “una determinación que vincula íntimamente el individuo al todo del que forma parte” (Bobbio). La virtud política es una renuncia a sí mismo. Que quien hace ejecutar las leyes comprenda que está sometido a ellas y soporte su peso (autocontrol). La virtud cívica es la moderación, el amor a las leyes y a la Patria, percibida como cosa de todos los iguales. Consiste en preferir el bien público al bien propio. Contrariamente, “cuando en un gobierno popular se dejan las leyes incumplidas, como ese incumplimiento no puede venir más que de la corrupción de la república, puede darse el Estado por perdido” (Montesquieu). En una aristocracia, donde el pueblo está contenido por las leyes, la cuestión radica en cómo contener a los nobles. Y ello debido a que “si al cuerpo de la nobleza le es fácil reprimir a los demás, le es difícil reprimirse él mismo” (Montesquieu). El alma de esta forma de gobierno es la templanza, la moderación fundada en la virtud. El modo de frenar, controlar o evitar el abuso de poder en los nobles es “cierta moderación que, a lo menos, haga a los nobles iguales entre sí” (Montesquieu). En la monarquía, donde “las leyes sustituyen a esas virtudes, de las que no se siente la necesidad” (Montesquieu), su resorte es el honor, la petición de distinciones, preferencias y prerrogativas: “la ambición es perniciosa en una república, pero de buenos efectos en la monarquía” (Montesquieu). A partir de la búsqueda del honor, “cada cual concurre al interés común creyendo servir al bien particular” (Ídem). La búsqueda del reconocimiento oficial y de la distinción por sobre los demás, funciona como un control efectivo para refrenar las malas acciones de los poderosos.

Finalmente, en los Estados despóticos, donde todos son esclavos, el temor es su motor, ya que “la virtud no es necesaria y el honor hasta sería peligroso” (Montesquieu). La preocupación por el control también emerge en su concepción de libertad. Montesquieu concibe la libertad de dos maneras. Primero, en relación con la Constitución. La libertad política en un Estado (sociedad que tiene leyes) consiste en “poder hacer lo que se debe querer y en no ser obligado a hacer lo que no debe quererse”, “es el derecho de hacer lo que las leyes permitan”, “si un ciudadano pudiera hacer lo que las leyes prohíben, no tendría más libertad, porque los demás tendrían el mismo poder” (Montesquieu). La libertad política “no reside fuera de los gobiernos moderados” (Montesquieu). Pero, “en los Estados moderados tampoco la encontramos siempre; sería indispensable para encontrarla en ellos que no se abusara del poder, y nos ha enseñado una experiencia eterna que todo hombre investido de autoridad abusa de ella” (Ídem). Para que no se abuse del poder, es necesario que le ponga límites la naturaleza misma de las cosas. Una Constitución puede ser tal, “que nadie sea obligado a hacer lo que la ley no manda expresamente ni a no hacer lo que expresamente no prohíbe” (Ídem). En cuanto a su segunda concepción de libertad, referida al ciudadano, considera que “la libertad política de un ciudadano es la tranquilidad de espíritu que proviene de la confianza que tiene cada uno en su seguridad: para que esta libertad exista, es necesario un gobierno tal que ningún ciudadano pueda temer a otro” (Montesquieu).

Acto seguido, continúa y profundiza la labor iniciada por Locke, esto es, definir y afianzar la división y separación de poderes: el legislativo, el ejecutivo de las cosas relativas al derecho de gentes y el ejecutivo de las cosas que dependen del derecho civil (Ídem). Para Montesquieu: “cuando el poder legislativo y el poder ejecutivo se reúnen en la misma persona o el mismo cuerpo, no hay libertad; falta la confianza, porque puede temerse que el monarca o el Senado hagan leyes tiránicas y las ejecuten ellos mismos tiránicamente” (Ídem). Tampoco “hay libertad si el poder de juzgar no está bien deslindado del poder legislativo y del poder ejecutivo. Si no está separado del poder legislativo, se podría disponer arbitrariamente de la libertad y la vida de los ciudadanos; como que el juez sería legislador. Si no está separado del poder ejecutivo, el juez podría tener la fuerza de un opresor” (Ídem). Según Montesquieu, “si no hubiera monarca, y el poder supremo ejecutor se le confiara a cierto número de personas pertenecientes al cuerpo legislativo, la libertad desaparecería; porque estaría unidos los dos poderes” (Montesquieu). Asimismo, “si el poder ejecutivo no tiene el derecho de contener los intentos del legislativo, éste será un poder despótico, porque pudiendo atribuirse toda facultad que se le antoje, anulará todos los demás poderes” (Ídem). Acto seguido, delinea una serie de facultades y derechos cruzados entre el legislativo y el ejecutivo para asegurar el mutuo control y equilibrio entre ellos. La mejor garantía contra el abuso del poder en defensa de la libertad en relación con la Constitución y con los ciudadanos, es un gobierno moderado organizado en base a la división de poderes, en las que se logre combinar las fuerzas, ordenarlas, templarlas, ponerlas en acción, darles un contrapeso, un lastre que las equilibre para ponerlas en estado de resistir unas a otras.

Todo hombre investido con autoridad propende a abusar de ella y no se detiene hasta que encuentra límites. Por tanto, la virtud requiere de límites, es decir, de control. Para que no se pueda abusar del poder es necesario que el poder contenga al poder. Es este el fundamento de su teoría de la separación de poderes, basada en la existencia de tres poderes, los que deben ser ejercidos por diferentes órganos y por distintos ocupantes (control mutuo). Si dos o más poderes se reúnen en la misma persona o cuerpo no hay libertad sino despotismo, las leyes son tiránicas e injustas, hay arbitrariedad, opresión. Para que el gobierno sea moderado se requiere que no haya abuso de poder, y esto se logra cuando el poder es distribuido: Compuesto de dos partes el poder legislativo, la una encadenará a la otra por la mutua facultad del veto. Ambas estarán ligadas por el poder ejecutivo, como éste por el poder legislativo. Estos tres poderes (puesto que hay dos en el legislativo) se neutralizan produciendo la inacción. Pero impulsados por el movimiento necesario de las cosas, han de verse forzados a ir de concierto (Montesquieu). Bobbio, comparando las visiones de Polibio y de Montesquieu, observa que el gobierno mixto del primero y el gobierno moderado del segundo comparten una convicción fundamental: para que no haya abuso de poder, “este debe ser distribuido de manera que el poder supremo sea el efecto de una sabia disposición de equilibrio entre diferentes poderes parciales, y no esté concentrado en las manos de uno solo” (Bobbio). Sin embargo, también diferenciará ambos según que la separación de poderes se realice, como en el gobierno mixto de Polibio, sobre la base de las diferentes partes que componen una sociedad (ricos y pobres) o, como en el gobierno moderado de Montesquieu, respecto de la distribución de las funciones básicas de todo gobierno (ejecutiva, legislativa y judicial)”.

JAMES MADISON (1751-1836, EEUU)

“En la carta XLVII de El federalista, Madison sostiene que “la acumulación de todos los poderes legislativos, ejecutivos y judiciales, en las mismas manos, sean éstas de uno, de pocos o de muchos, hereditarias, autonombradas o electivas, puede decirse con exactitud que constituye la definición misma de la tiranía” (Hamilton, Madison y Jay). Y agrega que “la conservación de la libertad exige que los tres grandes departamentos del poder sean separados y distintos” (Ídem). Madison recupera la referencia a Montesquieu, quién, asevera, “al decir: “No puede haber libertad donde los poderes legislativo y ejecutivo se hallan unidos en la misma persona o en el mismo cuerpo de magistrados”, o donde “el poder de juzgar no está separado de los poderes legislativo y ejecutivo”, de ningún modo quiso significar que “estos departamentos no deberían tener una intervención parcial en los actos del otro o cierto dominio sobre ellos” (Hamilton, Madison y Jay). Por el contrario, aclara Madison, en la Constitución británica que Montesquieu realza “los departamentos legislativo, ejecutivo y judicial de ningún modo se hallan totalmente separados y diferenciados entre sí” (Hamilton, Madison y Jay). En la carta XLVIII, Madison agrega que el modo de mantener la necesaria separación de poderes que el gobierno libre exige no radica en el absoluto aislamiento de los tres departamentos entre sí. Si bien “ninguno de ellos debe poseer, directa o indirectamente, una influencia preponderante sobre los otros en lo que se refiere a la administración de sus respectivos poderes”, como “el poder tiende a extenderse y (…) se le debe refrenar eficazmente para que no pase de los límites que se le asignen”, tras la diferenciación de los poderes según su naturaleza se deben “establecer medidas prácticas para que cada uno pueda defenderse contra las extralimitaciones de los otros” (Hamilton, Madison y Jay).

Para este autor es claro que, a fin de prevenir el ejercicio tiránico del poder y el atropello de las libertades individuales, la fórmula institucional más conveniente era la distribución y separación de las funciones de gobierno en distintas manos, pero, a su vez, tendiendo puentes de injerencia parcial entre ellos, para que ninguno pudiera funcionar de manera totalmente autónoma y para que su accionar requiriese siempre de la supervisión y el control de los otros. Cada departamento debía por tanto contar con la posibilidad de influir en las decisiones de los otros. Los llamados checks and balances o frenos y contrapesos encuentran en Madison su formulación más acabada. Con la intervención parcial entre los departamentos (Judicial, Ejecutivo y Legislativo), la coordinación entre poderes se hacía necesaria y el control político era posible. Si la división y separación de poderes era el primer control a la excesiva concentración de poder en el Estado y a su potencial abuso, el establecimiento de frenos y contrapesos mutuos constituía el segundo de dichos controles. En la carta LI, se procura el modo de “mantener en la práctica la división necesaria del poder entre los diferentes departamentos, tal como lo estatuye la Constitución” (Hamilton, Madison y Jay). El autor sostiene que es necesario idear “la estructura interior del gobierno de tal modo que sean sus distintas partes constituyentes, por sus relaciones mutuas, los medios de conservarse unas a otras en su sitio” (Ídem). Este ejercicio separado y distinto de los diferentes poderes gubernamentales deviene así un elemento “esencial para la conservación de la libertad” (Hamilton, Madison Jay). El desafío es frenar “la concentración gradual de los diversos poderes en un solo departamento”, para lo cual se debe “dotar a los que administran cada departamento de los medios constitucionales y los móviles personales necesarios para resistir las invasiones de los demás” (Hamilton, Madison y Jay).

Para Madison, la virtud política ciudadana era fundamental en la república. Consciente de que el hombre siempre buscaría su bien privado, advertía que el sistema político debía saber equilibrar esos intereses particulares, contrapesarlos, frenarlos y aunarlos en un bien público. La norma de acción que propone “consiste en suplir, por medio de intereses rivales y opuestos, la ausencia de móviles más altos”. Dicha norma, emerge “cada vez que en un plano inferior se distribuye el poder, donde el objetivo constante es dividir y organizar las diversas funciones de manera que cada una sirva de freno a la otra para que el interés particular de cada individuo sea un centinela de los derechos públicos” (Hamilton, Madison y Jay: 2000). Ante el inevitable reproche que frente a lo anterior surge contra “la naturaleza del hombre”, respecto de “que sea necesario todo esto para reprimir los abusos del gobierno”, el autor enseguida responde: “si los hombres fuesen ángeles, el gobierno no sería necesario. Si los ángeles gobernaran a los hombres, saldrían sobrando lo mismo las contralorías externas que las internas del gobierno” (Ídem). Y concluye: “al organizar un gobierno que ha de ser administrado por hombres para los hombres, la gran dificultad estriba en esto: primeramente hay que capacitar al gobierno para mandar sobre los gobernados; y luego obligarlo a que se regule a sí mismo” (Ídem).

(*) María Laura Eberhardt (UBA, Argentina, “El control del poder en el gobierno republicano: De la teoría política clásica a las democracias populistas de la actualidad”, Utopía y praxis Latinoamericana, 2019).

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