Por Hernán Andrés Kruse.-

En junio del año pasado Jorge Lanata entrevistó a Javier Milei, quien en las elecciones parlamentarias de 2021 había sido elegido diputado nacional por la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Durante la charla el libertario tocó un tema altamente polémico: la venta de órganos. Fiel a su estilo y a su formación anarco-capitalista no dudó en apoyar la venta de órganos. “Mi primera propiedad es mi cuerpo. ¿Por qué no voy a disponer de mi cuerpo?”. Si alguien, por ejemplo, desea vender uno de sus riñones para salvar la vida de una persona cuyos riñones están severamente dañados ¿por qué no podría hacerlo? Para que la venta de órganos funcione mejor es fundamental, sentenció el libertario, que funcione a pleno el libre mercado. Semejantes afirmaciones provocaron el repudio del Instituto Nacional Central Único Coordinador de Ablación e Implante (Incucai) y de todo el espectro político. Un año después Milei explicó, en diálogo con Todo Noticias (TN), que mueren anualmente unas 350 mil personas que por ley son donantes y cuestionó que hubiera 7500 personas esperando los trasplantes. “Lo que propongo es buscar mecanismos de mercado para resolver este problema. No hay peor solución que la garra del Estado. Lo mejor son los individuos actuando libremente. Cada vez que se produce una intervención estatal el resultado posterior es peor que el que tenías”, sentenció (fuente: Infobae, 2/5/023).

El tema es harto delicado. Lo es porque lo que está en juego es nada más y nada menos que la vida, el bien más preciado del hombre. La pregunta esencial es la siguiente: ¿la venta de órganos debe quedar sujeta a las leyes del mercado o, por el contrario, debe ser regulada por el Estado? Confieso no tener una opinión al respecto. Es por ello que lo más apropiado es dar a conocer la postura de los expertos en el tema para que sirva de guía a quienes somos neófitos en esta trascendente cuestión. Uno de esos expertos es Ricardo García Manrique (Universidad de Barcelona), autor de un ensayo titulado “Venta de órganos y desigualdad social” (Cuadernos de Filosofía del Derecho, 2019). A continuación paso a transcribir partes de su trabajo.

¿POR QUÉ NO UN MERCADO DE ÓRGANOS?

“La compraventa de órganos humanos está prohibida por el derecho internacional y por la mayor parte de los sistemas jurídicos nacionales. Sin embargo, desde hace ya tiempo se viene proponiendo su legalización, como un medio eficaz para paliar la escasez de órganos para trasplante. Un ejemplo significativo es el de Gary Becker, uno de los más reputados economistas de las últimas décadas y Premio Nobel en 1992, que en un artículo publicado en 2007 trató de justificar la capacidad de un mercado de riñones para aumentar la oferta y así reducir considerablemente las listas de espera. Gran parte del artículo se ocupaba del aspecto empírico de la cuestión, pero su argumento de fondo era de orden moral y aparecía en las últimas líneas: La respuesta más efectiva a los críticos de la compraventa de órganos es que el sistema actual [el que prohíbe la compraventa] impone una carga intolerable en miles de individuos enfermos que sufren y a veces mueren mientras esperan años hasta que pueden disponer de un órgano compatible. El aumento de la oferta producido por el pago eliminaría su espera en buena medida.

La de Becker no es una propuesta aislada, ni tampoco es una propuesta descabellada. Para empezar, es evidente que faltan riñones y otros órganos para trasplante, y también lo es que, si dispusiéramos de un número mayor de órganos, la salud de muchas personas mejoraría y muchas vidas se salvarían. En cambio, no es tan evidente: a) que el establecimiento de un mercado de órganos aumente su oferta, acaso porque la mercantilización de los órganos humanos pueda implicar una reducción del número de donantes, o porque no parece plausible creer que, en una sociedad avanzada en términos de riqueza e igualdad, la gente esté dispuesta a vender sus órganos; b) que la otra fuente de obtención de órganos humanos (la extracción a partir de cadáveres) sea incapaz de satisfacer la demanda, siquiera sea porque es una fuente que todavía no ha sido aprovechada al máximo, tal como debería serlo, y c) que la donación de órganos no conlleve riesgos significativos para la salud de los donantes.

Sin embargo, con el fin de evaluar la bondad de propuestas como la de Becker y otras afines, voy a dar por bueno que es así, esto es: que la mercantilización de los órganos aumentaría su oferta, que los órganos procedentes de cadáveres no resultan suficientes y que los daños para el donante son mínimos o, en todo caso, mucho menores que los beneficios para quienes reciben el trasplante. Siendo así, parece haber una presunción a favor de la legalización del comercio de órganos, si resulta que esta legalización redundaría en una mejora importante de la salud de muchas personas o incluso en el salvamento de sus vidas. Tal como lo expresa Stephen Wilkinson: “El argumento es sencillo. Permitir (o fomentar) la venta de órganos […] salva vidas porque (al menos parcialmente) reduce la escasez de órganos para trasplante. Salvar vidas es un buen fin, y la venta de órganos es pues defendible como un medio para lograr ese fin”. Ante un argumento como este, y para oponerse a él, uno puede cuestionar su base empírica (que la venta de órganos salvavidas), o bien puede aceptarla pero rechazar su consecuencia práctica (permitir la venta de órganos) sobre la base de otras razones. En todo caso, si se acepta la base empírica, Wilkinson sostiene que la carga de la prueba cae sobre los «prohibicionistas», dada la fuerza prima facie del argumento del salvamento de vidas.

Radcliffe Richards es de la misma opinión, dado que, a su juicio, los «daños» causados por la prohibición son claros: “no solo el daño causado a quienes podrían salvar su vida o mejorar su salud comprando un órgano, sino también el daño causado a quienes querrían vender un órgano y no pueden hacerlo: En una sorprendente contravención de nuestras ideas habituales sobre la libertad individual, impedimos que los adultos suscriban libremente contratos de los que ambas partes esperan beneficiarse, sin daño obvio para nadie más”. Sin embargo, no estoy seguro de que esta restricción de nuestra capacidad contractual y de nuestra capacidad de disposición sobre partes de nuestro cuerpo haya de resultar «sorprendente» teniendo en cuenta nuestras «ideas habituales sobre la libertad individual», precisamente porque estas ideas también incluyen la conciencia de ciertas restricciones de esa libertad en relación con la disponibilidad del propio cuerpo y de sus partes y en relación con el ámbito de lo contratable, incluso cuando el daño para los demás no resulte «obvio».

Tampoco resulta convincente un tercer fundamento sobre el que cabría asentar la presunción a favor de la legalización, el de la «consistencia» o coherencia con otras prácticas generalmente asumidas, como la de «vender» nuestro trabajo. Primero, porque este fundamento acaso no sea más que una variante del anterior (que cabe llamar el del favor libertatis o el de la primacía de la autonomía individual); pero además, en contra de la opinión de Savulescu, porque parece haber una diferencia relevante, al menos en principio, entre vender nuestro trabajo y vender partes de nuestro cuerpo. Esta diferencia puede, desde luego, ponerse en cuestión, pero lo que no parece razonable es fundar una presunción sobre su supuesta inexistencia. En todo caso, el argumento del salvamento de vidas me parece lo bastante fuerte como para que el planteamiento de Wilkinson (y parcialmente al menos el de Radcliffe Richards) resulten aceptables, esto es, que por esa razón existe una presunción a favor del comercio de órganos, sobre todo cuando no hay un valor, un principio o un derecho fundamental que pueda oponérsele de manera evidente. Entre estos últimos, el candidato con más posibilidades acaso sería el derecho a la integridad física.

Sin embargo, este derecho se ha configurado históricamente, y hasta la actualidad, como un derecho «negativo» o «reaccional» (una «inmunidad» más que una «libertad»), que protege la intangibilidad, pero no se ha desarrollado en relación con la libre disposición, de manera que la cuestión de si podemos o no podemos vender partes de nuestro cuerpo queda fuera de su ámbito. Por eso, aunque el argumento del salvamento de vidas pueda ser calificado como consecuencialista, el partidario de una ética deontológica bien puede asumirlo como propio, por lo menos hasta que consiga encontrar un argumento deontológico contrario de mayor peso. Por tanto, y como no cuestionaré la base empírica del argumento sino que la daré por supuesta, asumiré que la carga de la prueba recae en los prohibicionistas. Cabría discutir, aunque no lo haré aquí, si ante una prohibición jurídica largamente arraigada como es la de la venta de órganos, la carga de la prueba no habría de recaer en quienes pretenden abolir la prohibición, esto es, alterar el orden jurídico establecido. Entiendo que Wilkinson, Radcliffe Richards o Satz no tienen en cuenta a estos efectos el «estado de cosas jurídico», sino simplemente los argumentos morales más inmediatamente disponibles a favor o en contra de la prohibición. Y porque se trata de argumentos y no de intuiciones (puesto que nos hallamos en el terreno del razonamiento práctico), creo que debe desestimarse la presunción a favor de la prohibición basada en la intuitiva repugnancia que genera el comercio de órganos.

En fin, una última razón que abona aquí y ahora la presunción a favor de la legalización del comercio de órganos es que la muy personal intuición de quien esto escribe le inclina a oponerse a esa legalización y, en términos argumentativos, parece sensato partir de la posición contraria a la propia para ver si puede ser contradicha. Teniendo en cuenta la presunción a favor del comercio de órganos y asumiendo pues la carga de la prueba de la conveniencia de su prohibición, ¿es posible articular un argumento sólido contra el comercio de órganos que vaya más allá de la intuición, la repugnancia, la tradición o la mera invocación del derecho positivo? Creo que sí o, por lo menos, creo que es razonable intentarlo. Con este fin: i) expondré una propuesta concreta y particularmente atractiva de legalización del comercio de órganos; ii) identificaré los argumentos que pueden esgrimirse contra ella, y iii) examinaré aquellos que se vinculan con la idea de que el comercio de órganos se aprovecha de la desigualdad social y económica y/o genera más desigualdad de ese tipo. Concluiré que estos argumentos no parecen suficientes para desvirtuar la presunción a favor del comercio de órganos y que, por tanto, quien lo pretenda deberá apoyarse en argumentos de otro tipo, en particular en aquellos que sugieren que el comercio de órganos contribuye a una indeseable degradación del valor de lo corporal. Su examen, confío en que más prometedor, habrá de quedar para otra ocasión”.

LA PROPUESTA DE ERIN Y HARRIS

“Charles Erin y John Harris han propuesto un mercado regulado y «ético» de órganos humanos. Su punto de partida es el que hemos dado por bueno: los trasplantes salvan vidas y mejoran la salud de muchos, hay escasez de órganos, y un mercado de órganos la reduciría. Su propuesta es interesante porque establece con cierta precisión las condiciones en que sería legítimo, o éticamente aceptable, un mercado de órganos, y porque esas condiciones permiten descartar una buena parte de las objeciones morales dirigidas contra el comercio de órganos. Estas objeciones valen pues para algunos mercados, pero no para todos; por eso, si se trata de articular un argumento contra cualquier mercado de órganos, tomar la propuesta de Erin y Harris como punto de referencia puede ser una buena idea.

El mercado que proponen Erin y Harris tendría las siguientes características: i) Sería un «monopsonio» público, esto es, un mercado en el que solo hay un comprador, que es público (pensando en su país, los autores apuntan al National Health Service; para otros países, cualquier otra institución con funciones similares serviría). ii) Sería un mercado circunscrito geopolíticamente al ámbito de un estado (o unión de estados, como la Unión Europea), de manera que solo los ciudadanos de esa unidad política podrían vender sus órganos, y solo los ciudadanos podrían recibir uno de esos órganos (rectius: solo los beneficiarios del sistema sanitario de ese estado, sean o no «ciudadanos» stricto sensu; pero seguiré hablando de «ciudadanos» para simplificar). iii) El precio de compra sería único y fijado por el comprador. Debería ser «lo suficientemente alto para atraer a los vendedores», y hay que suponer que variaría en función de la oferta y la demanda (los autores no son muy explícitos en este punto). iv) La asignación o distribución de los órganos se realizaría al margen de criterios mercantiles y de acuerdo con «una concepción justa de la prioridad médica».

Sin embargo, los vendedores de órganos tendrían prioridad a la hora de recibir un órgano, si más adelante lo necesitaran. Es decir, el comprador compra órganos, pero no los vende, sino que los asigna de acuerdo con una lógica que podemos llamar «ciudadana». Además de presentar las asumidas ventajas de un mercado de órganos (en síntesis: salvar vidas y mejorar la salud), las ventajas adicionales de un mercado como este serían por lo menos las siguientes: i) Se evitaría la explotación de los habitantes de los países pobres, puesto que solo los ciudadanos podrían vender sus órganos. De otra manera, aquellos serían explotados no solo porque acaso el acto mismo de la compra del órgano podría suponer un abuso de su hipotética situación de pobreza extrema, sino porque contribuirían al sistema de distribución (vendiendo sus órganos), pero no podrían beneficiarse de él (al no ser beneficiarios del sistema sanitario del país de referencia). ii) Se evitaría (al menos en alguna medida) la explotación de los vendedores: en primer lugar, porque se evitarían las transacciones directas entre el vendedor y el destinatario último del órgano, que pueden pensarse generadoras de mayor explotación que si es la comunidad la que compra los órganos; en segundo lugar, porque cabe suponer (aunque los autores no lo dicen expresamente) que el precio sería mínimamente justo; en tercer lugar, porque los vendedores serían compensados no solo mediante el precio, sino además por la prioridad a la hora de recibir un órgano si lo necesitaran. iii) Se evitaría beneficiar a los ciudadanos ricos en el reparto de los órganos, puesto que los órganos son asignados según criterios no mercantiles, sino de «justicia sanitaria». Es decir, la capacidad económica de aquel que necesita el órgano devendría irrelevante a la hora de conseguirlo. iv) Se preservaría (en alguna medida) el valor intrínseco de los órganos, puesto que su uso estaría restringido a fines sanitarios y su distribución seguiría criterios de necesidad.

Un mercado de órganos (riñones) similar en algunos aspectos al propuesto por Erin y Harris es el que está vigente en Irán desde 1988: es un mercado limitado a los ciudadanos, y el estado paga una parte del precio del riñón. Sin embargo, las transacciones son directas entre el vendedor y el receptor del órgano (aunque mediadas por una agencia sin ánimo de lucro) y este paga una parte variable del precio, a la que hay que sumar una parte fija pagada por el estado. De cara a evaluar la bondad de la compraventa de órganos desde un punto de vista moral, no creo necesario tener en cuenta el modelo iraní, porque no parece aportar ventajas (morales) al modelo de Erin y Harris y acaso sí alguna desventaja, como la que supone que el receptor del órgano haya de pagar al menos una parte de su precio.

Cécile Fabre también ha propuesto un mercado regulado de órganos. Las diferencias con la propuesta de Erin y Harris son: i) los órganos serían comprados por agencias no gubernamentales sin ánimo de lucro, a cambio de un precio fijado por el estado (lo que quiere evitar Fabre es que un mismo sujeto sea quien fije el precio y quien compre, para evitar que los precios tiendan a la baja y se perjudique indebidamente a los vendedores); ii) se insiste expresamente en que el precio fijado por el estado debería ser un precio justo, en el sentido de que evitase la explotación de vendedores y de compradores, y iii) las agencias venderían los órganos a los pacientes. Esta última es la diferencia más significativa, esto es, que los receptores pagarían un precio por el órgano; pero hay que tener en cuenta que la propuesta de Fabre se encuadra en un más amplio sistema de redistribución de órganos, que incluye su confiscación por razones de salud. Lo que postula Fabre es el deber ciudadano de ceder órganos a quienes los necesitan para llevar una vida mínimamente decente (a minimally flourishing life), si esa cesión no conlleva un daño grave (por ejemplo: quien tuviera dos riñones habría de ceder uno a quien no tiene ninguno). Esto explica que, más allá del sistema confiscatorio, quienes quisieran comprar un órgano lo harían por razones no estrictamente sanitarias, sino, digamos, de «perfeccionamiento» (el ejemplo que pone Fabre es el de quien, teniendo un solo riñón, quiere ser atleta de élite, para lo que, según parece, se necesitan dos riñones); de aquí que se justifique el pago de un precio por el órgano, pues ese perfeccionamiento queda fuera de lo sometido a la justicia distributiva. La propuesta de Fabre es digna de consideración, pero no lo haré aquí porque desborda el objeto de este trabajo. A la hora de evaluar la bondad de un mercado de órganos, supondré que no se ha establecido un mecanismo confiscatorio y, por eso, no tendré en cuenta la propuesta de mercado de Fabre, cuyas especificaciones dependen de la previa existencia de ese mecanismo”.

LOS ARGUMENTOS CONTRA EL MERCADO DE ÓRGANOS

“Tenemos, pues, una presunción a favor de la legalización del comercio de órganos, si contribuye a salvar vidas, y tenemos también una propuesta de regulación de ese comercio que reduce en cierta medida los males que podrían derivarse de él. En estas condiciones, ¿qué argumentos podrían ofrecerse para desvirtuar esa presunción? Si nos fijamos en lo que suele decirse y escribirse al respecto, nos encontramos con la invocación de una larga serie de conceptos positivos y negativos: altruismo, consentimiento, dignidad, autonomía, libertad, integridad, daño, riesgo, coacción, abuso, explotación, desigualdad, cosificación, degradación, corrupción. A partir de aquí, cabría identificar un buen número de argumentos, pero creo posible reducirlos a dos o, acaso mejor, a dos grupos que permiten sendos tratamientos unitarios: i) argumentos basados en la desigualdad, y ii) argumentos basados en la degradación. Al margen de esta reducción queda el argumento basado en el daño (o riesgo de daño) que sufren quienes se desprenden de un órgano, pero aquí lo dejaré de lado porque asumí al principio que este daño es mucho menor que el beneficio causado a quienes reciben el órgano. Obsérvese, dicho sea de paso, que el argumento del daño vale tanto contra el comercio de órganos como contra su donación. Es decir, se trata de un argumento dirigido no específicamente contra el comercio sino contra el trasplante de órganos entre vivos, sea o no mediante precio. Por eso, ha sido utilizado para desalentar este tipo de trasplantes.

Los argumentos basados en la desigualdad giran en torno a la idea de que el comercio de órganos se aprovecha de una desigualdad injusta o la genera. Los argumentos basados en la degradación (o corrupción) sostienen que el comercio de órganos impide valorar correctamente ciertos bienes sociales. Michael Sandel, por ejemplo, lo resume así: “¿Pero es lícito comprar y vender riñones? Quienes dicen que no basan su objeción en dos motivos: argumentan que este mercado se aprovecha de los pobres, cuya decisión de vender un riñón puede no ser verdaderamente voluntaria (argumento de la justicia); o que este mercado fomenta un concepto degradante, cosificador, de la persona humana como conjunto de partes corporales de repuesto (argumento de la corrupción)”. También Cécile Fabre, Elizabeth Wicks o María Casado recurren a un esquema equivalente. A juicio de las dos primeras, las objeciones relevantes contra la venta de órganos son dos: la objeción de la mercantilización (commodification) y la objeción de la explotación; a juicio de la tercera, las objeciones se basan en el valor de la justicia (y de la solidaridad) y en el hecho de la desigualdad social y económica. El argumento u objeción de la explotación, o el que se basa en la desigualdad social y económica, corresponde con el que Sandel llama argumento de la justicia y yo he llamado argumento de la desigualdad. El argumento de la mercantilización, o el que María Casado relaciona con la justicia y la solidaridad, corresponde con el de la corrupción o degradación.

Por supuesto, los nombres no son lo más importante, aunque un nombre adecuado siempre ayuda. Por eso, cabe apuntar que: i) el nombre de «mercantilización» no me parece el más apropiado en este caso, precisamente porque de lo que se trata es de argumentar a favor o en contra de la propia mercantilización, e incurriríamos, por tanto, en una petición de principio, siquiera sea nominal y con la amenaza de convertirse en sustancial («la mercantilización es mala porque mercantiliza los órganos humanos»); ii) el nombre de «justicia» que usa Sandel me parece demasiado genérico, puesto que valdría para cualquier argumento relevante en esta materia, también para los que él asocia con la degradación de lo valioso, que, si son válidos, también permitirían calificar como «injusto» el comercio de órganos, y iii) si prefiero «desigualdad» a «explotación» es porque, como se verá, tengo interés en subrayar la desigualdad (injusta) de la que se aprovecha o puede generar el comercio de órganos, desde luego vinculada con una posible explotación, aunque quizá no necesariamente.

Brevemente, doy cuenta de otras clasificaciones, para cotejarlas con la dual que propongo de acuerdo con Sandel, Fabre, Wicks o Casado. Janet Radcliffe Richards analiza los siguientes argumentos contra el mercado de órganos: daño, menoscabo del altruismo, falta de consentimiento, coacción, explotación y corrupción. El argumento del daño ya lo hemos descartado. Los argumentos de la falta de consentimiento y de la coacción son variantes del argumento de la desigualdad. El argumento de la explotación puede considerarse o bien una variante del argumento de la desigualdad o bien una del argumento de la degradación, como luego trataré de justificar. El argumento del menoscabo del altruismo que cabe esperar si se mercantilizan los órganos humanos suele analizarse como un argumento independiente de los dos que pretendo manejar aquí. Por cierto que este argumento tiene el mérito de haber sido un elemento central del análisis de las transfusiones de sangre que publicó Richard Titmuss en 1970, y que puede considerarse el punto de partida sobre la controversia que nos ocupa, un libro que ya desde el principio suscitó un debate en el que participaron, entre otros, Kenneth Arrow y Peter Singer, y que se ha prolongado hasta nuestros días. De todas formas, a mi juicio el argumento del altruismo ha de vincularse con el de la degradación, o considerarse como una versión del mismo; pues se trata de que el hecho de que pongamos un precio a las partes o productos del cuerpo humano debilita nuestra tendencia al altruismo (en este caso, a donar sangre), pero entiendo que como consecuencia de una distorsión a la hora de dar sentido y valorar lo corporal. Sea porque debilitar el altruismo es de por sí una degradación de lo valioso, sea porque ese debilitamiento es producto de una degradación de lo corporal, entiendo que el argumento del altruismo puede incluirse en el más genérico de la degradación.

Por su parte, Eduardo Rivera López identifica el argumento kantiano, el paternalista, el de la pendiente resbaladiza, el de la distribución injusta y el de la explotación. Si no me equivoco, el primero de ellos cabe subsumirlo en el de la degradación, y el segundo, el cuarto y el quinto son variantes del argumento de la desigualdad (algo en lo que insistiré en la sección siguiente); el de la pendiente resbaladiza pertenecerá al ámbito del de la degradación o del de la desigualdad según el mal al que nos veamos abocados a resbalar. Stephen Wilkinson también propone una lista de argumentos contrarios a la venta de órganos humanos, que incluye el argumento del daño, el del altruismo, el de la falta de consentimiento, el de la coacción y el de la explotación, a los que añade más adelante el de la instrumentalización y el de la cosificación. A partir de esta lista cabe practicar la misma reducción que hemos llevado a cabo con la de Radcliffe Richards, con el añadido de que los dos últimos argumentos (instrumentalización y cosificación) pueden considerarse versiones del argumento de la degradación (o del que Rivera llama argumento kantiano)”.

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