Por Paul Battistón.-

Un par de décadas atrás, cuando nuestra música moderna popular era maravillosa y a su vez irrelevante a nivel inserción, pocos grupos giraban (metáfora) por MTV (que lo era todo). La globalización en sus inicios aún no significaba la actual hiperconectividad y la viralización como tal no existía. El posicionamiento dependía de estructuras comunicacionales y sus preferencias. Gradualmente en los comienzos y en forma más acelerada a partir de fines de los 90, la cadena de música MTV comenzó a convertirse no sólo en un muestrario sino en una factoría en sí misma de tendencias complementando la música con una serie de entretenimientos de nivel estupidez (desde la chata perspectiva de hoy día, estupideces de ingeniosa brillantez). Uno de estos engendros de banalidades vanguardistas ponía cinco participantes a hurgar (literalmente) la privacidad de una habitación (a veces de toda una unidad habitacional completa) de un sexto implicado de sexo físico contrario al de los primeros (la diversidad de usos sexuales aún no era cuestión de agendas planetarias). La finalidad era obtener con la presencia repentina del invadido (infraganti para el resto) situaciones comprometedoras e hilarantes que bajo alguna regla no determinada de cierta irracionalidad (random le dirían ahora) debería culminar con la elección de uno de los invasores de la privacidad por parte del invadido con fines de futura intimación.

El ejercicio de este engendro vendedor de morbo light se desarrollaba en el imperio del norte en suntuosas propiedades de participantes de clase media, esas que están muy por encima de la media de nuestra opulencia.

En los finales de los 90 fue cuando lo latino comenzó a cobrar un peso imprevisto (alguien se percató de la superioridad numérica de la presencia latina por sobre la afroamericana) y los medios de la vanguardia de la pavada comenzaron a darle un espacio específico que muy rápidamente se trasladó al sector político.

MTV fue una de las pioneras en llevar sus formatos a recorrer las geografías latinas exteriores y darle espacio a las interiores. El programa de las privacidades invadidas fue pomposamente anunciado en derroteros de habla hispana, Argentina, México, Panamá.

Sólo un par de programas en Buenos Aires dejaron la sensación de algo inesperado (para la gente opulenta del norte), además de dejar como ruta latina definitiva a México, donde la serie de capítulos fue apreciable. Cierto hacinamiento, desorden, polvo, arquitecturas incómodas, espacios reducidos y cierta urgencia de sobrevivientes de una catástrofe dieron lugar a un par de episodios para el olvido sin que hubiese acontecido nada que no fuera normal para nuestra vida diaria. Un compendio de miserias asumidas como bienestar regular de clase media no ofrecía nada que pudiera mostrarse como gustoso para el público opulento y consumista del norte. El morbo light se desdibujaba.

México ofreció un abanico de mansiones e intimidades cuidadas (a un alto costo) junto con cuestiones folclóricas distantes de la miseria. Al morbo se le sumaba una curiosidad limpia.

¿Hemos hecho de las miserias un culto? ¿Cuál es la razón para que quienes asumiendo cierta colección de miserias deban ser y se sientan considerados parte de una clase media?

Debemos buscar la respuesta quizás en el admirable trabajo que ha llevado adelante el populismo (peronismo) en fijarle un sentido antagónico a su verdadero significado a lo paupérrimo. Las constantes intenciones desde su aparición del peronismo de quedarse con la suma del poder público (el institucional) y a través del mismo avanzar sobre ese otro poder no institucional formado por las costumbres, tradiciones y formas para darle esa figura miserable acomodaticia a su ideología de pobreza empoderada y a su formato de doctrina sin lugar para ser discutida donde el niño de los mocos caídos en el escenario adecuado deja de ser un reclamo para convertirse en un estandarte.

La miseria plasmada a modo de demanda en los cuadros de Antonio Berni poco tiene que ver con la miseria llevada como estandarte de lo estético en la obra de una larga sucesión de artistas que se fueron plegando a la resignificación de lo miserable. El populismo sólo entendió por cultura lo atado a la estética de la pobreza y la pobreza en sí misma ya no fue plasmada como advertencia sino como objetivo. Yendo un paso más allá, también se procedió a la construcción de la pobreza sin su soporte de ausencia material. Sencillamente pobreza de libertad, de lenguaje, de opinión, de oportunidades, en definitiva, toda una sucesión de miserias acondicionadas con la perspectiva de ser impuestas de forma permanente (naturalizadas le dicen) que finalmente permitan imponer a la miseria misma como estándar de equidad.

La imposición de ídolos de la miseria con capacidades cognitivas dudosas, de militante uso de químicos de factura miserable, de léxico acotado conveniente a la miserabilizacion lingüística de los idólatras, apunta en la misma dirección, la de la aceptación de las miserias como destino prefijado.

La miseria se nos coló en nuestra resignación como una imposibilidad aceptada de lograr un bienestar ganado con esfuerzo. Hasta hace poco sentíamos que todo esfuerzo siempre sería insuficiente; la vara de la miseria estaba ahí para que así fuera. Estaba para negarnos una educación de calidad, para acercarnos la muerte en una camilla de hospital o simplemente al abrir la puerta de nuestra vivienda, para negarnos nuestro derecho a la libre circulación o simplemente trabajar.

He aquí el quid central de la batalla más importante, la batalla cultural. Simplemente la miseria no es cultura.

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