Por Hernán Andrés Kruse.-

“Una nación es un alma, un principio espiritual. Dos cosas que no forman sino una, a decir verdad, constituyen esta alma, este principio espiritual. Una está en el pasado, la otra en el presente. Una es la posesión en común de un rico legado de recuerdos; la otra es el consentimiento actual, el deseo de vivir juntos, la voluntad de continuar haciendo valer la herencia que se ha recibido indivisa. El hombre, señores, no se improvisa. La nación, como el individuo, es el resultado de un largo pasado de esfuerzos, de sacrificios y de desvelos. El culto a los antepasados es, entre todos, el más legítimo; los antepasados nos han hecho lo que somos. Un pasado heroico, grandes hombres, la gloria (se entiende, la verdadera), he ahí el capital social sobre el cual se asienta una idea nacional. Tener glorias comunes en el pasado, una voluntad común en el presente; haber hecho grandes cosas juntos, querer seguir haciéndolas aún, he ahí las condiciones esenciales para ser un pueblo. Se ama en proporción a los sacrificios que se han consentido, a los males que se han sufrido. Se ama la casa que se ha construido y que se transmite. El canto espartano: Somos lo que vosotros fuisteis, seremos lo que sois, es en su simplicidad el himno abreviado de toda patria. En el pasado, una herencia de gloria y de pesares que compartir; en el porvenir, un mismo programa que realizar; haber sufrido, gozado, esperado juntos, he ahí lo que vale más que aduanas comunes y fronteras conformes a ideas estratégicas; he ahí lo que se comprende a pesar de las diversidades de raza y de lengua. Yo decía anteriormente: haber sufrido juntos; sí, el sufrimiento en común une más que el gozo. En lo tocante a los recuerdos nacionales, los duelos valen más que los triunfos; porque imponen deberes; piden el esfuerzo en común. Una nación es, pues, una gran solidaridad, constituida por el sentimiento de los sacrificios que se ha hecho y de aquellos que todavía se está dispuesto a hacer”.

Ernest Renan: “¿Qué es una nación?” (Conferencia en la Sorbona el 11 de marzo de 1882).

Introducción

Marzo de 2008 fue un mes clave para el gobierno de la presidente Cristina Kirchner. Con su apoyo el ministro de Economía Martín Lousteau lanzó la Resolución 125 basado en un esquema de retenciones móviles para engrosar las arcas del Estado. Esta decisión desató una de las crisis políticas más graves desde la restauración democrática en 1983. La Sociedad Rural. Confederaciones Rurales Argentinas, Coninagro y la Federación Agraria tomaron la drástica decisión de desafiar la voluntad presidencial. Ese desafío se tradujo en cortes de rutas, discursos que asombraron por su violencia dialéctica y cacerolazos que se extendieron a lo largo y ancho del país. Los máximos dirigentes de las corporaciones mencionadas tuvieron la habilidad de elevar un reclamo sectorial a la categoría de defensa de los sagrados intereses de la Patria. Apoyados por el poder económico concentrado, los grandes medios de comunicación y los sectores medios y medios altos de la sociedad, “el campo” puso en jaque al gobierno nacional durante cuatro largos meses. Fue entonces cuando se popularizó la palabra “grieta”. Como el gobierno nacional no se amilanó ante la feroz embestida del “campo” la tensión política e institucional creció a tal punto que en un momento se temió por la estabilidad institucional.

La relación política amigo-enemigo enarbolada por Carl Schmitt se había instalado en el país. Dos grupos antagónicos se habían declarado la guerra poniendo en jaque la legitimidad democrática. Causó asombro el odio anidado en el espíritu de quienes participaron en los cacerolazos, odio que fue cuidadosamente alimentado por las usinas mediáticas opositoras al gobierno. Quedó de esa manera dramáticamente en evidencia la existencia de dos modelos antitéticos de país, dos Argentinas que jamás congeniaron. Por un lado la Argentina que enarboló desde siempre las banderas del orden conservador; por el otro, la Argentina que enarboló desde sus comienzos las banderas de lo nacional y lo popular. La Resolución 125 no hizo más que avivar un fuego que se había prendido en el lejano 25 de mayo de 1810 (saavedristas versus morenistas) y que nunca se apagó. La Resolución 125 no hizo más que poner en evidencia que nunca fuimos capaces de “tener glorias comunes en el pasado, una voluntad común en el presente; haber hecho grandes cosas juntos, querer seguir haciéndolas aún”. Nos demostró que jamás fuimos capaces de ser una nación, en suma.

¿Por qué nunca fuimos capaces de ser una nación? He aquí la gran pregunta. Se cuentan por millares los libros escritos intentando responderla. No es mi intención, por ende, pretender hacerlo. Lo que sí intentaré hacer es tratar de poner en evidencia la imposibilidad de la democracia como filosofía de vida de echar raíces en nuestro suelo. Nunca fuimos capaces de garantizar, a pesar de nuestras diferencias ideológicas, una convivencia basada en el respeto y la tolerancia.

Todos nuestros desencuentros, nuestra incapacidad para vivir en democracia, comenzaron a partir de la revolución que nos permitió independizarnos del imperio español. Esta afirmación no implica una valoración negativa de lo que aconteció el 25 de mayo de 1810. Todo lo contrario. Simplemente es una constatación de un fenómeno al que jamás logramos encontrarle solución: la lucha a muerte entre sectores antagónicos, ávidos de poder. En aquellas jornadas históricas comenzó a incubarse el germen de la discordia, la intolerancia, la violencia. Hasta el día de la fecha hemos sido incapaces de encontrarle el antídoto adecuado.

Lo que nos pasó a partir del 25 de mayo de 1810

La antesala del 25 de mayo de 1810

La revolución del 25 de mayo de 1810 fue el fruto de un largo proceso social, político y económico que comenzó a acelerarse el 22 de febrero de 1809 cuando el marino Baltasar Hidalgo de Cisneros, residente en Cartagena, recibió una impactante noticia: había sido nombrado virrey en el Plata en reemplazo de Liniers. La Suprema Junta Central había designado a un militar profesional destacado y experimentado. Pese al descontento generalizado que provocó dicha designación, Cisneros se presentó el 24 de marzo ante la Junta Central de Sevilla a recibir las directivas correspondientes. Según las autoridades españolas la situación en el Río de la Plata era harto complicada. La administración pública era un emblema de abusos de autoridad de toda índole, especialmente en la delicada esfera de la Justicia. Según una instrucción entregada a Cisneros, era deseo de su Majestad que “se olvide el principio abominable de que la opresión es la que tiene sujetos a los pueblos y que V.E. sustituya en su lugar la máxima que la conviene al gobierno liberal y justo que ejerce S.M., de que los hombres obedecen con gusto siempre que el Gobierno se ocupa de su felicidad. En su consecuencia deberá V.E. tratar de proteger y fomentar el comercio de aquellos habitantes, con recíproca utilidad suya y de la Metrópoli” (1). Evidentemente a la Junta Central le había llegado una información lapidaria respecto a lo que estaba aconteciendo en estos lares. Ello explica la confianza que depositó en Cisneros cuya misión fundamental era poner la colonia en orden.

El gran problema que tuvo Cisneros aún antes de emprender el viaje rumbo al Río de la Plata fue el cúmulo de información contradictoria que recibía minuto a minuto sobre la situación en el Río de la Plata. Quedaba así en evidencia la desorientación que reinaba en la intimidad de la Junta Sevillana. Ello obligó a Cisneros a analizar con sumo cuidado los informes que le acercaban y cotejarlos con lo que decían algunos testigos rioplatenses, para poder actuar con la responsabilidad que la situación ameritaba. No quería, por ende, dar ningún paso en falso. La mejor noticia que recibió provino de la propia Junta Central: lo autorizó, apenas arribara a Buenos Aires, a actuar con entera libertad. En otros términos: decidió no condicionarlo para que no se sintiera un títere del gobierno español. Una libertad, cabe aclarar, relativa ya que poco antes de su viaje recibió el último “consejo”, según el cual debía hacer todo lo que estuviera a su alcance para enervar los afanes independentistas exhibidos por sectores de la población de Buenos Aires. La Junta Central consideró, por ende, que Cisneros era el hombre adecuado para aplastar cualquier intento de rebelión en el Río de la Plata.

Cisneros arribó a Montevideo el 30 de junio de 1809. Estaba convencido de que Buenos Aires era un hervidero político. En realidad, las ideas de independencia no eran populares. No había, en aquel momento, una opinión pública que las apoyara. Sin embargo, había grupos, como los miembros del partido Carlotista, que estaban “inquietos”. Así lo reconoció Felipe Contucci, quien residía en Buenos Aires trabajando por el reconocimiento de la infanta Carlota. Según su mirada, en marzo de 1809 “unos están prontos a reconocer cualquier dinastía, sea francesa, española o musulmana, con tal que hallen en ella la conservación de sus puestos y empleos y la continuación de las restricciones comerciales; otros desean un gobierno que de esperanzas de reformar la administración y proscribir toda especie de restricciones. Este último partido es el más numeroso pero sin influencia en razón de la discrepancia de sus planes y proyectos; aquél, muy inferior en número, prevalece en razón de la unión y la identidad de vistas e intereses, y riquezas”. Según Contucci este partido estaba compuesto por “el gobierno y los comerciantes” mientras que el otro partido, por “los agricultores, los hombres de letras y los eclesiásticos”. Y advertía que si el partido más débil llegaba a equilibrar su fuerza con la del partido del gobierno y los comerciantes, se crearía un vacío de poder que obligaría a la Corte de Brasil a intervenir con su poder armado. Cabe aclarar que la posición de Contucci era totalmente interesada ya que lo que en el fondo deseaba, porque era funcional a sus intereses (y a los de la infanta Carlota), era precisamente la intervención de la Corte brasileña.

1) Roberto H. Marfany, Vísperas de Mayo, Ed. Teoría, Buenos Aires, 1960, citado por Carlos Floria y César García Belsunce, Historia de los argentinos, Ed. Larousse, Buenos Aires, p. 276.

Cisneros en el Río de La Plata

El sorpresivo arribo de Cisneros a Montevideo provocó cierto descontento en Buenos Aires. El flamante virrey había ordenado la entrega del mando fuera de la sede gubernamental de Buenos Aires, lo que fue considerado un agravio por su antecesor, Liniers. Sin embargo, el Cabildo tomó la decisión de recibirlo como el garante de un orden público bastante resquebrajado, según sus miembros. La opinión pública, es decir los habitantes de Buenos Aires, no mostraron entusiasmo alguno por su figura. Quienes sí se mostraban preocupados eran los miembros de las fuerzas militares. Dicho estado de ánimo resultaba perfectamente entendible. El cambio de Liniers por Cisneros perjudicaba los intereses de aquellos militares criollos que habían adquirido una gran influencia gracias a su participación en la defensa de Buenos Aires durante las invasiones inglesas, y luego durante el mandato de Liniers. Temían que Cisneros los juzgara “hombres de Liniers”. Otro factor de perturbación fue la designación de Elío como subinspector general de las tropas del Plata, catalogada como una ofensa a raíz de las tensiones con la ciudad de Montevideo. Por último, el nuevo escenario era considerado un triunfo para quienes habían sido derrotados en los hechos acaecidos en enero (1). El terreno se estaba sembrando con las semillas revolucionarias.

Quien supo analizar con extrema sagacidad lo que estaba aconteciendo por esas horas fue Manuel Belgrano. Consideró que Cisneros carecía de autoridad para ejercer el poder en el Río de la Plata por una simple y contundente razón: la autoridad que lo había designado no era legítima. Proponía, por ende, la desobediencia a un gobierno ilegítimo que, en plena decadencia, tenía la intención de continuar sojuzgando a los pueblos rioplatenses. Pese a no sentir por su persona mucha simpatía Belgrano visitó a Saavedra para convencerlo de que abrace la cruzada contra el yugo español. Según el citado Marfany esa reunión tuvo lugar el 11 de julio de 1809 con resultados poco satisfactorios para Belgrano. En efecto, el creador de la futura bandera nacional se encontró con personas que no comulgaban con sus ideales revolucionarios. La grieta comenzaba a emerger. Según consta en las actas del Cabildo y en lo que escribió el propio Belgrano las reuniones militares y las juntas de comandantes efectivamente tuvieron lugar (2). Si bien varios militares se mostraron indecisos, es justo reconocer en honor a la verdad histórica que hubo consenso en torno a la imperiosa necesidad de resistir la autoridad del flamante virrey. Si la rebelión no se produjo fue gracias a que Liniers tomó la decisión de entregar el mando. De esa forma se evaporó transitoriamente el clima conspirativo surgido a raíz de la designación de Cisneros. Saavedra también había puesto su grano de arena para tranquilizar los ánimos, pero ello no significaba la extensión de un cheque en blanco a las nuevas autoridades.

1) El 1 de enero de 1809 una delegación del Cabildo exigió la renuncia del virrey Liniers. Su suerte parecía echada. La presión era tan fuerte que decidió presentar su renuncia por escrito. Los revolucionarios pro españoles dieron por descontado el derrocamiento de Liniers. En cuestión de horas el panorama cambió radicalmente. Saavedra, seguro de contar con más tropas que los sublevados, avanzó sobre la plaza mientras él ingresaba al fuerte protegido por una escolta. Al sentirse apoyado, Liniers intimó a los sublevados a que se rindieran. Cuando el choque armado era inevitable las tropas comandadas por Álzaga se dispersaron. Las sanciones fueron muy severas: las tropas intervinientes en la asonada fueron disueltas y sus jefes fueron desterrados a Patagones, que en aquella época era como obligarlos a emigrar a la Siberia. Además, el Cabildo perdió gran parte de su influencia.

2) “Llamó Cisneros al virrey saliente (Liniers) y a los comandantes a Colonia, donde según los capitulares, “se desengañaría con (su) desobediencia, de (sus) verdaderas intenciones”. Pero ante el llamado de Cisneros, añade Saavedra, “al momento Liniers se presentó en la Colonia; en seguida hicimos nosotros lo mismo sin la más ligera repugnancia”. Cisneros pasó a Buenos Aires el 29 de julio. Saavedra termina diciendo que: “verificó su viaje el nuevo virrey y fue recibido del mando sin oposición ni contradicción alguna”, Floria y García Belsunce, Historia de…, p. 2281.

El desembarco de Cisneros en Buenos Aires

Al arribar a Buenos Aires el nuevo Virrey se encontró con un clima político que ni era tan tempestuoso ni tan calmo. Todo parece indicar que el pueblo de Buenos Aires lo recibió con amabilidad. Ello se debía porque, por un lado, la opinión pública aún no se había anoticiado de lo que estaba sucediendo en España y, por el otro, porque la presencia del nuevo Virrey no podía más que acaparar la atención de todos. Además, un acontecimiento semejante era propicio para ocultar aquello que el poder no quería que la población se enterase. Sin embargo, no todo era un lecho de rosas. Como bien señala Ricardo Levene “no sólo eran innumerables y graves los asuntos internos del Virreinato a mediados de 1809, sino que los resortes del gobierno se habían aflojado por completo, desgastados por su uso violento, indóciles a la voluntad dirigente” (1). En lenguaje contemporáneo, Liniers le dejó a Cisneros una “pesada herencia”. El problema de ingobernabilidad era muy serio. Escaseaban los recursos políticos, económicos y militares, abundantes en épocas pretéritas. El circo montado en torno a la ceremonia de asunción de Cisneros no podía ocultar la cruda realidad.

La dirigencia de Buenos Aires vivía aquellos momentos con marcada tensión. Había dirigentes que se mostraban partidarios de Cisneros, aunque costaba creer que fueran sinceros. Otros no ocultaban su disconformidad e insatisfacción, y otros se oponían a la presencia de Cisneros en una clara actitud antisistema. Para colmo, la fuerza militar había entrado en estado deliberativo, lo cual no hacía presagiar un clima afable para Cisneros. Apenas tomó las riendas del poder el flamante virrey ordenó un censo para determinar el número de extranjeros. Realizado en un total hermetismo, fue la herramienta utilizada por Cisneros para sacárselos de encima de manera gradual. Evidentemente no confiaba demasiado en ellos. En agosto se produjo una sublevación militar con motivo de la designación de Elío, la que pudo ser controlada luego de que el gobierno cediera a la amenaza. Al mes siguiente Cisneros se quejó por el elevado sueldo que Liniers había otorgado a las tropas de veteranos y urbanas, pero optó por mantener el statu quo. Consciente de la difícil situación reinante el virrey se convenció desde el principio que no debía “molestar” a la fuerza militar. Y para que no quedara ninguna duda acerca de su intención de ejercer un férreo control social sobre la población, en noviembre creó el Juzgado de vigilancia política “en mérito de haber llegado a noticia del Soberano las inquietudes ocurridas en estos sus dominios y que en ellos se iba propagando cierta clase de hombres malignos y perjudiciales afectos a ideas subversivas que propendían a trastornar y alterar el orden público y el gobierno establecido” (2).

Cisneros no tomó estas medidas por capricho. Era evidente su capacidad para percibir de entrada el escenario sobre el que debía moverse. La creación de una policía política obedecía al temor que sentía por la endeble estabilidad política e institucional. El virrey, hombre de armas con vasta experiencia y político astuto, no tuvo más remedio que garantizar el monopolio legítimo del uso de la fuerza, requisito esencial de todo sistema de dominación. ¿Por qué obró de esa manera? Porque seguramente temió que en poco tiempo lo derrocaran. Olfateó muy pronto el clima que estallaría apenas un año más tarde. Evidentemente la situación lo sobrepasó. Fue incapaz de neutralizar aquellos factores de poder que se pusieron en su contra apenas pisó el suelo de Buenos Aires. Su intento de reorganizar las fuerzas militares tampoco dio los resultados apetecidos. Era evidente su carencia de legitimidad.

Para colmo, el factor económico ejercía una notable influencia. A comienzos del siglo XIX Europa era el escenario de un desarrollo notable del sistema capitalista apoyado en el principio de la libertad económica. Surgieron nuevas actividades económicas que, al introducirse en territorios como el del Virreinato del Río de la Plata, colisionaron con las reglas económicas que imperaban hasta entonces. Los intereses que se vieron afectados fueron muchos. El monopolio comenzó a verse seriamente amenazado por el principio de la libertad económica. Fue así como se articularon y vincularon intereses que hasta ese momento habían carecido de un rumbo fijo. El puerto de Buenos Aires y los ganaderos eran plenamente conscientes de los beneficios de la apertura comercial. En la ciudad los comerciantes y los hacendados que residían cerca del límite con Buenos Aires sabían cuáles debían ser sus demandas. A ellos deben agregarse los comerciantes de España cuyos intereses eran resguardados por sus representantes en Buenos Aires, los comerciantes españoles europeos y los extranjeros no españoles, donde predominaban los británicos.

Fue, qué duda cabe, una prueba de fuego para el flamante virrey. Lo fue porque debió extremar su cintura política para garantizar la coexistencia de intereses antagónicos y que, además, fuera económicamente sustentable. En términos actuales se podría decir que Cisneros no tuvo más remedio que satisfacer demandas influyentes y antagónicas sin caer en el populismo. Como era lógico y previsible, fueron los comerciantes españoles quienes le exigieron un tratamiento de privilegio. Pero si el objetivo era lograr un precario equilibrio, no tuvo más remedio que permitir el comercio legal con Gran Bretaña siempre dentro de determinadas restricciones definidas por el Consulado. Para colmo, hacía cinco meses que las tropas no cobraban y los recursos escaseaban. Ello explica la impotencia de Cisneros para combatir el contrabando, una práctica habitual en aquella época.

Su intención de dejar contento a todo el mundo tropezó con serios obstáculos. Los comerciantes españoles y los peninsulares utilizaron el Cabildo y el Consulado para ejercer su poder de lobby en beneficio de sus intereses. Ello explica su dura oposición a la intención del virrey de imponer el libre comercio. En defensa del proteccionismo y el monopolio tuvieron la habilidad de cubrir sus intereses haciendo hincapié en la importancia de velar por el porvenir de los artículos y artesanías del interior del país. Tampoco se privaron de hablar de moral y religión. El gran defensor de las industrias nacionales fue Miguel Fernández de Agüero. Robusteció su postura con datos de la realidad de Mendoza, San Juan, La Rioja y Catamarca (el cultivo de la vid) y de Corrientes y Paraguay (las maderas empleadas para la construcción de embarcaciones); y rememorando los quebrantos sufridos anteriormente por las industrias en las provincias. Sin embargo, no logró ocultar lo que era evidente hasta para el más lego: su única intención era defender los intereses de los comerciantes españoles. Además, no dijo nada respecto a un asunto central: las crisis enumeradas carecieron, las más de las veces, de conexión alguna con la apertura indiscriminada del comercio. Y se privó de utilizar un argumento difícil de rebatir: ante el creciente poderío del imperio inglés el monopolio defendido por los españoles no sería sustituido por la libertad comercial sino por el monopolio inglés. Podría haber dicho lo siguiente: “Está bien Cisneros, eliminemos el monopolio español. ¿Pero usted cree que será reemplazado por una absoluta libertad comercial? No, lo que pasará es que ese vacío será ocupado inmediatamente por el monopolio inglés. ¿Eso es realmente lo que desea?” Cisneros se hubiera visto en figurillas para contestarle. Fue entonces cuando Mariano Moreno publicó su histórico escrito “La representación de los hacendados”. En dicho escrito Moreno esgrime razones económicas para sostener que los principios de la libertad de comercio se instituyeran de manera provisoria hasta que el actual sistema de comercio fuera sustituido por otro, tan estable como aquél. El documento ponía en evidencia la influencia que ejercieron sobre quién sería el jacobino secretario de la Primera Junta, autores como Quesnay, Filangieri, Jovellanos y Adam Smith (3).

El entuerto tuvo su fin con la sanción del Reglamento de libre comercio de 1809 y una posterior medida cuyo objetivo era impedir la entrada a piacere de los extranjeros y su eventual residencia definitiva en el Río de la Plata. Los datos de la economía le dieron la razón al virrey. En apenas cuatro meses los recursos que ingresaron al Tesoro fuero equivalentes a los recursos de todo 1806. Sin embargo, Cisneros orientó su accionar más con criterio político que criterio económico. Le preocupaba sobremanera, fundamentalmente por razones estratégicas, que los ingleses que ingresaran al río de La Plata pretendieran permanecer más tiempo del permitido. Al fin y al cabo, Cisneros era miembro de un imperio y lógicamente desconfiaba de quienes fueran miembros de otro imperio competidor. Ello explica la dureza con que fueron tratados al principio los comerciantes británicos. En efecto, sólo disponían de ocho días para cumplir con sus obligaciones de negocios para abandonar el Río de la Plata. Tiempo después ese plazo se extendió a cuatro meses. El argumento esgrimido por lord Strangford, ministro británico en Río de Janeiro, era difícil de refutar: si España permitía a los comerciantes ingleses comerciar dentro de su territorio sin problemas ¿por qué no adoptaba igual actitud respecto a los comerciantes ingleses que deseaban comerciar libremente en el Río de La Plata? Evidentemente la colonia española era un preciado botín de guerra. Finalmente, Cisneros decidió a favor de los comerciantes ingleses. Es probable que la presencia amenazante de barcos de la armada británica haya tenido algo que ver…

Al despuntar 1810 la situación económica lejos estaba de ser apremiante. Es más, el futuro se mostraba amable con quienes habían demostrado su adhesión al nuevo régimen que asomaba. Ni los criollos ni los comerciantes británicos se veían afectados por el cambio que había comenzado a gestarse. Sólo había un grupo (los españoles europeos) que se quejaba pero estaba lejos del Río de La Plata. Si bien en aquel momento no provocó ninguna reacción virulenta, La Representación de los Hacendados señaló el rumbo económico elegido por quienes pretendían modificar de cuajo el sistema de poder vigente hasta entonces. En definitiva, el factor económico ayudó a la consolidación del cambio económico que acompañaría al cambio político que estallaría en poco tiempo.

1) Ricardo Levene, La Revolución de Mayo y Mariano Moreno, Ed. El Ateneo, Bs. As., 1949, Tomo I, p. 370, en Floria y García Belsunce, Historia de los…., p. 283.

2) Libro de comunicaciones del consulado, en Floria y García Belsunce, Historia de los…, p. 285.

3) Floria y García Belsunce, Historia de…., p. 287.

Vísperas de la revolución

En aquel entonces el sistema político español se resquebrajaba sin remedio. Napoleón estaba obsesionado con España, a la que quería someter a como diera lugar. Pero la empresa no era sencilla. A partir de 1808 la lucha entre españoles y franceses se tornó encarnizada y Napoleón decidió el envío de sus mariscales para ponerle punto final a la cuestión. Al expirar 1808 se produjo la capitulación de Madrid y un año más tarde José I y sus tropas vencían a los españoles en Ocaña e invadía Andalucía. Finalmente, el 31 de enero de 1810 se produjo la caída de Sevilla provocando la inmediata huida de la Junta Central del Reino y su posterior disolución. Napoleón había logrado su cometido.

Floria y García Belsunce utilizan la expresión “sistema político” para caracterizar al imperio español y citan a dos eminentes politólogos del siglo XX: Robert Dahl y David Easton, y sus libros “Análisis sociológico de la política” y “El sistema político”, respectivamente. El imperio era, por ende, un conjunto interconectado de instituciones y actividades que hacía factible la elaboración y aplicación de decisiones que comprometían a la metrópoli y las colonias. España y sus posesiones americanas estaban vinculadas a través de una sólida red de comunicaciones y lo que decidía el corazón del sistema, España, repercutía sobre sus satélites. Al invadir la Península, Napoleón hirió de muerte al sistema. Las rebeliones que se produjeron en sus colonias atentaron contra sus flancos. La red comunicacional estalló en mil pedazos. El rey, imposibilitado de dar órdenes, se desconectó de los virreyes. Para colmo, fue puesta en tela de juicio la legitimidad de las reglas de juego que pretendían imponer los representantes españoles del monarca depuesto. Todos estos factores, al estallar al unísono, ocasionaron la quiebra del sistema político español.

Mientras tanto, el clima político reinante en el Río de La Plata era, a comienzos de 1810, bastante más tranquilo que el que había en 1809. Hubo algún temor sobre lo que podría pasar con motivo de la elección, el 1 de enero, de alcaldes y regidores. Nada pasó y la calma continuó durante los próximos meses. Pero se trataba de la típica calma que precede a la tormenta. Cualquier chispa podía desatar un incendio de impredecibles consecuencias. En marzo se tuvo noticias de la violenta represión de la revolución paceña comandada por el general Goyeneche. Este cruento acontecimiento despertó la ira de los criollos y liberales, y no hizo más que alimentar le sueño independentista. Tal era el malestar que cuando a fines de ese mes llegó a Buenos Aires la noticia del avance francés sobre Sevilla, el júbilo se apoderó de la población provocando la lógica alarma de Cisneros. Es probable que en ese momento al virrey se le haya helado la columna vertebral. Días más tarde se conocieron otros hechos de extrema gravedad: la disolución de la Junta Central, la constitución del Consejo de Regencia y la orden de regreso dada a Liniers. Resultaba por demás evidente que España no confiaba demasiado en él. En abril se conoció la caída de Sevilla y la incertidumbre comenzó a cortar el ambiente político como una filosa navaja. En mayo el buque Mistletoe arribó a Buenos Aires con periódicos confirmando la caída de Sevilla, la constitución del Consejo de Regencia y el avance francés sobre Cádiz, último baluarte español. Para los criollos independentistas había llegado el momento de precipitar los acontecimientos.

Para comprender lo que estaba aconteciendo en Buenos aires aquel histórico mayo de 1810 resulta insuficiente, remarcan Floria y García Belsunce, hacer hincapié en esos episodios. Es fundamental considerarlos como partes o elementos de un complejo proceso de cambio político. Valiéndose del análisis sistémico consideran que “Los factores e influencias que se cruzan entonces-de índole económica, social, política, administrativa, militar e ideológica-, deben ser apreciados como interacciones que se explican dentro de un sistema social del cual forman parte, con autonomía relativa, un sistema-o subsistema-político y otro económico, en cada uno de los cuales suceden hechos que rompen o hieren su lógica interna” (1). Lo que acontecía en el subsistema económico repercutía en los restantes subsistemas y lo que acontecía en estos subsistemas repercutía a su vez en el subsistema económico. Y así sucedía con todos los subsistemas localizados dentro del sistema social. Además, un proceso político revolucionario como el que aconteció en el río de la plata en mayo de 1810 no puede explicado desde una única perspectiva. Apoyándose en Crane Brinton (2) Floria y García Belsunce consideran que un fenómeno tan complejo como el proceso revolucionario que tuvo lugar en Buenos aires no puede ser analizado desde una única perspectiva. Sería erróneo suponer, por ejemplo, que la revolución de Mayo surgió de manera espontánea, como si fuese un fenómeno natural (un tsunami, por ejemplo). También lo es creer que un proceso de esta índole fue el resultado de un plan perfectamente diagramado y ejecutado por los revolucionarios. Para que se produzca una revolución es fundamental que existan hombres dispuestos a cambiar el statu quo en un ambiente que sea propicio.

El problema era que los revolucionarios de aquella época tenían en mente proyectos de cambio disímiles. Ello se debía a diferencias en sus temperamentos, en los medios de que disponían, en sus ideologías y en la pertenencia a generaciones diferentes. Para ponerlo con nombre y apellido: no eran lo mismo Cornelio Saavedra y Mariano Moreno. Sin embargo, ambos tuvieron un gran protagonismo en los sucesos de mayo. Ello significa que cuando se producen cambios tan radicales personalidades diferentes se unen en torno a un mismo fin. Saavedra y Moreno se unieron para cortar el cordón umbilical con el imperio español. Ahora bien, el hecho revolucionario en sí era lo único que garantizaba la unión de los diversos grupos que actuaron en la revolución. Una vez consumado, cada uno de ellos intentó conducir el proceso que acababa de tener lugar en función de sus intereses y objetivos. La armonía reinante en los momentos previos al hecho revolucionario y en el momento de su consumación, desaparece una vez consumado. Muchas veces meras diferencias de forma no hacen más que encubrir diferencias de fondo que salen a la luz una vez que el proceso revolucionario se afianza para luego ponerse en marcha. Al principio, los dos grupos que destituyeron a Cisneros, los jacobinos (Moreno) y los moderados (Saavedra) lograron una suerte de “coexistencia pacífica”. El afán de independizarse de España había sido más fuerte que sus desavenencias. Pero más temprano que tarde os jacobinos impusieron su concepción del proceso revolucionario. La revolución se había radicalizado o, si se prefiere, “morenizado” (3). “La morenización” del proceso revolucionario fue cuestionada, por ejemplo, por Ricardo Zorraquín Becú, para quien Saavedra “quiso mitigar (…) la violenta lucha ideológica y política que se desencadenó inmediatamente después de la revolución (pero) no pudo evitar que en Buenos Aires mismo se produjeran los motines populares y las maniobras políticas que en definitiva iban a quebrar su popularidad y a eliminarlo del gobierno” (4).

1) Floria y García Belsunce, Historia de los…, p. 294.

2) Crane Brinton, Anatomía de la Revolución, Ed. Aguilar, Madrid, 1958.

3) Aunque no lo reconozcan abiertamente, Floria y García Belsunce lamentan la “morenización” de la revolución: “Parecería como si los moderados debieran resignar su idealismo ante la presión de un realismo sin mayor preocupación por las reglas del juego acordadas. Aquéllos parecen obrar de acuerdo al sentido común, pero éste no parece regir las circunstancias revolucionarias, de ahí su rápida desubicación en el proceso”, “Historia de….”, p. 295.

4) Ricardo Zorraquín Becú, Cornelio de Saavedra, Revista “Historia”, núm. 18, Buenos Aires, 1960, p. 8, en Floria y García Belsunce, Historia de…, p. 295.

Bibliografía básica

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