Por Hernán Andrés Kruse.-

Falta muy poco para unas elecciones a presidente que son cruciales. Lo son porque por primera vez en la historia un outsider de la política será elegido presidente de la república el domingo 22 a la noche. Soy consciente de que las encuestas vaticinan un ballottage entre Javier Milei, candidato por La Libertad Avanza, y Sergio Massa, candidato por Unión por la Patria. Sin embargo, estoy convencido de que no habrá segunda vuelta. Una vez más, el bolsillo impondrá sus condiciones. Es imposible para cualquier oficialismo ganar una elección presidencial con una inflación de dos dígitos, un dólar blue incontrolable y un nivel de pobreza sencillamente obsceno. Además, los escándalos protagonizados por Insaurralde y “Chocolate” no hicieron más que sacudir a un electorado harto y hastiado de tanta mentira, tanta corrupción, tanta frivolidad.

Sin embargo, hay un fenómeno que permanece constante: la deletérea costumbre de la clase política de valerse de la mentira para congraciarse con el pueblo. Javier Milei, Patricia Bullrich y Sergio Massa no han hecho más que continuar la tradición de los Alfonsín, los Menem, los De la Rúa, los Duhalde, los Kirchner, los Macri y los Fernández. “La casa está en orden”, dijo Alfonsín desde el histórico balcón de la Casa Rosada en la caótica Semana Santa de 1987. “Si en la campaña electoral de 1989 hubiera dicho lo que pensaba hacer si llegaba a la Rosada, nadie me hubiera votado”, reconoció Carlos Menem años más tarde. “No habrá default ni devaluación”, afirmó De la Rúa en 2001. “El que depositó dólares recibirá dólares”, afirmó Eduardo Duhalde al asumir como presidente el 1 de enero de 2002. “No vengo a dejar mis convicciones en la puerta de la Casa Rosada”, afirmó Néstor Kirchner al asumir como presidente el 25 de mayo de 2003. “Dejamos de ser colonia”, afirmó Cristina Kirchner en el sexagésimo aniversario de la muerte de Evita. “La inflación es un problema de fácil solución”, afirmó Macri al debatir con Scioli en 2015. “¿Alguien cree realmente que tiene un futuro mejor si se imponen políticas de ajuste, reducción de derechos y una mayor concentración de ingresos?”, afirmó Alberto Fernández en la centésimo cuadragésimo primera sesión ordinaria del Congreso.

En el debate presidencial celebrado en Santiago del Estero la candidata presidencial por Juntos por el Cambio afirmó que jamás usó la violencia ya que militaba en una organización juvenil en la álgida década del setenta. Por su parte, Javier Milei se la pasa despotricando contra la casta política pero al mismo tiempo no dudó en bendecir la candidatura a gobernador de La Rioja de Martín Menem, hijo del senador Eduardo Menem, un emblema de la casta política. Para no ser menos que sus rivales Sergio Massa afirma sin ruborizarse que cuando asuma el 10 de diciembre nacerá una nueva Argentina, una Argentina que hará un culto de la producción y el trabajo. Pontifica como si no formara parte de este gobierno, como si no ejerciera la presidencia desde agosto del año pasado cuando asumió como ministro de Economía en reemplazo de Silvina Batakis.

¿Mienten los políticos? Por supuesto que sí. Los políticos mienten todo el tiempo. De todos el que más me impresiona es Sergio Massa. Realmente es admirable su capacidad para mentirle al pueblo en la cara sin que se le mueva un músculo de su rostro. Si jugara al póker sería campeón mundial. Hoy el tigrense se muestra codo a codo con Cristina Kirchner, su hijo Máximo y La Cámpora. Tiempo atrás Massa no ocultaba su aversión por Cristina, Máximo y sus acólitos. Apelemos, por ende, a la memoria histórica. El 1 de mayo de 2015 el entonces precandidato presidencial por el Frente Renovador dijo lo siguiente en un colmado estadio José Amalfitani:

“Les quiero contar un secreto a las más de 60 mil almas que hoy nos acompañan: voy a ser presidente. Voy a ser presidente porque me rebela tanta injusticia, no me resigno a vivir en un país donde el delincuente tenga derechos. Voy a ser presidente porque no quiero convivir con tanta pobreza (…) Voy a ser presidente porque me da asco la corrupción, yo no les tengo miedo. Los voy a meter presos a todos los corruptos. Nos quieren vender que la Argentina está dividida en dos veredas: la de la continuidad, la de seguir como si no pasara nada, que no hay inflación, que la inseguridad es una sensación, y ponen un candidato que, como lorito, repite lo que le dicen desde la Rosada. Nos quieren convencer de que la otra vereda es la del pasado, volver al ajuste, al helicóptero, a los fracasos porque no hay acuerdo de gobernabilidad sino amontonamiento de dirigentes. Yo la verdad es que no creo que el camino de la Argentina sea el ajuste o la impunidad, en el medio hay una grieta que desde hoy la transformamos en una ancha avenida.

Voy a ser presidente porque creo que tenemos una obligación con millones de argentinos que nos necesitan y a los que les tenemos que extender nuestra mano para cambiarles de verdad, y de una vez por todas, la vida. Ni vamos a volver al ajuste, ni vamos a seguir como estamos. Hoy ponemos en marcha el desafío de empezar a construirles el futuro a los argentinos (…) La Argentina que viene es una Argentina en la que bajan los impuestos. (…) Viene la Argentina de las economías regionales sin pagar retenciones, y donde nuestros trabajadores no van a pagar más impuesto a las Ganancias porque el salario no es ganancia. Le vamos a sacar a los trabajadores la soga al cuello y se la vamos a poner a los que timbeen porque no me importa quiénes sean los dueños del juego. La Argentina que viene es de la vivienda. De Ushuaia a La Quiaca, un millón doscientos mil argentinos podrán acceder a un programa que va a permitir que cada argentino entre a su casa sintiéndose dueño para dejar de ser inquilino (…) La Argentina que viene es la Argentina de la educación. Es la Argentina de los chicos desde los 3 años en las aulas. Con jornada escolar extendida, con las nuevas tecnologías: quiero a los pibes en la escuela y no tirados en la esquina. Quiero que todos tengan la misma educación, eso es igualdad de oportunidades. Viene la Argentina del abrazo a nuestros jubilados, no vamos a permitir que vuelvan las AFJP y les vamos a devolver el ingreso que les han robado en estos años con la inflación (…) Porque, en definitiva, vamos a sacar a los punteros que los obligan (alude a quienes poseen un programa social o la AUH) a ir a los actos (…) Viene la Argentina de un estado eficiente. Yo voy a barrer a los ñoquis de La Cámpora que nos quieren dejar en el estado.

La Argentina que viene es de seguridad y justicia. Quiero jueces independientes y no militantes. Quiero jueces que nos ayuden a terminar con este drama de la puerta giratoria (…) La Argentina que viene no es la de Zaffaroni, porque un delincuente no es lo mismo que una víctima. Voy a pedirle al Congreso que haya perpetua a narcotraficantes y violadores, terminemos con esta fiesta de excarcelaciones (…) Voy a terminar con esta justicia plagada de jueces saca-presos que hacen que los delincuentes entren y salgan como panchos por sus casas. A cada mamá, papá y abuelo, les digo que la Argentina que viene es la de los chorros en la cárcel (…) Quiero, en definitiva, convocarlos a todos a construir el cambio justo. Quiero convocar a todos, peronistas, radicales, independientes, socialistas y desarrollistas, a que por una vez nos saquemos de encima las camisetas de los partidos y nos pongamos la celeste y blanca que nos une a todos (…)”.

La mentira, qué duda cabe, hace a las esencia de la política. Buceando en Google encontré un maravilloso escrito del filósofo e historiador de la ciencia ruso Alexandre Koyré (1892-1864) titulado “La función política de la mentira moderna” (1943, Revista Rennaissance).

A continuación paso a transcribir partes del escrito.

“Nunca se ha mentido tanto como ahora. Ni se ha mentido de una manera tan descarada, sistemática y constante. Es posible argumentar que eso no es así, que la mentira es tan antigua como el mundo o, por lo menos, que el hombre mendax ab initio; que la mentira política nació con la ciudad misma, como repetidamente lo evidencia la historia; por último, sin remontarse ya a una era pretérita, que, cuando se produjo el lavado de cerebro de la Primera Guerra Mundial, y junto con la mentira propagandística de la época subsiguiente, se alcanzaron unos niveles y se establecieron unas marcas que muy difícilmente serán superados. Sin duda, todo esto es verdad; o casi. Es cierto que el hombre se define por la palabra, que es la que soporta la posibilidad de la mentira, y que -sin que ello le desagrade a Porfirio- el mentir, mucho más que reír, es lo propio del hombre. Igualmente, es verdad que la mentira política existe desde siempre; que las reglas y la técnica de lo que antaño se llamaba «demagogia», y hoy es llamado «propaganda», han sido sistematizadas y codificadas desde hace miles de años, y que los productos de esas técnicas, la política de los imperios olvidados y abandonados, nos hablan, todavía hoy, desde lo alto de los muros de Karnak y desde las rocas de Ankara.

Es indiscutible que el hombre ha mentido siempre. Se ha engañado a sí mismo y a los demás. Ha mentido por su propio placer -por el placer de ejercer esa facultad tan sorprendente de «decir lo que no es»-, y de crear, por medio de su palabra, un mundo en el que sólo él es responsable y autor. Ha mentido también para defenderse: la mentira es un arma. El arma favorita del inseguro y del débil, que, al confundir al adversario, se engrandece y se venga, así, de él. Pero no vamos a proceder aquí al análisis fenomenológico de la mentira, ni al estudio del lugar que ocupa en la estructura del ser humano: esto nos llevaría demasiado tiempo. Sólo a la mentira moderna y, más concretamente, a la mentira política moderna, en especial, quisierámos consagrar algunas reflexiones. Ya que, a pesar de las críticas que nos hagan, y de las que nos hacemos a nosotros mismos, estamos convencidos de que en este terreno quo nihil antiquius, la época actual, o más exactamente, los estados totalitarios han innovado poderosamente. Sin duda, la innovación no es total, y los regímenes totalitarios no han hecho más que llevar al límite ciertas tendencias, ciertas actitudes, ciertas técnicas que existían mucho antes que ellos. Pero no hay nada absolutamente nuevo en el mundo, todo tiene sus fuentes, sus raíces y sus orígenes; y todo fenómeno, todo concepto, toda tendencia, empujados hasta sus extremos, se alteran, se transforman en algo sensiblemente diferente.

Así pues, mantenemos que nunca se ha mentido tanto como se hace hoy en día, y que nunca se ha mentido tan masiva, tan íntegramente como en la actualidad. Nunca se ha mentido tanto…, en efecto, día a día, hora a hora, minuto a minuto, se vierten mentiras en el mundo, a raudales. La palabra, los escritos, el periódico, la radio… todo el progreso técnico se ha puesto al servicio de la mentira. El hombre moderno -refiriéndonos de nuevo al hombre totalitario-, se baña en la mentira, respira la mentira, está sometido a la mentira en todo momento de su vida. En cuanto a la calidad -nos referimos a la calidad intelectual- de la mentira moderna, ha evolucionado en sentido inverso a su extensión. Es comprensible, por lo demás. La mentira moderna -ahí radica su valor distintivo-, está fabricada en serie y se dirige a la masa. Ahora bien, toda producción de masas, es decir y especialmente, toda producción intelectual destinada a la masa, está obligada a rebajar su rasero. Así como no hay nada más refinado que la técnica de la propaganda política moderna, no hay tampoco nada tan burdo como el contenido de sus aserciones, que manifiestan un desprecio tan absoluto y total por la verdad. E incluso por la propia verosimilitud. Desprecio que no es sino igualado, y lo supone además, por el de las facultades mentales de aquellos a los que se dirige.

Podríamos preguntarnos incluso -de hecho, nos lo preguntamos efectivamente-, si tenemos todavía el derecho de hablar aquí de «mentira». Así, el concepto de «mentira» presupone el de la veracidad, de la cual ella es su opuesto y su negación, lo mismo que el concepto de falsedad presupone el de verdad. Ahora bien, las filosofías oficiales de los regímenes totalitarios proclaman unánimemente que la concepción de la verdad objetiva, una para todos, no tiene ningún sentido; y que el criterio de «Verdad» no remite a su valor universal sino a su conformidad con el espíritu de la raza, de la nación o de la clase, su utilidad racial, nacional o social. Prolongando y llevando hasta el extremo las teorías biologicistas, pragmáticas, activistas de la verdad y consumando lo que muy bien se ha llamado «la traición de los intelectuales», las filosofías oficiales de los totalitarismos niegan el valor propio del pensamiento que, para ellos, no es una ilustración sino un arma; su fin, su función, dicen ellos, no es revelarnos la realidad, es decir, lo que realmente es, sino que nos ayudan a modificarla, a transformarla, guiándonos hacia lo que no es. Por todo ello, como ha sido reconocido durante mucho tiempo, el mito a menudo es preferido a la ciencia, y la retórica que se dirige a las pasiones es preferido a la demostración dirigida a la inteligencia.

También en sus publicaciones (incluso en las que se dicen científicas), en sus discursos y, por supuesto, en su propaganda, los representantes de los estados totalitarios se preocupan muy poco de la verdad objetiva. Más fuertes que Dios todopoderoso, transforman a su antojo el presente, e incluso el pasado. Se podría concluir, y se ha hecho a veces, diciendo que los regímenes totalitarios se sitúan más allá de la verdad y de la mentira. Creemos, por nuestra parte, que eso no tiene importancia. La distinción entre la verdad y la mentira, lo imaginario y lo real, queda bien justificada en el interior mismo de las concepciones y de los estados totalitarios. Es sólo su lugar y su papel los que en cierta manera están intercambiados: los totalitarismos están fundados sobre la “primacía de la mentira” (…). La mentira es un arma. Por lo tanto, es lícito emplearla para la lucha. Incluso sería estúpido no hacerlo. Por supuesto, a condición de no utilizarla más que contra el adversario y no volverla en contra de los amigos y aliados. Así pues, a grandes rasgos, se puede mentir al adversario, engañar al enemigo (…). La mentira, en líneas generales, no está recomendada en las relaciones pacíficas. Sin embargo (por ser el extranjero un enemigo potencial), la veracidad nunca ha sido considerada como la cualidad preferida de los diplomáticos.

La mentira es más o menos admitida en el comercio; aun así, las costumbres nos imponen límites que tienen tendencia a hacerse cada vez más estrechos. No obstante, las costumbres comerciales más rígidas toleran sin protestar la mentira que se reconoce como reclamo. La mentira resulta, pues, tolerada y admitida. Pero precisamente… no debe ser sino tolerada y admitida. En ciertos casos. Hay alguna excepción, como en la guerra, durante la cual, únicamente, utilizarla se convierte en algo justo y bueno. Pero, ¿y si la guerra, estado excepcional, episódico, pasajero, se convierte en estado perpetuo y cotidiano? Está claro que la mentira, de ser excepcional, pasaría también a ser cotidiana, y que un grupo social que se viera y se sintiera rodeado de enemigos, no dudaría jamás en emplear contra aquellos la mentira. Verdad para los suyos, falsedad para los otros: se convertiría en una regla de conducta, se introduciría en las normas del grupo en cuestión. Vayamos más lejos. Consumemos la ruptura entre «nosotros» y los «otros». Transformemos la hostilidad de hecho en una enemistad en cierto modo esencial, fundada en la naturaleza misma de las cosas. Sometamos a nuestros enemigos más amenazantes y poderosos. Está claro que todo grupo, situado de esta manera en medio de un mundo de adversarios irreductibles e irreconciliables, vería abrirse un abismo entre ellos y él mismo, un abismo que ninguna vinculación, ninguna obligación social, podría franquear. Parece evidente que en y para un grupo como éste, mentir -mentir a los otros, claro está-, no sería un acto simplemente tolerado, ni siquiera una simple regla de conducta social: se haría obligatorio, se convertiría en una virtud. En cambio, la veracidad fuera de lugar, la incapacidad de mentir, muy lejos de ser considerada como un gesto caballeresco, se convertiría en una tara, un signo de debilidad y de incapacidad.

Toda sociedad secreta, bien sea un grupo de doctrina o bien de acción, una secta o una conspiración -y, por lo demás, siendo bastante difícil trazar el límite entre estos dos tipos de grupos, pues el grupo de acción será, o se convertirá casi siempre, en un grupo de doctrina-, es un grupo secreto o incluso de secretos. Queremos decir que, aún cuando sea un mero grupo de acción, como una banda de gansters o una conspiración de pasillos, no posee rasgos de doctrina esotérica y secreta en la que esté obligado a salvaguardar los misterios escondiéndolos a los ojos de los no iniciados, y su existencia misma está indisolublemente ligada al mantenimiento de un secreto e incluso de un doble secreto; del secreto de su propia existencia al igual que el de los fines de su acción. Por todo ello, el deber supremo del miembro del grupo secreto, el acto con el que expresa su afinidad y su fidelidad a éste, el acto por el cual se afirma y se confirma su pertenencia a dicho grupo, consiste, paradójicamente, en la disimulación de este hecho. Disimular lo que se es, y, para poder hacerlo, simular lo que no se es: ahí radica, pues, el mecanismo de subsistencia que, necesariamente, cualquier sociedad secreta impone a sus miembros.

Disimular lo que se es, fingir lo que no se es… Esto implica, sin lugar a dudas, no decir -nunca- lo que se piensa ni lo que se cree, y también decir -siempre- lo contrario. Así, para todo miembro de un grupo secreto, la palabra no es más que un medio para ocultar su propio pensamiento. Por lo tanto, todo lo que dicen es falso. Toda palabra, al menos todo discurso en público, es mentira. Sólo las cosas que no dicen o al menos que no revelan más que a los «suyos» pueden, o no, ser verdad. La verdad resulta, pues, siempre esotérica y oculta. Nunca es accesible al común, al profano. Ni siquiera lo es para el que no está completamente iniciado. Todo miembro de una agrupación secreta, digno de su papel, tiene plena consciencia de ello. Por lo tanto, jamás creerá lo que oiga decir en público por un miembro de su propia asociación, y sobre todo, no admitirá jamás como verdadero algo que sea públicamente proclamado por su jefe. Ya que no es a él a quien se dirige su jefe, sino a los «otros», a esos «otros» a quienes tiene el deber de cegar, estafar, engañar. Y, entonces -de nuevo con una paradoja-, sólo en el rechazo de creer en lo que dice y proclama se expresa la confianza del miembro del grupo en su jefe.

Los gobiernos totalitarios no son, desgraciadamente, ni más ni menos que sociedades secretas, rodeadas de enemigos amenazantes y poderosos, y se ven obligados, por este hecho, a buscar la protección de la mentira, a esconderse, a disimular. E incluso los «partidos únicos» que forman el armazón de los regímenes totalitarios, no pueden, nos dirán, tener nada en común con los grupos de conspiradores: operan en pleno día. También, lejos de querer encerrarse, y levantar una barrera entre ellos mismos y los otros, su fin, reconocido y patentado, es precisamente el de absorber a todos esos «otros», englobar y abarcar a la nación (o a la raza) entera. Por otra parte, cabría discutir el vínculo que pretendemos establecer entre totalitarismo y mentira. Podríamos valorar que, aunque lejos de ocultar y disimular los fines cercanos y lejanos de sus acciones, los gobiernos totalitarios siempre los han proclamado urbi et orbi (para lo que ningún estado democrático ha tenido nunca el valor), y que es ridículo acusar de mentir a alguien que como Hitler anunció públicamente (e incluso lo imprimió, negro sobre blanco, en Mein Kampf ) el programa que a continuación realizó punto por punto. Todo lo cual, sin duda, es acertado; pero sólo en parte. Y por ello las objeciones que acabamos de formular no nos parecen de ninguna manera decisivas. Es verdad que Hitler (como los otros caudillos de estados totalitarios), anunció todo su programa de acción públicamente. Pero, precisamente porque sabía que no sería creído por los «otros», que sus declaraciones no serían tomadas en serio por los no iniciados, precisamente así, diciéndoles la verdad, estaba seguro de engañar y adormecer a sus adversarios. Sería, pues, ésta una vieja técnica maquiavélica de la mentira en segundo grado, técnica perversa por antonomasia, y en la que la verdad misma se convierte en puro y simple instrumento de engaño. Parece claro que la tal «verdad» no tiene nada que ver con la verdad (…). Los regímenes totalitarios no son sino conspiraciones, resultantes del odio, el miedo, la envidia, nutridas por un deseo de venganza, de dominación, de rapto; confabulaciones que han conseguido, o mejor, y ese es un punto importante, que han logrado parcialmente el éxito, que han conseguido imponerse en su país hasta conquistar el poder, adueñándose del Estado. Pero que no han logrado -todavía- realizar los fines que se han propuesto, y, precisamente por ello, continúan conspirando.

En la antropología totalitaria, el hombre no se define por el pensamiento, la razón o el juicio, justamente porque, según aquélla, la inmensa mayoría de los hombres está desprovisto de ellos. Por otro lado, ¿podemos seguir hablando de hombre? De ninguna manera. Ya que la antropología totalitaria no admite la existencia de una esencia humana única y común a todos. Entre un hombre y «otro hombre» no habría diferencia, una diferencia de grado, sino una diferencia de naturaleza. La vieja definición griega que designa al hombre como un zoon logicon, descansa en un equívoco: no hay relación necesaria entre logos -razón y logos -palabra, como tampoco existe medida común entre el hombre, animal razonable y el hombre, animal que habla. Ya que el animal hablante es ante todo un animal crédulo, y el animal crédulo es precisamente el que no piensa. A su juicio, el pensamiento, es decir la razón -discernimiento de lo verdadero y lo falso, decisión y juicio-, se estima como algo raro y muy poco extendido en el mundo: sería un asunto de la élite y no de la masa. Y esta última se ve guiada o, mejor, movida por el instinto, la pasión, por los sentimientos y resentimientos. En ella, no sabe pensar. Ni querer. No sabe sino obedecer y creer. Y cree todo lo que oye. Con tal de que se lo digan con suficiente insistencia. Con tal de que halaguen sus pasiones, sus odios y sus pavores. Por lo tanto, es inútil intentar permanecer más acá de los límites de la verosimilitud: al contrario, cuanto más descarada, masiva y cruelmente se miente, mejor se será creído y seguido. Resulta inútil igualmente intentar evitar la contradicción: la masa nunca la percibirá; es inútil hacer concordar lo que se dice a unos con lo que se cuenta a los otros: nadie creerá lo que se comenta a los otros, y todo el mundo creerá lo que se le dice a él; es inútil aspirar a la coherencia: la masa carece de memoria; es inútil disimularles la verdad: es radicalmente incapaz de percibirla; es inútil incluso esconderles que se la engaña; no comprenderá jamás que se trata de eso mismo, que se trata del tratamiento al que se la somete”.

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