Por Luis Orea Campos.-

Se ha puesto de moda últimamente en el ámbito de los analistas políticos alertar que crece el descrédito de la democracia como sistema de convivencia social en el electorado, en particular entre los jóvenes.

Pero ninguno de ellos asume la responsabilidad que le cabe en la propagación de este fenómeno sociológico. Es inexplicable como tanto ellos como los grandes medios contribuyan a que cunda el escepticismo respecto de la eficacia del sistema democrático como continente de la voluntad popular y garante de la transparencia de los negocios públicos, por ejemplo instalando que los políticos “son todos lo mismo”

Y eso, que es cierto en gran parte, no es una verdad absoluta: hay dirigentes que realmente desean ir más allá de la mera búsqueda del poder y lograr la estabilización y el despegue del país.

Pero al parecer es más vendible ensañarse con el «fracaso» de Macri y ponerlo en la misma bolsa que al gobierno kirchnerista -una secta empeñada en remover hasta el último cimiento del orden institucional, usando, como es de práctica, los mecanismos que les provee el mismo sistema al que quieren exterminar- o dedicar cientos de minutos de aire y centímetros de columna para comentar las miserias de las “internas” palaciegas o de los opositores obviando el tratamiento de temas estructurales que hacen temblequear el edificio social.

Es hora de que quienes tienen la posibilidad de influir en la opinión del público comiencen a pensar que parte tienen en ese descrédito de la democracia cuyo expansión tanto parece preocuparles.

Así fue como los nazis se hicieron del poder en la Alemania post Versalles: usaron los mismos mecanismos que les proveía el sistema para sustituirlo por una autocracia aprovechando la confusión y el descreimiento del pueblo en la eficacia del sistema hasta entonces vigente para dar respuestas a sus necesidades diarias.

Difícilmente aquí lleguemos a esos extremos, pero por cierto el reemplazo conceptual de la democracia por el populismo y los líderes mágicos nos ha traído hasta el estado de decadencia del que hoy gozamos cómodamente

Muchos medios, opinólogos y analistas hablan del progresivo descrédito de la democracia como si fueran necesarias sesudas elaboraciones para llegar a esa revelación cuando en realidad el fenómeno es fácilmente perceptible en la calle.

Como no va a pasar eso si es inexplicable que el sistema no sólo haya posibilitado que una persona tan gris y mediocre como Alberto Fernández haya llegado a la presidencia, sino que a pesar de las muestras diarias de su incompetencia que causó miles de muertes evitables, de su extravío mental, de sus ridiculeces y papelones que alimentan la burla despiadada de humoristas y articulistas siga orondo calentando el sillón de Rivadavia sin que aparezca una Tía Vicenta que clame por su despido inmediato caricaturizándolo no como una tortuga sino como un pato criollo.

Como no va a pasar eso si en nuestras narices todos los días aparecen muestras del saqueo al erario que una horda de parásitos perpetra desde el gobierno sin que al colectivo social se le mueva un ceja ni desencadene otra reacción que subir memes o furiosos comentarios a las redes.

Mientras se tolere que un tonto de capirote ejerza la presidencia de la Nación, deje en ridículo al país y ocasione daños irreparables al concierto institucional, y que cardúmenes de pirañas sanguinarias agredan sin pausa al tesoro y a las instituciones del Estado por favor, no sigan con la cantinela del «descrédito de la democracia»

Porque el descrédito del que se habla no es de la democracia, nos pertenece íntegramente a nosotros como ciudadanos que no sabemos, no podemos o no queremos hacer respetar el sistema embebidos en nuestras pequeñeces diarias que nos arrastran y nos obnubilan olvidándonos de lo que costó recuperarlo de las manos de “hombres providenciales” que venían a reorganizar la Nación a punta de fusil.

Al sistema se lo defiende no solamente pregonando el respeto a los plazos constitucionales sino exigiendo que los funcionarios elegidos demuestren su idoneidad para ejercer el mandato conferido… o en caso contrario se vayan a su casa, porque se supone que se los elige para administrar con eficiencia los recursos públicos y asegurar las bases para el desarrollo equitativo del país, no para fungir de alegres comentaristas de una realidad que sólo existe en su imaginación mientras usufructúan los privilegios del poder.

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