Por Hernán Andrés Kruse.-

A fines de la década del treinta del siglo pasado el profesor Manuel García Morente publicó en nuestro país “Lecciones preliminares de filosofía”. Se trata de un libro de filosofía escrito para quienes carecemos de formación filosófica. En sus líneas queda en evidencia su notable capacidad conceptual y su facilidad para escribir en lenguaje sencillo, casi coloquial, lo que es complejo y profundo.

García Morente comienza por hacer referencia a la filosofía y su vivencia. Escribió el autor:

“Vamos a iniciar el curso de introducción a la filosofía planteando e intentado resolver algunas de las cuestiones principales de esta disciplina. Ustedes vienen a estas aulas y yo a ellas también, para hacer juntos algo. ¿Qué es lo que vamos a hacer juntos? Lo dice el tema: vamos a hacer filosofía.

La filosofía es, por de pronto, algo que el hombre hace, que el hombre ha hecho. Lo primero que debemos intentar, pues, es definir ese “hacer” que llamamos filosofía. Deberemos por lo menos dar un concepto general de la filosofía, y quizá fuese la incumbencia de esta lección primera la de explicar y exponer qué es la filosofía. Pero esto es imposible. Es absolutamente imposible decir de antemano que es la filosofía. No se puede definir la filosofía antes de hacerla; como no se puede definir en general ninguna ciencia, ni ninguna disciplina, antes de entrar directamente en el trabajo de hacerla.

Una ciencia, una disciplina, un “hacer” humano cualquiera, recibe su concepto claro, su noción precisa, cuando ya el hombre ha dominado ese hacer. Sólo sabrán ustedes qué es la filosofía cuando sean realmente filósofos. Por consiguiente, no puedo decirles lo que es la filosofía. Filosofía es lo que vamos a hacer ahora juntos, durante este curso en la universidad de Tucumán.

¿Qué quiere esto decir? Esto quiere decir que la filosofía, más que ninguna otra disciplina, necesita ser vivida. Necesitamos tener de ella una “vivencia”. La palabra vivencia ha sido introducida en el vocabulario español por los escritores de la Revista de Occidente, como traducción de la palabra alemana “Erlebnis”. Vivencia significa lo que tenemos realmente en nuestro ser psíquico; lo que real y verdaderamente estamos sintiendo, teniendo, en la plenitud de la palabra “tener”.

Voy a dar un ejemplo para que comprendan bien lo que es la “vivencia”. El ejemplo no es mío, es de Bergson. Una persona puede estudiar minuciosamente el plano de París; estudiarlo muy bien; anotar uno por uno los diferentes nombres de las calles; estudiar sus direcciones; luego puede estudiar los monumentos que hay en cada calle; puede estudiar los planos de esos monumentos; puede repasar las series de las fotografías del museo del Louvre, una por una. Después de haber estudiado el plano y los monumentos, puede este hombre procurarse una visión de las perspectivas de París, mediante una serie de fotografías tomadas de múltiples puntos de vista. Puede llegar de esa manera a tener una idea regularmente clara, muy clara, clarísima, detalladísima de París.

Esta idea podrá ir pefeccionándose cada vez más, conforme los estudios de este hombre sean cada vez más minuciosos; pero siempre será una mera idea. En cambio, veinte minutos de paseo a pie por París, son una vivencia.

Entre veinte minutos de paseo a pie por una calle de París y la más larga y minuciosa colección de fotografías, hay un abismo. La una es una mera idea, una representación, un concepto, una elaboración intelectual; mientras que la otra es ponerse uno realmente en presencia del objeto, esto es; vivirlo, vivir con él; tenerlo propia y realmente en la vida; no el concepto que lo sustituya; no la fotografía que lo substituya; no el plano, no el esquema, que lo substituya, sino él mismo. Lo que nosotros vamos a hacer es vivir la filosofía.

Para vivirla es indispensable entrar en ella como se entra en una selva; entrar en ella a explorarla.

En esta primera exploración, evidentemente no viviremos la totalidad de ese territorio que se llama la filosofía. Pasearemos por algunas de sus avenidas; entraremos en algunos de sus claros y de sus bosques; viviremos realmente algunas de sus cuestiones, pero otras ni siquiera sabremos que existen quizá. Podremos de esas otras o de la totalidad del territorio filosófico, tener alguna idea, algún esquema, como cuando preparamos algún viaje tenemos de antemano una idea o un esquema leyendo el Baedeker previamente. Pero vivir, vivir la realidad filosófica, es algo que no podremos hacer más que en un cierto número de cuestiones y desde ciertos puntos de vista.

Cuando pasen años y sean ustedes viajeros del continente filosófico, más avezados y más viejos, sus vivencias filosóficas serán más abundantes, y entonces podrán ustedes tener una idea cada vez más clara, una definición o concepto cada vez más claro, de filosofía”.

Manuel García Morente fue, qué duda cabe, una verdadero MAESTRO.

Anexo

Bidart Campos y la democracia como régimen de libertad

En el mundo político hay vocablos que tienen buena prensa y otros que no. Hay vocablos que son simpáticos y otros que no lo son. Tales los casos de “democracia” y “liberalismo”. Todo el mundo valora a la democracia. Quien no lo hace, quien pone en evidencia sus defectos, corre el riesgo de ser tildado de antidemocrático o directamente de fascista. No todos, en cambio, valoran positivamente al liberalismo. La mayoría está convencida que el liberalismo es sinónimo de capitalismo salvaje, de explotación, de concentración económica y de otras calamidades por el estilo. Quienes valoran negativamente al liberalismo lo ubican en las antípodas de la democracia. Son términos antagónicos, en suma.

La Argentina constituye un claro ejemplo. La inmensa mayoría de los argentinos desprecian al liberalismo. Lo asocian con lo peor de la política vernácula. Lo asocian con los Krieger Vasena, los Martínez de Hoz, los Domingo Cavallo y compañía. Lo reducen a su esfera económica creyendo, erróneamente, que los ministros de economía recién nombrados aplicaron políticas liberales. Esa misma mayoría tiene, por el contrario, una buena imagen de la democracia. Es el mejor sistema político posible, afirman sin titubear, siempre que no se contamine con el virus liberal. Para estos millones de compatriotas la democracia nada tiene que ver con el liberalismo.

El problema radica, me parece, en el reduccionismo que se hace del liberalismo. En efecto, el liberalismo se sustenta en un valor esencial: la libertad. Excede, por ende, con creces al ámbito económico. El liberalismo es una filosofía de vida basada en la libertad, la tolerancia, el respeto por el otro y la plena vigencia de los derechos humanos. ¿Cómo puede, entonces, ser antagónico de la democracia? El problema radica en que la democracia sufre del mismo reduccionismo. En efecto, muchos argentinos creen que la democracia implica pura y exclusivamente el acto eleccionario, el derecho de cada ciudadano de entrar al cuarto oscuro cada dos años para elegir a sus representantes. La democracia queda reducida a un mero acto mecánico.

Ahora bien ¿la democracia sólo implica el acto eleccionario? Sólo cabe responder de manera negativa. La democracia es mucho más que el acto eleccionario. Implica un régimen político que se apoya en los valores medulares consagrados por el liberalismo. La democracia y el liberalismo son, pues, las dos caras de una misma moneda. La democracia es necesariamente democracia liberal. La democracia es, como expresa Bidart campos, un régimen de libertad.

En su libro “La recreación del liberalismo”, Bidart Campos escribió lo siguiente a propósito de este tema.

“Puede ayer haber existido una democracia liberal que no sirva hoy, y puede hoy necesitarse una democracia que siga siendo liberal pero no a la usanza de otro siglo sino a la de éste. Con estas aserciones estamos emparentando mucho a la democracia y al liberalismo. Y lo hacemos no para readquirir la vigencia de la estructura que se denominó demoliberal y que se afincaba en un liberalismo ahora superado, sino para dar a entender que toda democracia, cualquier democracia, la democracia, si por esencia no es un régimen de libertad, no es ninguna democracia. La de ayer, la de hoy, la de mañana, ha sido, es y tendrá que ser esencialmente un régimen de libertad, pero no de una libertad invariable, siempre la misma, o tal vez inmovilizada, sino de una libertad que es la de cada tiempo, la de cada sociedad, la de cada complejo cultural. Así comprendida la cuestión, democracia y libertad son una misma cosa. Y si la organización social y política de la libertad es el liberalismo, democracia y liberalismo también coinciden, aunque de nuevo ese liberalismo sea “un” liberalismo, no siempre idéntico, sino el de cada tiempo histórico, el de cada sociedad, el de cada complejo cultural, y no el mismo para siempre (…)”.

“Para algunos, la democracia encierra un problema de titularidad del poder, de quiénes lo ejercen. Y es claro, por esta vertiente, las formas democráticas del constitucionalismo moderno nos suministran sus teorías, sus creencias, sus fórmulas normativas: el poder lo ejerce el pueblo, la soberanía pertenece al pueblo, los gobernantes representan al pueblo, el poder emana del pueblo, etc., etc. (…) Se trata de algo que han “creído” los hombres de la época, de representaciones colectivas que han estado o están en la imaginación ideológica (…) No se trata, en cambio, de realidades que se hayan ubicado en el área de las vigencias sociológicas, porque el “pueblo” nunca gobernó, nunca tuvo el poder, nunca fue soberano, tampoco ahora, ni en el futuro, porque ni puede gobernar, ni titulariza la soberanía, ni ejerce el poder. Pero si no lo fue, ni lo es, ni lo será en la realidad, la teoría y la creencia de que “lo es” y de que “lo debe ser” ha tenido o tiene vigencia como ideología (…) Por este costado de las cosas, las fórmulas ideológicas y doctrinarias de tipo popular se ligan a una representación colectiva de la legitimidad: no hay legitimidad si no se atribuye al pueblo el origen del poder, el ejercicio del poder, la titularidad del poder (…)”.

“Y desde el advenimiento del constitucionalismo moderno, los hombres creen y siguen creyendo-allí donde arraiga la doctrina de la democracia popular-que el pueblo tiene y debe tener el poder. A esa creencia le adosan algunas técnicas: elegir al gobernante, votar de vez en cuando, designar legisladores que se consideran “representantes” del pueblo, etc. Y entonces la democracia ha sido interpretada como la respuesta mágica al ¿quién manda?, al ¿quién debe mandar? Y casi como en un acto de fe, se ha supuesto que la única legitimidad radica en que se crea que el pueblo se gobierna a sí mismo, y en que se afirme que lo hace. No le interesaría-por lo menos demasiado-a esta idea democrática el ¿cómo se ejerce el poder?, el contenido material de las decisiones del poder (…)”.

“Todo esto sea dicho sobre la democracia popular. Se sostiene que el liberalismo, a diferencia de ella, no se preocupa por quién manda, sino por ¿cómo manda?, lo que remite a una cuestión de contenido y no de forma. Y ese ¿cómo manda? se contesta diciendo que manda de una manera favorable a la dignidad y libertad del hombre, con lo que el liberalismo asigna primacía a la persona y a sus derechos. Pero el liberalismo que históricamente cuajó en el constitucionalismo moderno puso un énfasis tan desorbitado en esa primacía, que no alcanzó a captar el bien común como fin del estado, sino que redujo tal fin a la mera garantía de los derechos, a la sola tutela de la libertad (…) Su insuficiencia, detenida en la imagen del estado abstencionista, que cuida y vigila, pero que no promueve, necesitaba ser completada; ahora bien: el complemento es una adición y no un menoscabo a la postura primitiva (…)”.

“Con nuestra concepción de la democracia en cuanto forma de estado suponemos haber superado las pretendidas antinomias de democracia y liberalismo, y haber propuesto un régimen que pueda recibir contenidos variables a condición de no abdicar de su esencia de libertad, históricamente interpretada. Basta que un régimen satisfaga las pretensiones libertarias de una comunidad respetando los derechos del hombre, para que ese régimen sea considerado democrático. La holgura es, pues, suficiente para dar cabida a una multiplicidad de formas históricas empíricamente diversas”.

Muy claro el enfoque de Bidart Campos. La democracia no se reduce a la cuestión de la legitimidad de origen del gobernante. Su relevancia no se discute pero la historia ha sido pletórica en ejemplos de gobernantes que luego de acceder al gobierno por el voto popular ejercieron el poder de manera despótica. Ese régimen no puede ser tildado de democrático por más que el gobernante haya recibido el apoyo popular en las urnas. Para poder hablar de una genuina democracia es fundamental que el gobernante ejerza el poder respetando los principios liminares del liberalismo, lo que no significa propiciar la idea del estado abstencionista. Por el contrario, el estado tiene la obligación de intervenir cuando las libertades y garantías del hombre están en riesgo. Cuando ello acontece la democracia funciona plenamente, está vigente la democracia como régimen de libertad.

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