Por Justo J. Watson.-

El libertarismo nuclea hoy a la élite intelectualmente más sólida y mejor preparada de todo el espectro liberal, caracterizado desde hace más de dos siglos por el dominio justificante de lo empírico-utilitario por sobre lo ético.

Puede decirse que lo libertario es la evolución del liberalismo y sin duda su vanguardia científica en las áreas sociológica y económica.

Parado sobre los hombros de dos gigantes del pensamiento de la talla de Ludwig von Mises y Friedrich von Hayek, Murray N. Rothbard (1926-1995) dio a luz esta disciplina superadora con la publicación de su Manifiesto Libertario en 1973, obra que culminó en 1982 con su libro La Ética de la Libertad.

Es efectivamente la ética, esa rama de la filosofía que estudia la moral y la acción humana (o cómo debemos vivir y comportarnos en sociedad), la idea matriz que preside al libertarismo muy por encima de lo utilitario.

Más allá de la explosión (muy real) de riqueza y bienestar que provoca la libertad aplicada al ámbito socioeconómico, el corazón de la propuesta libertaria se asienta en el sentido común inherente a la corrección cívica.

Porque lo esencial de esta ideología estriba en el principio de no agresión, aplicado en forma estricta a todo el campo de la acción humana. Y el principio de la no-agresión del pensamiento libertario es la base de la moral y la ética de las personas comunes que viven de su trabajo con honestidad, sacrificio y respetando los derechos ajenos. De esa inmensa mayoría de personas que enseñan a sus hijos a no comenzar peleas ni agredir a otros; a no engañar, trampear ni robar. A internalizar, en definitiva, que todo lo pacífico es bueno y que la violencia es mala.

La existencia misma de esa asociación de personas puntuales con nombre y apellido llamada Estado (que de ningún modo “somos todos”), trastoca el sentido común por una gran cantidad de motivos pero básicamente por deber su existencia a esa forma de robo agresivo cometido contra quienes a nadie habían agredido, llamada impuesto o tributo. Verdadero engendro no voluntario, independiente de los deseos y proyectos de vida de sus víctimas.

Su mismo nombre lo indica: imponer es forzar y tributar es rendirle tributo a un amo. Algo incompatible con el modo de civilización libertaria o anarquista (v. gr. sin Estado) de mercado. Porque, cuidado, también tienen derecho a vivir su sistema todos quienes se unan voluntariamente en anarquismos redistribucionistas o comunistas; de ahí el muy benéfico e inalienable derecho civil de secesión.

Despojados de adoctrinamiento estatista y viéndolo bajo simple sentido común, la única diferencia entre un ladrón común y un recaudador de impuestos es que el segundo opera con una gran maquinaria coactiva (asociación de individuos con intereses particulares o “Estado”) detrás, apoyándolo.

Si hay constructos opuestos a la ética, esos son los Estados. Y responde a la más pura lógica moral que una humanidad dominada por estos poderosos entes territoriales de escala monstruosa (de Leviatán) sufra injusticias a esa misma escala tales como guerras, pobrezas evitables, muertes prematuras, inequidades de todo calibre y aplastamiento a mansalva de derechos personales y familiares.

En verdad, la sociedad debería dejar en paz a las personas que, responsabilizándose de sus actos, no hayan dañado, engañado ni forzado a otros; entendiendo que el uso de la fuerza es legítimo sólo defensivamente y en contra de los que han iniciado una agresión.

Cada persona debería poder vivir su vida como le parece tanto si sus elecciones incluyen ascetismo, trabajo duro o servicio al prójimo como si opta por sexo libre, ocio ininterrumpido o incluso drogas… siempre y cuando sus acciones no interfieran con igual derecho de sus semejantes, caso que constituiría el inicio de violencia.

Por cierto, la gradual ausencia de Estado y en particular del “de Providencia” con su exacción impositiva, posibilitaría la reinversión productiva privada de inmensas sumas haciendo a las sociedades más ricas y a las personas mucho más generosas, humanas y caritativas con los desposeídos e infortunados. La historia prueba que en la misma medida de la intervención estatal y la coerción tributaria, crece la indiferencia hacia el prójimo en la comunidad.

Aunque parezca una verdad de perogrullo, los libertarios entienden que la moral es una sola y que la misma vara debería aplicarse para todos. ¿Por qué si una patota de 5 personas le quita su dinero a 2 transeúntes en la calle se llama robo mientras que 5 millones de personas que se reparten el dinero que quitaron por la fuerza a otras 200 mil votando (usando) como socio sicario al Estado se llama “redistribución de la riqueza a través de los impuestos”?

Robar está mal, no importa quién lo haga. Y un supuesto “bien común” (que no es tal) tampoco justifica los medios; en especial en la implacable ley natural o Ley de Dios. Lo contrario, como está a la vista, tuvo y tiene consecuencias.

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