Por Hernán Andrés Kruse.-

El doctor en Administración de Empresas Martín Krause es un firme candidato a ocupar la Secretaría de Educación si Javier Milei llega a la presidencia. Sus palabras, por ende, no pasan inadvertidas. En los últimos días participó de un debate organizado por “Argentinos por la Educación” y la Universidad Torcuato Di Tella para exponer sobre el plan educativo del candidato presidencial por La Libertad Avanza. En un momento de su exposición criticó la falta de cumplimiento de los Núcleos de Aprendizajes Prioritarios (NAPS), establecidos a partir de los acuerdos entre el Ministerio Nacional y las jurisdicciones. Fue entonces cuando derrapó de manera increíble. “Porque no cumplimos nada”, se quejó amargamente. Y agregó: “Dentro de todo, mejor. Esto me hace pensar un poco: imagínense si la Gestapo hubiera sido argentina, ¿no hubiera sido mucho mejor? En vez de matar seis millones de judíos, seguramente hubieran sido mucho menos porque hubiera habido coimas, ineficiencias de todo tipo, se hubieran quedado dormidos”. “Pero eran alemanes. Ese es el problema que hubo”, remató (fuente: Perfil, 29/9/023).

Confieso que aún no salgo de mi asombro luego de leer en los diarios y escuchar en televisión los dichos de Krause. ¿Cómo es posible que un economista que se formó estudiando a Ludwig von Mises, Friedrich von Hayek, Milton Friedman y Karl Popper, entre tantos otros, haya tenido la osadía de banalizar a la Gestapo, la policía secreta de Adolph Hitler? Si hubiera habido una Gestapo vernácula hubiera quedado a merced de la corrupción y el peculado, lo que hubiera atentado contra su eficiencia, contra su capacidad para asesinar personas a sangre fría. La Gestapo alemana mató a seis millones de judíos porque no estaba contaminada por el virus de la corrupción. De haber habido una Gestapo argentina hubiera seguido el ejemplo de la “maldita policía”. La reacción a posteriori de Krause fue la esperada: pidió disculpas. Pero ya era tarde. Krause quedó como un apologista del nacionalsocialismo o, mejor dicho, como un dirigente que no tiene inconveniente alguno en banalizar una feroz dictadura totalitaria.

Porque eso fue el nacionalsocialismo: una feroz dictadura totalitaria liderada por un psicópata y megalómano llamado Adolph Hitler. ¿Cómo se la puede banalizar? ¿Se imagina, estimado lector, si lo hubiera escuchado Hannah Arendt? A propósito de esta eminente filósofa política, autora de “Los orígenes del totalitarismo”, “La condición humana”, “De la historia a la acción” y “Eichmann en Jerusalén, un estudio sobre la banalidad del mal”, entre otros libros memorables, encontré en Google un ensayo de Marco Estrada Saavedra titulado “La normalidad como excepción: la banalidad del mal, la conciencia y el juicio en la obra de Hannah Arendt” (Revista Mexicana de Ciencias Políticas y Sociales). A continuación paso a transcribir partes del escrito.

“A los alemanes no les ha bastado con ser crueles; han creído necesario construir una teoría previa de la crueldad, una justificación de la crueldad como postulado ético”. Jorge Luis Borges

LOS CONTEXTOS SOCIALES GENERADORES DE LA BANALIDAD DEL MAL

“Hannah Arendt denuesta a Adolf Eichmann como banal, no a los crímenes mismos. Calificarlo así, no significa minimizar sus delitos, sino colocar en su justa dimensión humana al perpetrador. Por tanto, Arendt no exculpa en ningún sentido al alemán y está de acuerdo con la sentencia, es decir, su muerte por la horca, aunque su fundamentación del veredicto difiera de la del juez. Lo horrendo de la normalidad de criminales de la calaña del acusado es que cometen sus crímenes “en circunstancias que casi le impiden saber o intuir que realiza actos de maldad”. Con esta afirmación, Arendt trasciende el ámbito meramente personal de la “banalidad del mal” y devela los contextos fomentadores de ésta. Principalmente sospecha de lo que denomina “lo social”, esa esfera de las relaciones humanas que se organiza bajo el principio laboral de la reproducción de la vida y en la que el comportamiento de los individuos está determinado y gobernado por las normas sociales de un colectivo humano.

En términos funcional-estructuralistas, la sociedad se caracteriza por la racionalidad de la necesidad para la reproducción de la existencia. Su modo de integración es el de la compulsión conformista de los comportamientos coordinados funcionalmente de los actores socializados a través de la observancia de roles y expectativas sociales en las organizaciones e instituciones sociales. El actor social no es más que un amasijo de roles y estatus sociales, cuyos sentido y significado se hallan más allá de sus intereses y que son determinados por las organizaciones e instituciones sociales de manera independiente de su voluntad. Como ser socializado, el actor social es sólo una criatura del sistema social, por lo que se identifica, de forma compulsiva, con el horizonte social y cultural del sistema, cuya sintaxis reproduce al ejecutar su papel respectivo en el entramado de relaciones sociales. El malestar que ocasiona la sociedad consiste en la eliminación de la diversidad humana a favor de la “calculabilidad” sistémica, en la absorción y asimilación de la diferencia individual, en la homogenización de la pluralidad humana y en la exclusión de la espontaneidad de la acción. Allí donde se elimina la acción libre y el juicio independiente a favor del comportamiento disciplinado normativamente y la aceptación ciega de las creencias imperantes en una sociedad, el suelo puede ser propicio para cometer actos criminales sin que el actor sea consciente de lo que realmente hace o dice, pues está acorazado para evitar confrontarse con la realidad.

¿Cómo favorecen las instituciones burocráticas, como las del régimen nacionalsocialista, la “irreflexión” y la transmutación de la moral? Para Hannah Arendt, la forma típica de la organización política de la sociedad es la “dominación de nadie” o la “burocracia” que no está vinculada a ninguna persona en particular y, por eso mismo, fomenta las condiciones para la falta de responsabilidad individual. En opinión de Arendt, la mayoría de la gente tiene “la necesidad de pensar”, pero ésta puede ser suprimida por las “necesidades más apremiantes de la vida”. “Las instituciones burocráticas son particularmente exitosas en inculcar a la gente un sentido de urgencia y premura, de tal suerte que individuos, que en otras situaciones son atentos a su conciencia, se vuelven capaces de aceptar un giro total de sus esquemas de valor previos”. El fracaso moral de personas como Eichmann se empotra en la opacidad y anonimato de las modernas instituciones y de sus correspondientes procesos de socializaciones. El ejercicio de los roles sociales en las instituciones burocráticas exige de los individuos adaptación a las normas codificadas y comportamientos prescritos por medio de una limitación severa de la acción espontánea y libre. En este contexto, en el que cada acto se amolda a un proceso coordinador de la maquinaria burocrática, el individuo, que se considera sólo como ‘una pequeña tuerca’, pierde fácilmente la vista del conjunto así como el sentido y la responsabilidad sobre su propia actividad, la cual se delega a los escalones superiores del organigrama institucional.

De allí que la lealtad con la institución, sus normas y objetivos pueden “desbancar” las metas personales y las convicciones morales propias. “Una vez que el burócrata nazi perdió el sentido de la responsabilidad personal por sus acciones dentro de la institución, los escrúpulos morales normales son desechados. Con el fin de reobtener un sentido de honor y virtud, el burócrata se vale del concepto de moral a la mano a costa de sus creencias morales previas. Así, logra gozar de nuevo de honor y virtud mediante la lealtad”. Las instituciones pueden ejercer una influencia enorme en las dimensiones cognitivas, evaluativas y morales de la vergüenza y el sentimiento de culpabilidad (ancladas en el mundo de vida, y, además, provocar, en determinados casos como el de Eichmann, su refuncionalización y hasta reemplazo total a favor de los objetivos y metas institucionales. Los efectos de tales refuncionalización y reemplazo son palpables ya en el nivel lingüístico: “El último efecto de ese modo de hablar [el Sprachregelung o ‘lenguaje en clave’ utilizado para llevar a cabo las operaciones de la Endlösung (‘Solución Final’) o, en términos nada mendaces, el exterminio absoluto de los judíos] no era el de conseguir que quienes lo empleaban ignorasen lo que en realidad estaban haciendo, sino impedirles que lo equiparasen al viejo y normal concepto de asesinato y falsedad”.

El funcionario público Adolf Eichmann se comportó asimismo como un hombre privado, uno particularmente insulso y de estrechas miras, en el terreno público, en donde debieron imperar otros criterios y parámetros. Acicateado por el miedo del desclasamiento social y de la inseguridad económica, persiguió fervientemente sus propios intereses con la esperanza de que su carrera le retribuyera con reconocimiento social y éxito financiero. Su obsesión por el reconocimiento y el éxito lo cegaron frente a las consecuencias de sus actos criminales y ante el carácter moral y político de su medio social, asimismo anestesió su conciencia y su juicio y paralizó toda posibilidad de actuar libremente. En esta confusión, en la que no existía a sus ojos ningún contraejemplo en la sociedad mayoritaria, no surgió para Eichmann prácticamente ningún deseo de resistir o sentimiento de culpa. Prisionero de su niveladora forma de pensamiento instrumental, no le fue posible distinguir entre administración pública y crimen estatal. Para él, ambos eran básicamente lo mismo, pues sólo los evaluaba a la luz de los criterios de la competencia, eficiencia, éxito y obediencia. Eichmann no habitaba el mundo, no convivía ni consigo mismo ni con sus congéneres. Esta pérdida del mundo se manifestaba conspicuamente en su aversión contra la formación auténtica de juicios y el hacerse responsable de sus propios hechos y dichos. Renunció, así, a ser una persona entre las otras y prefirió la comodidad del anonimato.

“La banalidad del mal no es un fenómeno moral ni de la voluntad, sino de la ausencia de la facultad de juicio, de la incapacidad de pensar la diferencia… El lugar en el que se puede pensar verdaderamente esta diferencia sigue siendo el espacio público”. Precisamente esta esfera pública fue destruida en la Alemania nacionalsocialista y su luz, para hablar con Heidegger, obscurecía todo. “¿Por qué debía”, refutó en una ocasión Eichmann, “quebrarme la cabeza si no era más que un hombre común y corriente?” ¿No sabían y decidían mejor en torno a la “Solución Final” todos “los Papas del Tercer Reich” reunidos en la Conferencia de Wannsee que el minúsculo funcionario público que tuvo la gracia y fortuna de participar en tan histórico cónclave? Después de todo, “¿Quién era él para juzgar?”

IDEOLOGÍA Y TERROR

“El totalitarismo (esa novísima forma de gobierno que el siglo XX dio a luz y que Hannah Arendt vio expresado exclusivamente en el nazismo alemán y en el comunismo estalinista) implica la materialización promovida activa e intencionalmente en el mundo humano de las pseudos leyes que determinan el destino de los hombres. Los nazis afirmaban obedecer a las “leyes de la Naturaleza” que supuestamente gobernaban los destinos humanos, dividiendo, de tal suerte, a los seres humanos en razas superiores e inferiores. Los comunistas soviéticos proclamaban ejecutar las leyes materialistas de la historia del conflicto de clases. Para unos implicaba el cumplimiento de dichas leyes la eliminación de las razas inferiores, “incapaces e indignas de vivir”; para los otros, en cambio, el aniquilamiento del enemigo de clase, miembro de una “clase moribunda o un pueblo decadente”. Para Arendt, la ideología significa literalmente “la lógica de una idea” que, mediante la deducción de sus premisas, nos lleva a consecuencias férreas y necesarias. La ideología gana una plausibilidad aparente para el intelecto gracias a que conjuga certezas axiomáticas con coherencia lógica, pero a costa, sin embargo, de la abstracción de la experiencia y del distanciamiento del mundo. Ni la pérdida de la experiencia ni del mundo merman la validez de la ideología a los ojos de los ideólogos y fanáticos; muy al contrario, debido a ella, afirman, se accede a la ‘verdadera’ realidad. La ideología funge, entonces, como un oráculo omnisciente que explica el mundo y el sentido de la historia con claridad geométrica y necesidad irrefutable, siempre y cuando se saquen las conclusiones correctas e ineludibles de las premisas únicas dadas. “Cualquiera que aceptase que existían cosas tales como las ‘clases moribundas’ y no extrajera la consecuencia de matar a sus miembros o que el derecho a la vida tenía algo que ver con la raza, y no extrajera la consecuencia de matar a las ‘razas no aptas’, era simplemente un estúpido o un cobarde”.

El pensamiento ideológico se subyuga voluntariamente a la “fuerza coactiva del argumento”, pues tiene “temor” de contradecirse. No busca otra cosa más que certeza y seguridad por lo que sospecha paranoicamente de la libertad. “Su objeto es la Historia, a la que es aplicada la “idea”; el resultado de esta aplicación no es un cuerpo de declaraciones acerca de algo que es, sino el despliegue de un proceso que se halla en constante cambio. La ideología trata el curso de los acontecimientos como si siguieran la misma “ley” que la exposición lógica de la “idea”. Al renegar furibundamente del ámbito de la contingencia, la ideología no pretende otra cosa que destruir nuestras facultades para la política y la historia: la acción y el juicio. Comparte así un rasgo fundamental de la corriente más influyente del pensamiento político occidental (el cual, Arendt, por cierto, no duda en calificar como “el pecado más antiguo de la filosofía política de Occidente”): el intento de substituir la acción por medio de la fabricación (Herstellen/work) como la actividad que debería imperar en la esfera de los asuntos humanos debido a su calculabilidad y confiabilidad, a que tiene un comienzo y un fin determinados y, también, porque los productos de la fabricación pueden ser manipulados y destruidos según los requerimientos del homo faber (cualidades, todas éstas, que no son propias de la actividad humana de la acción).

Ahora bien, cuando el pensamiento ideológico es introducido consecuente y violentamente en la política, en la esfera de la acción y el discurso libres, la ideología se expresa como terror. El terror “es concebido para traducir a la realidad la ley del movimiento de la historia o de la naturaleza”. En un Estado verdaderamente totalitario, el terror ya no es simplemente el medio para suprimir a la oposición interna, sino que se vuelve él mismo, para decirlo en términos de Montesquieu, el principio de toda política totalitaria. “Si la legalidad es la esencia del gobierno no tiránico y la ilegalidad es la esencia de la tiranía, entonces el terror es la esencia de la dominación totalitaria”. En efecto, mientras que la tiranía se manifiesta como la ausencia de leyes y se sujeta a la voluntad de un individuo o de una camarilla; en cambio, la dominación totalitaria es la encarnación misma de la Ley, es, paradójicamente, el reflejo negro del gobierno constitucional, su desdoblamiento negativo. No es un gobierno ilegal, pues sus actos se someten a la ley de la naturaleza o a la de la historia. Defiende su superioridad argumentando que su legalidad no tiene que ver con la de las limitadas leyes positivas humanas, sino con una más alta y trascendental. “El terror es la realización de la ley del movimiento; su objetivo principal es hacer posible que la fuerza de la naturaleza o la historia corra libremente a través de la humanidad sin tropezar, sin ninguna acción espontánea”. Así, elimina la acción y todo espacio público y privado de la libertad con el fin de alcanzar el control y la dominación totales del comportamiento de la pluralidad de seres humanos a través de la ejecución inflexible de la “conclusión” de las premisas ideológicas. “Reemplaza a las fronteras y los canales de comunicación entre individuos con un anillo de hierro que los mantiene tan estrechamente unidos como si su pluralidad se hubiese fundido en Un Hombre de dimensiones gigantescas”.

DE LA BANALIDAD A LA NORMALIDAD: LA LEY TOTALITARIA

“En la tercera parte de su obra “Los orígenes del totalitarismo”, Arendt había calificado al totalitarismo como “el mal radical”, haciendo uso del término kantiano, pues sus crímenes se ubicaban más allá de toda pena o absolución, de toda comprensión y reconciliación sobre las que la “solidaridad” humana se fundamenta. “Cuando lo imposible es hecho posible se torna en un mal absolutamente impunible e imperdonable que ya no puede ser comprendido ni explicado por los motivos malignos del interés propio, la sordidez, el resentimiento, el ansia de poder y la cobardía. Por eso la ira no puede vengar; el amor no puede soportar; la amistad no puede perdonar”. Hannah Arendt postulaba que el exterminio físico de los judíos era un “crimen contra la humanidad” cometido en contra del “pueblo judío”. En efecto, el genocidio es un crimen de lesa humanidad porque amenaza radicalmente la “condición humana”, la pluralidad de los seres humanos, al intentar destruir la “comunidad” del “género humano”. Este crimen hace al ser humano uno superfluo a través del exterminio organizado de su humanidad, es decir, de las condiciones de la pluralidad, natalidad, espontaneidad e individualidad. El totalitarismo no tiene solamente el objetivo de dominar dictatorialmente a los hombres, sino que pretende, tal y como en los campos de exterminio nazi se intentó sistemáticamente, transformar de manera nihilista la naturaleza humana.

En términos políticos, el mal radical totalitario destruye absolutamente las condiciones de la acción pues “trasciende la esfera de los asuntos humanos y las potencialidades del poder humano”. Es un hecho abominable ya que “imposibilita toda acción posterior”. Los líderes y simpatizantes de movimientos y gobiernos totalitarios “creen en su propia superfluidad tanto como en la de los demás, y los asesinos totalitarios son los más peligrosos de todos porque no se preocupan de que ellos mismo resulten estar vivos o muertos, si incluso vivieron o nunca nacieron”. Si el totalitarismo intenta hacer al ser humano superfluo subvirtiendo su condición humana, entonces la institución fundamental del totalitarismo es, en consecuencia, el campo de exterminio donde “todo es posible” y permisible y la dinámica del terror no encuentra límite. Éstos “son los laboratorios para el experimento de la dominación total”. Alcanzan su objetivo “cuando la persona humana -que siempre es una combinación particular de comportamiento espontáneo y determinado- es transformada en un ser totalmente condicionado, cuyo comportamiento puede ser detalladamente calculado cuando es conducido a la muerte segura”.

El proceso de la destrucción de la persona humana se realiza gradualmente: comienza con la destrucción de la “persona jurídica”. La detención de la persona en un Estado totalitario inicia este proceso no justamente por la injusticia del hecho, sino porque entre éste y las acciones y opiniones del arrestado no existe ninguna “conexión”. Delito y culpa son definidos ‘objetivamente’ por la ideología (por ejemplo, pertenecer a una ‘raza inferior’). El segundo paso es la destrucción de la ‘persona moral’ que implica que, bajo las condiciones de la dominación totalitaria del campo de exterminio, cualquier acto de protesta individual pierde significado porque, en la soledad del campo, no es registrado ni recordado por nadie; ni siquiera el martirio representa una opción heroica, porque se vuelve “vacío y ridículo” en medio del olvido organizado. La catástrofe moral se completa cuando las víctimas son obligadas a colaborar con sus verdugos en la realización de los crímenes, buscando borrar así toda distinción entre unos y otros. El último paso de este proceso es la desintegración de la “individualidad” por medio de la tortura permanente y mecanizada. “El resultado es la reducción de la naturaleza humana al mínimo denominador común de las “reacciones idénticas” condicionadas”.

La eliminación de la condición humana de la ‘pluralidad’ no afecta sólo a los enemigos y víctimas de la dominación totalitaria. También los mismos ejecutores de la ley de la naturaleza o de la historia se someten a dicha eliminación y se entienden como “agentes” o “instrumentos” del movimiento inherente a aquélla o a ésta. En última instancia, la creación de “Un hombre de dimensiones gigantescas” incluye a todos los que han caído en la dinámica totalitaria. Las personas individuales no cuentan. El “todo” es lo absoluto para la ideología totalitaria que pretende nada menos que “fabricar” a la “humanidad”. Gracias a la noción de “enemigo objetivo” —es decir, todos aquellos que “obstaculizan” el movimiento de la naturaleza o de la historia independientemente de su “intención subjetiva” o no— toda persona en un régimen totalitario es apta para intercambiar papeles de acuerdo a las necesidades de la ideología. Las purgas estalinistas demostraron una y otra vez cómo los verdugos de antaño no estaban a salvo de la violencia arbitraria del terror totalitario. Su sometimiento ideológico al veredicto de los tribunales de Moscú dan una idea de cuán bien preparados estaban para cumplir cualquier papel que se les asignaran con tal de cooperar en el triunfo de la idea comunista y “acelerar” el movimiento de la historia. Si se negaban a acatar la sentencia, se demostraba que eran “enemigos del pueblo”, y así toda su vida hubiera perdido sentido.

Como vimos, la dominación totalitaria se identifica a sí misma con la ley. Su autoridad y legitimidad se fundan en su reconocimiento y cumplimiento. Ahora bien, en el Tercer Reich, la ley se redujo a la voluntad de Adolf Hitler y ésta era su única fuente legítima. La ley totalitaria fue adquiriendo, poco a poco, carta de ciudadanía en la nación germana. Fue apoderándose del ordenamiento legal y constitucional de la República de Weimar, suplantándolo y socavándolo al mismo tiempo. La subversión del orden constitucional por parte de la legalidad ideológica se logró, entonces, a través de un insólito “mimetismo”: el mal imitaba el bien y se instituía como la norma. En la Alemania nazificada, el mal había perdido su capacidad de seducir; las cualidades por las cuales se le reconoce e identifica en su carácter extraordinario se habían difuminado en la normalidad legal. De esta forma, al establecerse el “mal radical” como norma, se devela, inesperada y sorprendentemente, como ‘banal’ “si “por banalidad uno entiende normalidad”. Así, la diferencia entre un acto político o administrativo y el crimen estatalmente dirigido se había esfumado. Paradójicamente, todo acto auténticamente moral y político bajo condiciones totalitarias se le perseguía como un delito, mientras que el crimen gozaba de la protección y apoyo de la ley”.

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