Por Hernán Andrés Kruse.-

Si algo faltaba para corroborar la relevancia que ha adquirido Javier Milei luego de su triunfo en las PASO ha sido el duro editorial de la tradicional revista británica The Economist de hace unos días. Lo definió, lisa y llanamente, como “un peligro para la democracia en Argentina”. “Intemperante, imprudente y extravagante: poco en Milei sugiere que sea el salvador que la Argentina necesita”, sentenció. The Economist desconfía del plan dolarizador pregonado por el libertario ya que “no tiene manera de proveer los dólares necesarios”, y, por si ello no resultara suficiente, “la Argentina ni siquiera puede pagar sus deudas con el FMI”. “Para empeorar las cosas, la Argentina está al borde del default, lo que la dolarización haría aún más doloroso, ya que no habría prestamista de último recurso si el banco central desapareciera junto con el peso”. Remarcó el gravitante rol que juega su hermana Karina y su propensión a decir cosas “incendiarias” sobre sus adversarios (Fuente: Página/12, “Intemperante, imprudente y extravagante: el duro editorial de The Economist contra Javier Milei”, 8/9/023).

La frase que más impacta es la referida al peligro que implica el libertario para nuestra democracia. Para The Economist Milei, por su personalidad y sus diatribas contra sus opositores, no dudaría un segundo en, por ejemplo, clausurar el parlamente tal como lo hizo en su momento Fujimori. No dudaría un segundo en implantar una democracia autoritaria, en suma. La pregunta que cabe formular es la siguiente: ¿Sería capaz Milei de implantar una democracia autoritaria? Si el libertario es consecuente con los principios liminares del liberalismo libertario, jamás lo haría. Y ello por una simple y contundente razón: porque el liberalismo libertario-o liberalismo, a secas-está en las antípodas ideológicas de la democracia autoritaria o, si se prefiere, ilimitada. Está en las antípodas de la democracia que se apoya en el principio de la voluntad omnímoda de una mayoría circunstancial.

Uno de las autores preferidos de Milei es Friedrich Von Hayek. El 8 de octubre de 1976 pronunció una conferencia en el Institute of Public Affairs de Sidney titulada “¿Adónde va la democracia?”. Es una síntesis perfecta de lo que el economista austríaco pensaba de la genuina democracia, la democracia liberal y republicana, por oposición a la falsa democracia o democracia ilimitada o autoritaria. A continuación paso a transcribir su contenido.

“El concepto de democracia tiene un significado-creo que el verdadero y originario-por el cual considero que bien vale la pena luchar. La democracia no ha demostrado ser una defensa segura contra la tiranía y la opresión, como una vez se esperó. Sin embargo, en cuanto a la convención que permite a cualquier mayoría liberarse de un gobierno que no le gusta, la democracia tiene un valor inestimable. Por este motivo, me preocupa cada vez más la creciente pérdida de fe en la democracia entre la gente que piensa. Es algo que no podemos seguir ignorando. Se trata de un fenómeno que se está agravando precisamente en el momento en que-o acaso en parte porque-la palabra mágica “democracia” se ha hecho tan poderosa que todos los límites que tradicionalmente se han puesto al poder del gobierno están desapareciendo ante ella. A veces parece como si la suma de demandas que se formulan por doquier en nombre de la democracia haya alarmado de tal manera incluso a personas rectas y razonables, que una reacción contra la democracia en cuanto tal se está convirtiendo en un serio peligro. Sin embargo, lo que actualmente está poniendo en peligro la confianza en una democracia tan ampliada en sus contenidos no es el concepto fundamental de la democracia, sino las connotaciones que se han venido añadiendo al significado originario de un tipo particular de método de toma de decisiones. Lo que está sucediendo es precisamente lo que algunos temían a propósito de la democracia ya en el siglo XIX. Un método saludable para llegar a tomar decisiones políticas que todos puedan aceptar se ha convertido en pretexto para imponer fines sustancialmente igualitarios.

El advenimiento de la democracia en el siglo pasado produjo un cambio decisivo en el ámbito de los poderes del gobierno. Durante siglos, los esfuerzos se habían dirigido a limitar los poderes del gobierno y el desarrollo gradual de las constituciones no tuvo más objetivo que éste. Pero de improviso se pensó que el control del gobierno por parte de los representantes elegidos de la mayoría hacía inútil cualquier otro control sobre los poderes del gobierno, de suerte que se podía prescindir de todas las diversas tutelas constitucionales creadas a lo largo del tiempo. De este modo nació la democracia ilimitada, y cabalmente esta democracia ilimitada, no la simple democracia, es el problema actual. Toda la democracia que conocemos hoy en Occidente es más o menos una democracia ilimitada. Es importante recordar que si las peculiares instituciones de la democracia ilimitada que hoy tenemos fracasaran algún día, ello no significaría que la propia democracia haya sido una equivocación, sino sólo que la hemos ensayado de una manera equivocada. Mientras que personalmente creo que una decisión democrática sobre todos los problemas para los que generalmente se está de acuerdo en considerar necesaria una intervención del gobierno es un método indispensable para el cambio pacífico, pienso sin embargo que es abominable una forma de gobierno en la que cualquier mayoría del momento pueda decidir que cualquier materia que le plazca deba considerarse como “asuntos comunes” sometidos a su control.

La limitación mayor-y la más importante-a los poderes de la democracia, eliminada por la aparición de una asamblea representativa omnipotente, era el principio de la “separación de poderes”. Veremos que la raíz del problema está en el hecho de que los llamados “cuerpos legislativos”, que según los primeros teóricos del gobierno representativo, en particular John Locke, debían limitarse a hacer leyes en un sentido muy específico de esta palabra, se han convertido en órganos gubernativos omnipotentes. El antiguo ideal de la “Rule of Law” o “gobierno bajo la ley” ha desaparecido. El parlamento “soberano” puede hacer todo lo que los representantes de la mayoría consideren útil para mantener el apoyo de la mayoría. Pero llamar “ley” a cualquier cosa que decidan los representantes elegidos de la mayoría y definir como “gobierno bajo la ley” todas las directrices de ellos emanadas -aun cuando sean discriminatorias a favor o en contra de algunos grupos de individuos-, no pasa de ser una broma. Se trata en realidad de un gobierno arbitrario. Es un mero juego de palabras sostener que, con tal de que una mayoría apruebe los actos de gobierno, queda a salvo el imperio de la ley. Éste se consideró como una salvaguardia de la libertad individual porque significaba que la coerción sólo se podía permitir para imponer la obediencia a normas generales de conducta individual igualmente aplicables a todos, en un número indeterminado de casos futuros.

La opresión arbitraria -es decir, la coerción no definida mediante alguna norma por los representantes de la mayoría- no es mejor que la acción arbitraria de cualquier otro gobernante. Ordenar que una persona odiada sea quemada o descuartizada, o bien que sea privada de sus propiedades, es, bajo este aspecto, lo mismo. Aunque haya buenas razones para preferir un gobierno democrático limitado a un gobierno no democrático, debo confesar que prefiero un gobierno no democrático sometido a la ley a un gobierno democrático sin limitaciones (y por tanto esencialmente arbitrario). Creo que un gobierno sometido a la ley constituye aquel valor más alto que en otro tiempo se esperaba fuera preservado por los guardianes de la democracia, Pienso, en efecto, que la propuesta de reforma a la que quiere llevar mi crítica a las actuales instituciones de la democracia comportaría una realización más verdadera de la “opinión” común de la mayoría de los ciudadanos que los actuales ordenamientos orientados a gratificar la “voluntad” de distintos grupos de interés que acaban formando una mayoría. No se pretende afirmar que el derecho democrático de los representantes elegidos por el pueblo a tener una palabra decisiva en la dirección del gobierno sea menos fuerte que su derecho a determinar lo que debe ser la ley. La gran tragedia del desarrollo histórico es que estos dos poderes distintos se han puesto en manos de una misma asamblea, y que, por consiguiente, el gobierno ha dejado de estar sometido a la ley. La solemne declaración del Parlamento británico de ser soberano, y por tanto de gobernar sin estar sometido a ley alguna, puede sonar como el anuncio de la condena a muerte de la libertad y la democracia.

Este desarrollo pudo haber sido históricamente inevitable; pero desde el punto de vista lógico no es ciertamente evidente. No es difícil imaginar cómo habría tenido lugar ese desarrollo si hubiera seguido líneas diferentes. Cuando, en el siglo XVIII, la Cámara de los Comunes consiguió tener el poder exclusivo sobre el tesoro del Estado, obtuvo en efecto al mismo tiempo también el control exclusivo del gobierno. Si en aquel momento la Cámara de los Lores hubiera podido hacer esta concesión sólo a condición de que el desarrollo “del” derecho (es decir, del privado y penal, que limita los poderes de todo gobierno) fuera de “su” exclusiva competencia-desarrollo natural, puesto que la Cámara de los Lores era la corte suprema de justicia-, habría sido posible llegar a esta división entre una asamblea gubernativa y otra legislativa y conservar este poder legislativo a los representantes de una clase privilegiada. Las formas dominantes de democracia, en las que la asamblea representativa soberana hace las leyes y al mismo tiempo dirige el gobierno, deben su autoridad a un engaño, es decir, a la pía creencia de que este gobierno democrático ejecutará la voluntad del pueblo. Esto puede ser cierto para las asambleas legislativas elegidas democráticamente que sean tales en el sentido estricto de personas que hacen las leyes en la acepción originaria del término. Es decir, puede ser cierto si se trata de asambleas elegidas cuyo poder se limita a establecer normas universales de conducta recta, proyectadas para delimitar recíprocamente las esferas de control sobre los individuos y destinadas a valer para un número indeterminado de casos futuros.

Acerca de tales normas que gobiernan el comportamiento individual y que impiden que surjan conflictos en los que muchos pueden encontrarse en posiciones opuestas, es probable que en una comunidad se forme una “opinión” dominante, y verosímilmente puede existir un acuerdo entre los representantes de la mayoría. Una asamblea que tenga una función tan definida y limitada podría, pues, reflejar la “opinión” de la mayoría y, al tener que ocuparse sólo de normas generales, tiene pocas ocasiones de reflejar la “voluntad” de intereses particulares sobre cuestiones específicas. Pero hacer “leyes” en este sentido clásico de la palabra constituye una mínima parte de las tareas confiadas a las asambleas que nosotros todavía llamamos “legislativas”. Su preocupación principal es el gobierno. Para la “ley de los juristas”, como escribió hace más de setenta años un agudo observador del Parlamento británico, “el Parlamento no tiene ni tiempo ni aptitud”. Las actividades características y los procedimientos de las asambleas representativas están por todas partes tan determinadas por sus tareas gubernativas que el nombre de “cuerpo legislativo” no deriva ya de su prerrogativa de hacer leyes. La relación se ha invertido. Nosotros ahora llamamos “leyes” prácticamente a toda resolución de estas asambleas sólo porque derivan de un cuerpo legislativo, por más que apenas puedan tener aquel carácter de compromiso para hacer normas generales de conducta recta para cuya aplicación se propuso que los poderes coercitivos del gobierno en una sociedad libre fueran limitados. Pero puesto que toda resolución de esta autoridad gubernativa soberana tiene “fuerza de ley”, sus actos de gobierno tampoco están limitados por la ley. Ni tampoco se puede aún pretender, y esto es mucho más serio, que esos actos estén autorizados por la opinión de una mayoría del pueblo.

Los motivos para apoyar a los miembros de una mayoría omnipotente son completamente distintos de los motivos para apoyar a una mayoría en las que se basan los actos de un auténtico cuerpo legislativo. Votar por un legislador al que se le hayan impuesto unos límites significa elegir, entre distintas alternativas, la de asegurar un orden general resultante de las decisiones de individuos libres. Votar a favor de un miembro de un órgano que tiene el poder de otorgar beneficios especiales y no esté vinculado por normas generales es algo totalmente distinto. En una asamblea democráticamente elegida como ésta, dotada del poder ilimitado de conceder beneficios especiales y de imponer cargas especiales a grupos particulares, se puede formar una mayoría sólo comprando el apoyo de numerosos intereses especiales, garantizándoles estos beneficios a costa de una minoría. Es fácil amenazar con el retiro del propio apoyo también a leyes generales, a no ser que el voto sea comprado con concesiones especiales al propio grupo. En una asamblea omnipotente, pues, las decisiones se basan en un proceso reconocido de chantaje y de corrupción. Esto forma parte desde hace mucho tiempo de un sistema al que no consiguen escapar ni siquiera los mejores. Estas decisiones para favorecer a grupos particulares tienen poco que ver con cualquier acuerdo por parte de la mayoría acerca de la sustancia de la acción de gobierno, dado que, en muchos aspectos, los miembros de la mayoría a duras penas sabrán que han dado a algún organismo poderes no bien definidos para alcanzar algún objetivo igualmente mal definido. Por lo que respecta a la mayor parte de las medidas, la mayoría de los votantes no tendrá ningún motivo para estar a favor o en contra de las mismas, a no ser el de saber que, a cambio del apoyo a quien las defiende, se les promete la satisfacción de algunos deseos. Y precisamente el resultado de este proceso de contratación es dignificado como “voluntad de la mayoría”.

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