Por Hernán Andrés Kruse.-

Más divididos que nunca

La grieta es cada día más profunda. El odio que se profesan los partidarios de Juntos y el FdT es cada día más intenso. La intolerancia impone sus códigos. A nadie le interesa dialogar. Todos pretenden imponer sus ideas y creencias. Todos se creen dueños de la verdad absoluta, como el Papa. Para los simpatizantes de Juntos la vicepresidenta es el mal absoluto. Para los seguidores del FdT el ex presidente Mauricio Macri es la reencarnación de la perversión y el cinismo. El maniqueísmo se ha adueñado de la política. La democracia liberal ha pasado a ser, entonces, una quimera, un sueño inalcanzable.

El 1 de agosto de 2012 Redacción Popular tuvo la gentileza de publicarme un artículo que intenta analizar las causas de la grieta. Su vigencia es absoluta. He aquí su contenido.

60 años de desencuentros

El 26 de julio de 1952 falleció Eva Perón, apenas había superado la barrera de los treinta años la mujer que mejor supo interpretar el sentimiento de los sectores más humildes de la Argentina. Amada y odiada con igual intensidad, Eva Perón lideró la rama femenina del peronismo y se hizo respetar dentro del sindicalismo, la columna vertebral del flamante movimiento. Luego de su muerte, Perón comenzó a perder el rumbo. La economía ya no era tan floreciente como durante su primera presidencia. Para colmo, la antinomia peronismo-antiperonismo se incrustó en el corazón de los argentinos. Los desencuentros eran cada vez más profundos. En 1955 todo estalló por los aires. Desde ambas veredas emanaba un odio visceral. Quizás la mano de Dios impidió la guerra civil, la peor tragedia que puede sufrir un pueblo. El 16 de junio de ese año aviones de la marina bombardearon salvajemente la Plaza de Mayo. Centenares de argentinos perdieron la vida. La reacción de Perón no se hizo esperar. Desde el balcón de la Rosada lanzó furibundos discursos, los más violentos que recuerde la historia argentina. Ardieron la Casa Radical, la Casa del Pueblo y la Catedral. De golpe, Perón permitió que la oposición dispusiera de los medios de comunicación para hacerse escuchar. Fue tan solo un espejismo. En septiembre Perón fue derrocado por un golpe cívico-militar, la Revolución Libertadora. Asumió como presidente de facto el general Lonardi, un nacionalista católico que pretendió orientar su gobierno con el lema “ni vencedores ni vencidos”. Fue depuesto por el gorilismo, encabezado por el general Aramburu y el almirante Rojas. El antiperonismo se había adueñado del país.

Todo lo que oliera a peronismo fue borrado sin misericordia. La constitución de 1949 fue tirada a la basura. En junio de 1956 el general Valle se sublevó. El gobierno de facto no tuvo misericordia. Aquellos fusilamientos de José León Suárez encendieron una mecha que tardó décadas en apagarse. Aramburu y Rojas llegaron a la conclusión de que sólo había una manera de impedir el retorno del peronismo al poder: su proscripción lisa y llana. En febrero de 1958, Arturo Frondizi, líder del radicalismo intransigente, ganó las elecciones presidenciales. Pretendía aplicar un modelo desarrollista pero la antinomia peronismo-antiperonismo se lo impidió. Presionado por Perón y el gorilismo, fue obligado a dejar el, poder en marzo de 1962. La victoria de la Unión Popular en los comicios de aquel año fue la gota que rebalsó el vaso. El peronismo había demostrado que estaba vigente. Asumió José María Guido y con él retornó el más crudo antiperonismo. Las fuerzas armadas se dividieron en azules y colorados, mientras Guido convocaba a elecciones presidenciales sin el peronismo. Ganó Arturo Illia, importante figura del radicalismo del pueblo. No pudo gobernar. La confederación General del Trabajo puso en marcha un plan de lucha demoledor, mientras las fuerzas armadas desconfiaban del médico de Cruz del Eje. La prensa conservadora comenzó a ridiculizarlo en una clara actitud golpista. Su nacionalismo económico y su nula predisposición a reprimir los conflictos sociales eran difíciles de digerir para el establishment.

En junio de 1966 fue derrocado por un nuevo golpe cívico-militar. Había comenzado la Revolución Argentina bajo el liderazgo del general Onganía, un militar de derecha que soñaba con instaurar en el país un sistema “burocrático-autoritario”. Onganía impuso en el ministerio de Economía a un representante del poder financiero para que aplicara un programa económico ortodoxo. En mayo de 1969 estalló el Cordobazo y en junio fue asesinado el lobo Vandor. Al año siguiente, fue secuestrado y ejecutado el general Aramburu por los montoneros. El país era un polvorín. Las fuerzas armadas destituyeron a Onganía y lo reemplazaron por el general Levingston, quien intentó emular a Aramburu y Rojas. Duró en el poder lo que un suspiro. Fue destituido y reemplazado por el general Alejandro Agustín Lanusse, quien dedicó todos sus esfuerzos en organizarla transición a la democracia. Sin embargo, la obsesión por Perón seguía vivita y coleando. Le prohibió al líder de los descamisados competir en las elecciones presidenciales de marzo de 1973. Asumió Cámpora y en julio fue destituido por Perón. La izquierda peronista había sido funcional a los intereses de Perón durante la Revolución Argentina, pero había dejado de serlo en democracia. Una abrumadora mayoría lo depositó nuevamente en la Casa Rosada. Pero el país seguía incendiándose. El 25 de septiembre de ese año fue asesinado a balazos José Ignacio Rucci, líder de la CGT e incondicional de Perón. El 1 de julio de 1974 murió Perón y fue sustituido por su esposa, la vicepresidente María Estela Martínez de Perón.

La violencia se tornó inmanejable. Los rumores de un golpe de estado comenzaron a ser cotidianos. Todo el mundo hablaba de la caída de Isabel. El 24 de marzo de 1976 las fuerzas armadas la derrocaron y secuestraron. Todos (o casi todos) respiramos aliviados. Había comenzado el Proceso de Reorganización Nacional. Duró siete años. La figura jurídica del “desaparecido” fue su legado. La dura derrota en Malvinas obligó a los militares a entregar el poder a un presidente elegido por el pueblo. El 10 de diciembre de 1983, el presidente de facto general Bignone le entregó el mando al radical Raúl Alfonsín, quien había protagonizado la hazaña de vencer por primera vez al peronismo en elecciones libres. En ese entonces el antagonismo entre civiles y militares era muy profundo. Las leyes de obediencia debida y de punto final lo ahondaron, pese a que en 1985 la justicia civil había castigado ejemplarmente a los máximos responsables del terrorismo estatal. Acosado por la hiperinflación, Alfonsín entregó anticipadamente el poder. Carlos Menem asumió en julio de 1989. Se quedó en el poder hasta diciembre de 1999. Enarbolando la bandera de la pacificación nacional, indultó a los jerarcas militares y a los principales líderes guerrilleros. No hizo otra cosa que apología de la teoría de los demonios. Previamente, había aplastado a sangre y fuego al último levantamiento militar en democracia. Carlos Menem dividió al país en menemistas y antimenemistas o, si se prefiere, en neoliberales y progresistas. Derrotada su cruzada re-reeleccionista, se fue contra su voluntad de la Casa Rosada. Su sucesor, Fernando de la Rúa, duró dos años en el gobierno. Su presidencia fue espantosa. Huyó de la Casa Rosada en helicóptero mientras el país se incendiaba. La gobernabilidad recién fue reestablecida cuando Néstor Kirchner asumió como presidente en mayo de 2003. Lamentablemente, los desencuentros entre los argentinos no se desvanecieron. Por el contrario, resurgieron con una violencia inusitada. Las figuras de Néstor y Cristina no admiten grises, al igual que las de Perón y Eva. Hace sesenta años moría Eva Perón en medio de feroces antinomias. Hoy, Cristina gobierna en medio de feroces antinomias.

La Argentina está siendo carcomida por los desencuentros. ¿Cómo es posible que seamos incapaces de hacer realidad la unidad nacional? ¿Cómo es posible que no podamos convivir a pesar de nuestras diferencias? ¿Cómo es posible que tanto nos cueste vivir en democracia? nos cuesta tanto sencillamente porque en el territorio cuyo nombre es “República Argentina” han estado obligadas a convivir desde siempre dos Argentinas. En efecto, los desencuentros que se agudizaron a partir del fallecimiento de Eva nacieron el 25 de mayo de 1810, cuando los criollos se dividieron en morenistas y saavedristas. Esa división generó el surgimiento de dos ideologías antagónicas que hoy están más vigentes que nunca. Por un lado, la ideología de la generación del ochenta; por el otro, la ideología nacional y popular. ¿Es posible una síntesis? A mi entender, es imposible. Porque son dos miradas antagónicas de la Argentina. Porque una mirada se sustenta en la Constitución de 1853 y la otra, en la Constitución de 1949. Porque mientras hay quienes consideran que la Argentina debe mirarse en el espejo de la cultura anglosajona, hay quienes opinan que la Argentina debe mirarse en el espejo de la cultura latinoamericana. Por un lado, Alberdi y Sarmiento; por el otro, Rosas, Yrigoyen y Perón. Los “anglosajones” y los “latinoamericanos” no se soportan. Cuando los “anglosajones” están en el poder, los “latinoamericanos” quieren que se vayan lo antes posible. Cuando los “latinoamericanos” ejercen el mando, los “anglosajones” rezan para que fracasen estrepitosamente. Son enemigos irreconciliables. Se detestan visceralmente. El derramamiento de sangre que nos enlutó durante años y años es el fruto de esa guerra interna. Porque se trata, nos guste o no nos guste, de una guerra entre argentinos. Es doloroso reconocerlo, pero nunca hubo un país llamado Argentina. Hubo a lo largo de nuestra ajetreada historia feroces pugnas entre ambos bandos por imponerse de una vez por todas. En algunas épocas la presidencia estuvo en manos de los “anglosajones”; en otras épocas el presidente fue un “latinoamericano”. Aunque cabe reconocer que el poder real siempre fue detentado por el sector “anglosajón”. Desde que Kirchner asumió en 2003, la presidencia es ejercida por el sector “latinoamericano”. Ello explica el encono de los “anglosajones”. Su soberbia enfermizas les impide reconocer todo lo bueno que ha hecho el kirchnerismo. Jamás lo harán porque lo consideran un enemigo al que hay que exterminar. La Argentina anglosajona y la Argentina latinoamericana son como el agua y el aceite, incompatibles. Siempre lo fueron, lo son y lo serán. En consecuencia, sólo hay dos maneras de resolver esta tragedia: a los tiros o aceptando pragmáticamente la existencia de ambas Argentinas, teniendo en mente lo que decía el Martín fierro (si los hermanos no se unen los devoran los de afuera). De ahí que la democracia como filosofía de vida seguirá siendo por mucho tiempo un sueño inalcanzable para los argentinos.

Cada día nos hundimos un poquito más

Seguramente gran parte de los millones de argentinos que votaron por Juntos el domingo 14, soñaron con una derrota tan aplastante que obligaría al gobierno a abandonar el poder. No fue casual que en los días previos desde algunos medios de comunicación se hubiera lanzado la idea de la asamblea legislativa, un mecanismo previsto por la constitución para resolver la traumática situación de la acefalía, es decir la ausencia de autoridades gubernamentales. Afortunadamente, consumada la derrota del oficialismo, no tan amplia como esperó todo el mundo, la vida siguió por sus carriles habituales.

En materia política lo más importante fue el fuerte respaldo del movimiento obrero al presidente de la nación el 17 de noviembre, una fecha emblemática del justicialismo. Una vez más, el presidente desaprovechó una magnífica oportunidad para convocar a la oposición a un gran acuerdo nacional propiciado con anterioridad a las elecciones por Sergio Massa. Ante una enfervorizada multitud el presidente no tuvo mejor idea que arremeter con extrema dureza contra el ex presidente Macri y el ascendente Javier Milei, dos emblemas del antikichnerismo duro. Como era previsible, la oposición reaccionó duramente contra el belicoso discurso presidencial. El gran acuerdo nacional murió antes de nacer. El presidente tomó la decisión de profundizar la grieta de aquí a las elecciones presidenciales de 2023 en lugar de aquietar las aguas. Nos esperan, qué duda cabe, dos años sumamente complicados.

En materia económica el gobierno ha centrado todas sus esperanzas en el acuerdo con el FMI. La historia ha enseñado que cada vez que el gobierno de turno acordó con el prestamista internacional de última instancia, el pueblo trabajador sufrió las consecuencias. Todavía están frescos en nuestra memoria los terribles sucesos de 2002 cuando el enviado del FMI Anoop Singh, se dio el lujo de presionar al Congreso para que legisle en función de los intereses del capital financiero transnacional. Cuando Duhalde entregó el poder a Néstor Kirchner más de la mitad de la población estaba sumergida en la pobreza. Dos décadas más tarde la historia se repite. ¿Por qué ahora el acuerdo con el FMI sería diferente? Escuchemos todas las veces que sea necesario a Einstein: “es de locos suponer que se pueden obtener distintos resultados aplicando los mismos métodos”.

En materia de seguridad vamos de mal en peor. En los días previos a las elecciones el alevoso crimen de un quiosquero en el corazón de La Matanza sacudió al pueblo. Hubo varias marchas mientras los medios se hacían eco de la tragedia. Pasaron las elecciones y nadie se acuerda del infortunado joven. La semana pasada tres policías de la CABA asesinaron a un joven futbolista del club Barracas. Inmediatamente, el abogado personal de Cristina Kirchner decidió hacerse cargo de la defensa de la atribulada familia, en una clara demostración de oportunismo político. En las últimas horas nueve encapuchados atacaron la sede del diario Clarín con bombas molotov, en una clara actitud intimidatoria. Muchos compararon este hecho con el comienzo de la guerrilla en la década del setenta. Mientras tanto, los mapuches siguen causando estragos en el sur del país ante la pasividad de las autoridades competentes. Como frutilla del postre hay que mencionar el alevoso ataque a balazos que sufrió un conocido restaurante ubicado en pleno centro de la ciudad de Rosario, provocando la angustia y desesperación de quienes estaban en ese momento saboreando las exquisitas comidas del lugar.

Lo más terrible de esta situación es la naturalidad con la que tomamos estos hechos que son de una gravedad inusitada. A esta altura nos parece “normal” que asesinen a sangre fría a un quiosquero o a un futbolista, que baleen el frente de un restaurante o que ataquen con bombas molotov la sede de un diario. También nos parece “normal” la pasividad de las autoridades, quienes se limitan a esperar que el pueblo se olvide lo antes posible de estos dramáticos acontecimientos. Pero no es normal lo que estamos viviendo. No es normal que en Rosario cenar en un restaurante céntrico resulte peligroso para la vida. No es normal que en el conurbano o en el gran Rosario todo el mundo se vea obligado a encerrarse en sus domicilios antes del anochecer. No es normal que el gran Rosario esté en manos del narcotráfico. No es normal que el presidente afirme sin ruborizarse que la economía argentina es una de las que más ha crecido este año a nivel mundial. No es normal que el pueblo siga creyendo en la clase política.

Cada día la situación empeora. Cada día la plata vale un poquito menos. Cada día los alimentos y los medicamentos valen un poquito más. Cada día nos hundimos un poquito más y seguimos sin reaccionar.

Cristina y las materias pendientes

Cuando asumió Néstor Kirchner la presidencia el 25 de mayo de 2003 el país era un tembladeral. Ninguna de las instituciones políticas fundamentales de la democracia funcionaban: los partidos políticos habían estallado en mil pedazos, el parlamento era una caricatura de sí mismo y la Justicia brillaba por su ausencia. Los principales dirigentes políticos no se atrevían a salir a la calle, temerosos de los escarches populares. La economía era un desastre. La inflación había comenzado a devorar nuestro papel moneda, cada día miles de argentinos ingresaban en el fantasmagórico mundo de la pobreza, los cartoneros se habían hecho célebres y los piqueteros imponían sus códigos. La autoridad presidencial se había evaporado y la anomia había dejado de ser una amenaza latente. Nadie creía en nada ni en nadie. Los ahorristas no toleraban la confiscación de su dinero y los bancos se habían transformado en regimientos militares. Estados Unidos, Europa y los organismos multilaterales de crédito habían dejado de confiar en nuestro país. Nuestra soberanía económica había sido ultrajada por el FMI y el presidente interino Eduardo Duhalde hacía malabares para gobernar un país ingobernable.

Néstor Kirchner y Cristina Fernández lograron rescatar al país de la ciénaga. Nos estábamos hundiendo y el matrimonio del sur nos salvó. Únicamente un mal intencionado puede negarlo. Mucho se ha escrito sobre los logros del kirchnerismo. Son harto conocidos. Aunque algunos se resistan a aceptarlo, a partir de 2003 hubo un profundo cambio de paradigma. Néstor uy Cristina iniciaron un fenomenal proceso de desmenemización de la Argentina. Pisaron muchos callos, lo que provocó un alarido de dolor a varios poderosos del país. De haber sido presidente en 2003 Carlos Reutemann, José Manuel de la Sota o Rodríguez Saá, nadas de lo bueno que hizo el matrimonio Kirchner hubiera sido posible. ¿Se imagina, estimado lector, a Reutemann transformando la ESMA en el museo de la Memoria Histórica o presentando al parlamento un proyecto de democratización de los medios de comunicación audiovisuales? ¿Se imagina, estimado lector, a Rodríguez Saá desafiando al poder de la gauchocracia? La ley de medios audiovisuales, la reestatización de las AFJP, el adiós al FMI, a las relaciones carnales y a la mayoría automática en el corte, la asignación universal por hijo, la reforma a la carta orgánica del Banco Central y la nacionalización de YPF, fueron posibles porque en la Casa Rosada estuvieron primero Néstor Kirchner y luego Cristina Fernández; lo que demuestra que los grandes procesos de transformación social, política, cultural y económica, requieren sí o sí la presencia en el poder de líderes con las convicciones necesarias para llevarlos a cabo.

Semejante tarea aún está inconclusa. Lo que ha hecho el matrimonio presidencial es notable, pero mucho queda por resolver. Hay materias pendientes, deudas que aún no han sido pagadas. La derecha lo sabe y cada vez que pueda clava uno de sus siempre peligrosos puñales para intentar sacar de quicio a la presidenta de todos los argentinos. La inseguridad y la inflación son, qué duda cabe, las dos materias pendientes de mayor importancia.

Nadie duda que los argentinos vivimos en un país inseguro. No pasa un día sin que se produzca al menos un asalto violento, o un intento de secuestro extorsivo o una balacera entre delincuentes y uniformados. Negarlo sería ridículo. Lejos de existir una “sensación” de inseguridad, hay una real y mortífera inseguridad que nos agobia y sofoca. Los argentinos estamos dominados por el miedo. Cada mañana nos preguntamos si hoy nos tocará a nosotros. Para colmo, los medios televisivos, obsesionados por el rating, hacen uso y abuso del flagelo de la inseguridad, invitando a sus programas a víctimas de la inseguridad que descargan toda su bronca e impotencia, con lo cual la televisión no hace más que echar leña al fuego. Lamentablemente, desde el Poder ejecutivo Nacional aún no se han emitido claras señales respecto a esta terrible cuestión. Ignoro las causas, pero lo cierto es que cada vez que la presidenta le habla al país, la inseguridad brilla por su ausencia. Que yo recuerde, Cristina nunca tomó el tema de la inseguridad. A lo mejor considera que no es un problema acuciante, que se trata de un fenómeno inflado por los grandes medios opositores. Lo cierto es que la inseguridad figura al tope de las preocupaciones de la población cada que vez que es encuestada. En consecuencia, sería altamente beneficioso para todos nosotros que la presidenta utilice alguna vez la cadena nacional para referirse pura y exclusivamente a la inseguridad. La inmensa mayoría de los argentinos y argentinas se lo agradecerán de todo corazón.

Como un ciudadano más de este bendito país y sin tener los conocimientos suficientes para hablar con propiedad sobre el tema, me tomo el atrevimiento de reflexionar en voz alta sobre la inseguridad porque pago los impuestos como Dios manda, lo que me da la autoridad necesaria para hacerlo. Estoy convencido de que la inseguridad vino para quedarse por mucho tiempo. Soy optimista por naturaleza, pero creo que la delincuencia está ganando esta guerra que le declaró a la civilidad. Las fuerzas de seguridad no saben cómo combatir a los delincuentes. Siempre corren detrás de los hechos consumados y, en numerosos casos, ha habido complicidad entre uniformados y ladrones. Mientras tanto, algunas autoridades, dominadas por la impotencia, sólo atinan a poner más y más cámaras de seguridad. ¿Por qué desde el poder político no se intenta atacar el flagelo de la inseguridad por las causas y no por sus efectos? ¿Por qué no se intenta, de una vez por todas, erradicar para siempre ese caldo de cultivo de la delincuencia que son las villas miseria? ¿Es tan difícil edificar casas simples para que sean habitadas por los habitantes de las villas? Uno está tentado a suponer que las villas son intocables porque prestan una gran utilidad política… ¿Tiene razón los defensores del gatillo fácil? A mi entender, no la tienen. La experiencia ha demostrado que la represión sólo alimenta con lava al volcán en erupción. Tampoco la tienen, me parece, quienes consideran a los delincuentes víctimas inocentes de un sistema perverso e injusto. Creo que lo mejor que se puede hacer en este difícil momento es impedir la impunidad por todos los medios legales disponibles. Que el delincuente sepa que si es apresado recibirá el castigo que le impone el Código Penal. No es mucho pedir. Sin embargo, creo que el problema es más profundo. Un niño sin futuro, dominado por la droga y el alcohol, es un delincuente en potencia. La educación, el amor familiar y el imperio de la ley ayudan, qué duda cabe, a erradicar el flagelo de la delincuencia.

La otra materia pendiente es la inflación. Por más que la presidenta no toque el tema, hay inflación en la Argentina. Algunos miserables están contentos, aguardando en las sombras que todo estalle por los aires para imponer el ajuste inhumano. Mucho se ha escrito sobre la inflación. Los economistas liberales sostienen que la inflación es producida por el gobierno en su afán por financiar el desmedido gasto público. La emisión de billetes sin respaldo da origen a la inflación. Hay otros que sostienen que los responsables son los formadores de precios y los especuladores. Confieso no saber quién tiene razón. Lo único cierto es que los precios en las góndolas suben y suben, provocando angustia en las familias argentinas. Cuando alguien está enfermo, lo peor es desconocer que lo está. Para empezar a curarse, lo primero que hay que hacer es reconocer la enfermedad para después ir al médico. Con la inflación sucede algo parecido. Lo primero que el gobernante debe hacer es reconocer su existencia para luego aplicar el plan antiinflacionario que considere más adecuado. Hasta el momento, Cristina no ha reconocido la existencia de la inflación. En consecuencia, no habrá por ahora plan antiinflacionario alguno.

Por más que Cristina no las mencione, la inseguridad y la inflación están presentes. No desaparecerán de la faz de la tierra por arte de magias. La presidenta es muy capaz y sabrá por qué actúa de esa manera. Sin embargo, la historia del país ha demostrado que cuando las demandas populares, fundamentalmente las económicas, no son atendidas, el gobernante es castigado en las urnas. Ojalá la primera mandataria tome nota de la existencia de estos dramas y actúe en consecuencia. Le sobran convicción e inteligencia.

(*) Artículo publicado en Redacción Popular el 27/7/012.

Smith y las causas del progreso en las facultades productivas del trabajo

Adam Smith (1723-1790) fue uno de los máximos exponentes del liberalismo económico clásico. Dejó para la posteridad “Investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones (*), una de las obras más relevantes de todos los tiempos. En el libro primero analiza “las causas del progreso en las facultades productivas del trabajo, y del modo como un producto se distribuye naturalmente entre las diferentes clases del pueblo”.

Smith comienza su análisis con la siguiente sentencia: “el progreso más importante en las facultades productivas del trabajo, y gran parte de la aptitud, destreza y sensatez con que éste se aplica o dirige, por doquier, parecen ser consecuencia de la división del trabajo”. ¿Qué efectos provoca la división del trabajo en los negocios generales de la sociedad? Para que este tema quede perfectamente esclarecido, Smith se esmera por poner en evidencia cómo opera la división del trabajo en la fabricación de alfileres. Un obrero poco adiestrado en ese tipo de trabajo y que no esté familiarizado con el manejo de la maquinaria requerida, por más empeño que ponga y por más esfuerzo que realice, apenas estaría en condiciones de fabricar un alfiler por día. La fabricación de alfileres constituye un oficio que está dividido en varios ramos, constituyendo muchos de ellos un oficio autónomo. Ahora bien, la fabricación de alfileres se hace en equipo. “Un obrero estira el alambre, otro lo endereza, un tercero lo va cortando en trozos iguales, un cuarto hace la punta, un quinto obrero está ocupado en limar el extremos donde se va a colocar la cabeza”. Es así como la fabricación del alfiler pasa a ser una importante tarea, resultando imprescindible la presencia de numerosos trabajadores dispuestos a desempeñar numerosas funciones. El trabajo del alfiler queda dividido en varias funciones específicas que son desempeñadas por trabajadores capacitados para desempeñar una de ellas. La división del trabajo va de la mano de la especialidad técnica de los trabajadores. Varios trabajadores realizan mejor un trabajo que uno solo.

Smith narra lo que observó al visitar una pequeña fábrica de alfileres, que no empleaba más que diez obreros. Pese a no contar con la maquinaria adecuada, podían, si se esforzaban al máximo, fabricar entre todos unas doce libras de alfileres por día. Como cada libra contenía unos cuatro mil alfileres de tamaño mediano, al fin de la jornada los diez obreros estaban en condiciones de fabricar nada más y nada menos que cuatro mil ochocientos alfileres por día. ¿Qué hubiera sucedido si cada obrero se hubiera visto obligado a trabajar aisladamente y sin la preparación adecuada, en la fabricación de alfileres? Lo más probable, dice Smith, es que no hubiera sido capaz de fabricar un solo alfiler por día o, a lo sumo, no más de veinte. Ahora bien, los efectos de la división del trabajo se producen en todas las manufacturas y artes. Siempre que la división del trabajo se aplica en todo arte u oficio, sentencia Smith, provoca “un aumento proporcional en las facultades productivas del trabajo”. La división del trabajo se produce generalmente con más amplitud en los países más desarrollados, cuyos habitantes tienen una mayor conciencia de la laboriosidad y el progreso. Mientras en una sociedad atrasada la fabricación de alfileres es obra de uno solo, en una sociedad avanzada es obra de muchos. En consecuencia, en la sociedad atrasada se fabrican pocos alfileres por día mientras que en la sociedad avanzada se fabrican miles y miles de alfileres cada veinticuatro horas.

¿Por qué la división del trabajo eleva la eficiencia de los trabajadores? ¿Por qué la división del trabajo aumenta de manera considerable la cantidad de productos que una misma cantidad de individuos puede elaborar? Según Smith, esto se debe a tres circunstancias diferentes: en primer lugar, a la mayor destreza del obrero; en segundo término, al tiempo que se pierde cada vez que el obrero deja una función para desempeñar otra; y, finalmente, a la invención de una serie de máquinas que, además de abreviar el tiempo que emplean los obreros para trabajar, capacitan a un operario para que desempeñe las funciones de muchos. Cuando un obrero está más capacitado para ejercer una función determinada, mayor será la cantidad de trabajo que puede efectuar. A raíz de la división del trabajo, el operario realiza una única función, con lo cual aumenta su pericia. Un operario que nunca produjo clavos, por más diestro que sea en el manejo del martillo sólo estará en condiciones de producir no más de trescientos clavos por día. Otro herrero, en cambio, puede saber cómo hacer clavos, pero si su función principal no es ésa, es poco probable que llegue a fabricar mil clavos por día. Smith confiesa haber visto a jóvenes operarios dedicados sólo a fabricar clavos, producir cada uno más de dos mil trescientos clavos por día.

La división del trabajo permite al operario ahorrar tiempo ya que le evita el pasar de una clase de operación a otra. Según Smith, el tiempo perdido es mucho mayor de lo que se puede suponer a simple vista. Ningún operario está en condiciones de pasar rápidamente de una tarea a otra, si debe hacerla en otro lugar y emplear herramientas diferentes. Si el cambio de tarea se efectúa en el mismo lugar, el operario perderá menos tiempo. A pesar de ello, el tiempo perdido seguirá siendo considerable. No existe operario que no haga una pausa cuando pasa de una operación a otra. Al comenzar una nueva tarea, el operario se toma su tiempo antes de entrar nuevamente en funcionamiento. Su mente está en otro lado y su predisposición para encarar la nueva tarea es escasa. Como lógica consecuencia de ello, la producción se contrae. Smith tenía un mal concepto del trabajador, fundamentalmente el del campo: “El hábito de remolonear y de proceder con indolencia que, naturalmente, adquiere todo obrero del campo, las más de las veces por necesidad-ya que se ve obligado a mudar de labor y de herramientas cada media hora, y a emplear las manos de veinte maneras distintas al cabo del día-, lo convierte, por lo regular, en lento e indolente, incapaz de una dedicación intensa aun en las ocasiones más urgentes. Con independencia, por lo tanto, de su falta de destreza, esta causa, por sí sola, basta a reducir considerablemente la cantidad de obra que sería capaz de producir”. La producción aumenta considerablemente si los operarios se dedican pura y exclusivamente a una tarea específica. Si durante la jornada laboral deben cambiar de tarea, la producción merma necesariamente.

El empleo de la maquinaria adecuada facilita y abrevia el trabajo. Según Smith, la invención de las máquinas facilitan y abrevian el trabajo ha tenido su origen en la división del trabajo. Cuando el hombre presta toda su atención en una sola tarea, es más apto para descubrir cuáles son los métodos más idóneos para ejercer dicha tarea de la mejor manera posible. La división del trabajo le permite concentrarse en una única y simple tarea. La multiplicación de producciones provocada por la división del trabajo permite que en una sociedad bien organizada las clases inferiores se beneficien de esa opulencia. Smith alude al clásico derrame de riquezas desde la cúspide de la estratificación hacia los sectores más desprotegidos. En este reino de la abundancia soñado por Smith, todo obrero dispone en abundancia de su propia obra; a raíz de ello, y como los demás obreros están en la misma situación, aquél podrá efectuar intercambios de mercancías con éstos. “El uno”, enseña Smith, “provee al otero de lo que necesita, y recíprocamente, con lo cual se difunde una general abundancia en todos los rangos de la sociedad”. La división del trabajo permite a todos los miembros de la sociedad cambiar el producto que posee en exceso por aquellos productos que no posee, garantizando así el bien general.

(*) La edición que tengo en mi poder es del FCE (México), su octava reimpresión data de 1994 y consta de una edición de Edwin Cannan con una introducción de Max Lerner y de una nueva traducción estudio preliminar de Gabriel Franco.

(**) Artículo publicado en Redacción Popular el 28/7/012.

La fascinante y dramática historia argentina

Lo que nos pasó a partir del 25 de mayo de 1810

El Congreso de Tucumán

El 24 de marzo de 1816 fueron inauguradas las sesiones del Congreso de las Provincias Unidas, convocado por un desfalleciente Álvarez Thomas. Con la excepción de Santa Fe, Corrientes, Entre Ríos y La Banda Oriental, el resto de las provincias estuvieron representadas. También hubo representantes de las provincias del Alto Perú (Charcas, Cochabamba, Tupiza y Mizque). Si bien hay quienes menospreciaron la personalidad e inteligencia de los representantes, cabe coincidir con Bartolomé Mitre que fueron los mejores hombres que podían enviar las provincias. La mayoría de ellos eran abogados y clérigos, provenientes de las universidades de Córdoba, Charcas, Lima y Santiago de Chile. Poseían una gran capacidad intelectual y, fundamentalmente, se caracterizaban por su prudencia política. Los diputados Serrano (Charcas) y Darragueria (Buenos Aires) eran los más destacados. Pero también imponían su presencia los diputados Castro barros (La Rioja), Paso, Sáenz y Anchorena (Buenos Aires) y Malabia (Chuquisaca). Como bien señaló Joaquín V. González “Es justo decir que el Congreso de Tucumán ha sido la asamblea más nacional, más argentina y más representativa que haya existido jamás en nuestra historia” (1). Además, hay que tener en cuenta el clima político que se vivía en aquella época. El Alto Perú (la actual Bolivia) estaba en poder de los realistas; varias provincias respondían a Artigas (las que no estuvieron representadas en el Congreso); Santiago del Estero y La Rioja estaban convulsionadas; el Ejército de Observación, comandado por Díaz Vélez, no reconocía la autoridad de Álvarez Thomas; la amenaza española de enviar una poderosa expedición militar lejos estaba de ser una utopía; y cundían los rumores acerca de una posible invasión lusitana. Como frutilla del postre cabe decir que las monarquías europeas, una vez caído Napoleón, reafirmaban la legitimidad de la restauración del régimen político basado en la autoridad suprema del rey. Ante semejante situación límite los congresales no tuvieron más remedio que consolidar las bases sobre las que se sustentaba el régimen político surgido en mayo de 1810, porque de no hacerlo todo lo realizado en ese sentido entre mayo de 1810 y 1816 habría sido en vano. Realmente había que tener un gran coraje para declarar la independencia en semejante contexto. Y esos diputados lo tuvieron.

(1) Leoncio Gianello, Historia del Congreso de Tucumán, Bs. As., Academia Nacional de la historia, 1966, pág. 122, en Floria y García Belsunce, Historia de…., pág. 402.

Juan Martín de Pueyrredón, nuevo Director Supremo

El Congreso fue un ejemplo de convivencia democrática, pese a ser bastante heterogéneo. Había un grupo compuesto por algunos diputados de Buenos Aires, los de Cuyo y algunos de las provincias del interior (los centralistas); otro grupo integrado por diputados cordobeses, algunos de Buenos Aires y otros del interior (los localistas); y un tercer grupo compuesto por los representantes del Alto Perú (los altoperuanos).

El primer problema a resolver por el Congreso era la designación del nuevo Director Supremo. La tarea no era sencilla porque la elección debía recaer en un hombre que fuera, al mismo tiempo, de fuerte personalidad pero dispuesto al diálogo. Ni un ególatra autoritario pero tampoco un pusilánime. Los diputados por Córdoba propusieron como candidato a Moldes, diputado salteño que mucho se acercaba al ególatra autoritario. La solución la tuvo San Martín. Consideró que el candidato adecuado era el diputado entrerriano Juan Martín de Pueyrredón, a quien conocía desde hacía dos años. Los diputados cuyanos se alinearon de inmediato y muy pronto su candidatura recibió el apoyo de Güemes y de los diputados por Buenos Aires y el Alto Perú. Al conocerse en Tucumán el pacto de Santo Tomé y la renuncia de Álvarez Thomas, Pueyrredón se encontró con el camino totalmente despejado. El 3 de mayo de 1816 Pueyrredón recibió el apoyo de 23 diputados y su competidor, Moldes, solamente el de 2 diputados. Era la primera vez que el “Poder Ejecutivo” gozaba de legitimidad de origen.

Consciente de la difícil situación que reinaba en Salta, el flamante Director Supremo no perdió tiempo. Se dirigió a la provincia norteña para apaciguar los ánimos, “amigar” a Rondeau y Güemes, para luego asegurarse la fidelidad de las tropas. Pueyrredón no podía darse el lujo de enemistarse con Güemes porque la defensa de la frontera norte dependía, hasta ese momento, de las guerrillas que lideraba. Ya en Buenos Aires Pueyrredón sustituyó a Rondeau por Belgrano, cuyo prestigio se mantenía incólume pese a las duras derrotas de Vilcapugio y Ayohuma. La respuesta de Rondeau fue la menos adecuada: consideró su reemplazo una ofensa y redactó una carta de renuncia en la que daba a entender que las tropas resistirían la designación de Belgrano. Era una clara incitación a la rebelión. Pueyrredón reaccionó como correspondía: sin perder un minuto de su valioso tiempo efectivizó el nombramiento de Belgrano lo que enervó cualquier atisbo de malestar castrense.

Para Pueyrredón la situación chilena era por demás delicada. Decidió, por ende, colocarla en la cima de sus prioridades. En consonancia con San Martín tomó la decisión de invadir al país trasandino. De esa forma el Director Supremo procuró alcanzar la unidad en torno a un objetivo supremo: la independencia. Mientras tanto, el Congreso reunido en Tucumán era presionado por San Martín para que finalmente declarara la independencia. El 9 de julio los congresistas la declararon de la siguiente forma: “Nos los representantes de las Provincias Unidas de Sud América, reunidos en Congreso General, invocando al Eterno que preside el universo, en el nombre y por la autoridad de los pueblos que representamos, protestando al cielo, a las naciones y a los hombres todos del Globo la justicia que regla nuestros votos; declaramos solemnemente a la faz de la tierra que es voluntad unánime e indubitable de estas Provincias romper los violentos vínculos que las ligaban a los reyes de España, recuperar los derechos de que fueran despojados, e investirse del alto carácter de nación libre e independiente del rey Fernando VII, sus sucesores y metrópoli. Quedar en consecuencia de hecho y de derecho con amplio y pleno poder para darse las formas que exija la justicia, e impere el cúmulo de las actuales circunstancias. Todas y cada una de ellas así lo publican, declaran y ratifican comprometiéndose por nuestro medio al cumplimiento y sostén de esta voluntad, bajo el seguro y garantía de sus vidas, haberes y fama. Comuníquese a quienes corresponda, para su publicación, y en obsequio del respeto que se debe a las naciones, detállese en un manifiesto los gravísimos fundamentos impulsivos de esta solemne declaración. Dada en la sala de sesiones del Congreso y refrendada por nuestros diputados secretarios. Francisco Narciso de Laprida, presidente., Mariano Boedo, vicepresidente”. El proceso comenzado el 25 de mayo de 1810 culminaba con esta solemne declaración el 9 de julio de 1816. Había triunfado claramente la concepción americanista de la revolución (1).

(1) Floria y García Belsunce, Historia de…capítulo 17.

El gobierno de Pueyrredón

Pueyrredón estuvo al frente del gobierno nacional entre 1816 y 1819. Fue un período extremadamente intenso que le permitió al Director Supremo dejar una huella indeleble. Pese a los obstáculos que debió enfrentar no dudó a la hora de afianzar el proceso emancipatorio que comenzó el 25 de mayo de 1810. Fue, qué duda cabe, el máximo garante del punto culminante de dicho proceso acaecido en Tucumán el 9 de julio de 1816.

Pueyrredón tuvo una obsesión: garantizar la independencia de las provincias Unidas del Río de la Plata y materializar, con la ayuda inestimable de San Martín, la liberación de Chile y Perú. Una empresa alto riesgosa, que requería coraje, conocimientos militares y recursos económicos. Quiso la providencia que San Martín fuera contemporáneo de Pueyrredón pues sin la presencia de aquél éste seguramente no hubiera podido liberar a Chile y Perú de las garras realistas. En lo político Pueyrredón utilizó la persuasión y la firmeza según las circunstancias. Pero en los hechos encabezó una dictadura legal que contó con el respaldo del Congreso. Nadie dudaba, por ende, de quién mandaba. Era un gobierno que nada tenía que ver con la democracia liberal consagrada décadas más tarde primero por Alberdi y luego por la Constitución sancionada y promulgada en 1853. Pero era, me parece, el único gobierno que podían darse las Provincias Unidas del Río de la Plata en aquel momento. La situación, tanto interna como externa, era tan grave que obligaba al ejercicio del poder a cargo de una personalidad de hierro, es decir del general Juan Martín de Pueyrredón.

Cuando Pueyrredón se hizo cargo del gobierno central tenía en frente un panorama extremadamente complicado. Por un lado, debía intentar controlar a Artigas cuya influencia se desparramaba a lo largo del territorio como reguero de pólvora; por otro lado, no podía desatender la invasión lusitana a la Banda Oriental. Por si todo ello no hubiera resultado suficiente debía hacerse cargo de los conflictos que tenían lugar en Buenos Aires, exacerbados por razones políticas (ataques a la oposición) y económicas (la gravosa situación económica obligaba a castigar con impuestos y empréstitos a las grandes fortunas). Para colmo las provincias se manejaban por su cuenta, lo que obligaba a Pueyrredón a hacer todo lo que estuviera a su alcance para unirlas, lo que en la práctica significó la obligación de ejercer el poder de manera férrea y centralizada. Pueyrredón fue, qué duda cabe, el emblema del hegemonismo porteño.

Floria y García Belsunce se esmeran en rescatar la figura de Pueyrredón. Consideran injusta la visión de quienes lo consideran un porteño pedante y autoritario. Es cierto que, en material militar, apeló a la conducción centralizada pero era algo perfectamente lógico ya que la conducción de las fuerzas armadas fue (es y será) sinónimo de verticalidad. En lo político es cierto que al comienzo de su mandato Pueyrredón ejerció el poder de manera hegemónica pero era el único camino que conducía al fortalecimiento del proceso revolucionario. Pero al cumplirse el primer aniversario de la declaración de la independencia era evidente-y Pueyrredón era perfectamente consciente de ello-que el excesivo centralismo porteño atentaba contra la unión de todas las provincias y hacía peligrar el éxito del proceso revolucionario.

Todos estos factores llevaron a Pueyrredón a ejercer el poder en base al equilibrio y la moderación. ¿Se imagina el lector lo que hubiera pasado si Pueyrredón hubiera tenido una personalidad como la de Donald Trump? Pueyrredón se basó en estos valores para intentar apaciguar los ánimos para así poder ejecutar su obra de gobierno. Estaba obsesionado con el logro de la unidad nacional pero ello no significó que tuviera en mente imponer la autoridad porteña a como diera lugar. A tal punto no puede identificarse a Pueyrredón con el porteñismo “puro y duro” que durante su gobierno debió padecer las críticas de los dirigentes porteños. Cuando se disolvió la Primera Junta (1811) Pueyrredón propuso la realización de un Congreso Nacional en cualquier lugar, menos en Buenos Aires o en alguna capital de provincia que intentara sustituirla o que dispusiera de una base militar. Cinco años más tarde Pueyrredón no había cambiado de parecer en esta cuestión ya que sugirió que tanto el Congreso como el Director ejercieran sus funciones en la provincia de Córdoba. La elección de esta provincia lejos estaba de ser inocente ya que creía que de esa manera se lograría inclinar su voluntad (1).

Pueyrredón fue un político eminentemente práctico. Tenía los pies sobre la tierra lo que lo llevó a criticar algunas veces al Congreso, proclive a las divagaciones teóricas. En varias oportunidades se quejó ante San Martín: “¡Y siempre doctores! Ellos gobiernan y pretenden gobernar con teorías, y con ellas nos conducen a la disolución” (2). “No hay duda, amigo, en que los doctores nos han de sumergir en el último desorden y en la anarquía. Si no apretamos los puños, estamos amenazados de ver al país convertido en un Argel de hombres con peluca” (3). Pueyrredón los acusaba de desconocer la calle, de vivir en la estratósfera, de perder el tiempo elaborando teorías sin ningún sustento práctico. Pero estaba obligado a convivir con la realidad. Al ser un gobernante carente de partido debió buscar un reemplazante, encontrándolo en la Logia Lautaro conducida por San Martín. De ese modo pudo contar con el apoyo de un virtual segundo parlamento que coincidía con sus objetivos primordiales.

(1) Pueyrredón, Carlos A., Cartas de Pueyrredón a San Martín, Bs. As., Facsímiles 55 y 57, en Floria y García Belsunce, Historia de…, pág. 407.

(2) Pueyrredón, Carlos A., ob. cit., fac. 91, en Floria y García Belsunce, Historia de…, pág. 408.

(3) Pueyrredón, Carlos A., ob. Cit., fac. 93, en Floria y García Belsunce, Historia de…, pág. 4048.

Bibliografía básica

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-Natalio Botana y Ezequiel Gallo, De la República posible a la República verdadera” (1880/1910), Biblioteca del Pensamiento Argentino, Tomo III, Ariel, Bs.As., 1997.

-José Carlos Chiaramonte, Ciudades, provincias, Estados: Orígenes de la Nación Argentina (1800/1846), Biblioteca del Pensamiento Argentino, Tomo I, Ariel, Bs. As., 1997.

-Carlos Floria y César García Belsunce, Historia de los argentinos, Ed. Larousse, Buenos Aires, 2004.

-Tulio Halperín Dongui, Vida y muerte de la República verdadera (1910-1930), Biblioteca del Pensamiento Argentino, Tomo IV, Ariel, Bs. As., 1999.

-Tulio Halperín Donghi, Proyecto y construcción de una nación (1846/1880), Biblioteca del Pensamiento Argentino, Tomo II, Ariel, Bs. As., 1995.

-Daniel James (director del tomo 9), Nueva historia argentina, Violencia, proscripción y autoritarismo (1955-1976), Ed. Sudamericana, Bs. As., 2003

-John Lynch y otros autores, Historia de la Argentina, Ed. Crítica, Barcelona, 2001.

-Marcos Novaro, historia de la Argentina contemporánea, edhasa, Buenos Aires, 2006

-David Rock, Argentina 1516-1987, Universidad de California, Berkeley, Los Angeles, 1987.

-José Luis Romero, Las ideas políticas en Argentina, FCE., Bs. As., 1956.

-Juan José Sebreli, Crítica de las ideas políticas argentina, Ed. Sudamericana, Bs. As., 2003.

Una novela premonitoria

Cuando finalizaba la década del cuarenta del siglo pasado, George Orwell publicó la novela “1984”. Narra la vida de un oscuro empleado del gobierno inglés llamado Winston. Inglaterra se había transformado en un régimen totalitario más sofisticado y cruel que el nacionalsocialismo y el estalinismo. Winston sólo es libre cuando duerme de noche. Apenas abre sus ojos, comienza su calvario diario. En su departamento hay una inmensa pantalla de televisión que le recuerda cada segundo la existencia del Gran Hermano y de un enemigo feroz que debe ser aniquilado. Londres es una gigantesca cárcel donde todo está controlado, cronometrado, fiscalizado. El pensamiento crítico está terminantemente prohibido. La historia oficial es la única valedera y el odio al enemigo es la pasión dominante. Todos los días, los trabajadores públicos deben sí o sí escuchar la voz del Gran Hermano, la dueña de la verdad absoluta. El trabajo es de una monotonía embrutecedora y todos sospechan de todos. Una mirada o un gesto imprevistos pueden significar la muerte. La desaparición de personas es algo común, al igual que los crueles interrogatorios. Londres forma parte de Oceanía, uno de los tres grandes sistemas totalitarios que constituyen el mundo orwelliano.

La novela es sencillamente fantástica. Se lee muy rápidamente, Cautiva y entretiene. Orwell imaginó un totalitarismo feroz, cínico y despiadado, capaz de borrar no sólo los cuerpos humanos sino también su historia. Cuando alguien desaparecía, desaparecía el cuerpo y su memoria. El desaparecido jamás existió. Todo lo vinculado con su vida era borrado del mapa. La intimidad de las personas era una entelequia. Todos debían cuidarse de no ser atrapados por el Gran Hermano en actitudes “sospechosas”. Nadie era imprescindible. Por más eficiente que se haya sido en la función pública, si el sistema comenzaba a sospechar de alguien, su suerte estaba echada. Cada día podía ser el último. El Gran Hermano decidía quién moría, cuándo y cómo. Las personas se habían transformado en instrumentos descartables, como una mesa o una silla. Todos debían desprenderse de su personalidad para sobrevivir. La domesticación social era aplastante, al igual que el conformismo colectivo.

Hoy, en pleno siglo XXI, el mundo se parece bastante a “1984”. Estados Unidos ha sido siempre considerado una de las democracias más estables y desarrolladas del mundo. Desde que se independizaron de Gran Bretaña, los norteamericanos eligen su presidente cada cuatro años. Jamás hubo un golpe de estado. Funcionan a pleno los poderes legislativo y judicial. La libertad de empresa rige plenamente. Para la gran mayoría de los mortales, Estados Unidos comenzó a abandonar la democracia como filosofía de vida. Comenzó a funcionar en torno al complejo militar-industrial, un estado dentro de los propios Estados Unidos. Surgió lo que Raymond Arond denominó “la república imperial”. La carrera armamentística obligó a Estados Unidos a transformarse en un gigante nuclear obsesionado por autoproclamarse un día el “gendarme del mundo”.Bajo el mando de Hoover, el FBI se transformó en el Gran Hermano norteamericano. Con el correr de los años, el avance tecnológico le permitió inmiscuirse en la vida privada de cada norteamericano. Mientras tanto, había comenzado a adquirir relevancia la CIA en el pleno externo de la realidad política. Estados Unidos debía hacer frente a la “amenaza” soviética. El miedo al comunismo legitimó el accionar del FBI y la CIA. No interesaba si en el Casa Blanca había un republicano o un demócrata. La estrategia del miedo era una “política de estado”. La persecución ideológica se expandió como un reguero de pólvora. La delación era bien vista. Había que ser un “buen ciudadano”. Con el correr del tiempo, las técnicas de control social se perfeccionaron. Los satélites comenzaron a ser capaces de fotografiar los sitios más íntimos de cada hogar norteamericano y el FBI y las restantes fuerzas de seguridad comenzaron a tener a su disposición un apoyo logístico aterrador paras garantizar la “paz” interna.

El miedo al comunismo funcionó hasta el derrumbe del coloso soviético en 1991. Estados Unidos se había transformado en el país más poderoso de la tierra. Pero el cuco soviético había desaparecido. Necesitaba sí o sí otro enemigo foráneo para justificar el control interno. Lo encontró el 11 de septiembre de 2001. Cuando las Torres Gemelas se derrumbaron como castillos de naipes, el vacío dejado por el comunismo fue ocupado por el fundamentalismo islámico. La organización terrorista Al Qaeda había pasado a constituir el nuevo “enemigo perfecto” de la república imperial. W. Bush ordenó la invasión a Irak e internamente dio un gigantesco paso hacia la sociedad totalitaria orwelliana. A partir de septiembre de 23001, Estados Unidos se transformó en una sofisticada y cínica dictadura cubierta con una máscara democrática. Todos los correos electrónicos de los norteamericanos, por ejemplo, quedaron bajo la lupa del Gran Hermano. Un profesor de la Universidad de Portland me reconoció hace algunos años estando de visita por Rosario que los norteamericanos estaban muertos de miedo. Era el apogeo de W. Bush. Por aquel entonces, el diario La Capital me publicaba con cierta frecuencia cartas que enviaba a la sección “Cartas de lectores”. Era el año 2007, cuando Kirchner había consagrado a Cristina como su sucesora en la Casa Rosada. En mis cartas defendía al gobierno nacional y este docente norteamericano me reconoció en una charla de café que si hubiera llegado a publicar una carta d electores de esa índole (una crítica a la invasión a Irak, por ejemplo) en el diario más importante del Estado de Oregon, su trabajo en la Universidad hubiera peligrado seriamente. Terminó por reconocerme que en Estados Unidos la democracia es una cáscara vacía.

Desde hace unos años se puede ver por televisión series policiales norteamericanas muy entretenidas: CSI Miami, CSI New York, CSI Las Vegas y Criminal Minds. Asombra el poder tecnológico de que disponen los policías y los miembros de los laboratorios para atrapar a los delincuentes. En Criminal Minds asusta ver con qué facilidad el equipo de investigadores accede fácilmente a los antecedentes de las personas. Lo saben todo de todos. Por supuesto que en estas series los policías y los investigadores son presentados como personas probas e inmaculadas, preparadas para proteger a los honestos de las garras de los delincuentes. Pero cualquiera puede percatarse de que disponen de una colosal maquinaria de control social. Empelada para el mal, “1984” está a la vuelta de la esquina.

Estados Unidos no es el único país donde todos están sometidos a un severo control social. Lo mismo acontece en Europa, Rusia, China, Japón, Oriente, Latinoamérica; en todos los rincones de la tierra, en suma. Dijo Thomas Hobbes en el Leviatán que el poder es la pasión más fuerte que tiene el ser humano. Tan fuerte es que no puede controlarla. El hombre quiere imponer su voluntad sobre los demás y cuando lo consigue, busca más y más hombres para subyugarlos. La historia ha terminado por darle la razón. “1984” de Orwell es la concepción hobbesiana del hombre y la sociedad en su máximo esplendor. Lamentablemente, el mundo se rige hacia ese destino a pasos agigantados. No hay día en que en algún lugar del planeta las libertades y garantías individuales sean pisoteadas sin piedad. Irak, Libia y ahora Siria, son los últimos escenarios de la barbarie. Miles y miles de personas son asesinadas y no pasa nada. La razón de estado es más importante. Estados Unidos, Rusia y China tratan a Siria como un peón de una gran partida de ajedrez. Las cuestiones geoestratégicas están por encima de los hospitales destruidos por las “bombas inteligentes”, de los niños muertos de hambre, de las víctimas de las “limpiezas étnicas”.Un pozo de petróleo importa más que la destrucción de una cultura milenaria.

Hace unos días se conmemoró un nuevo aniversario de la Revolución Francesa. El reconocimiento de los derechos y garantías individuales fue su legado más preciado. Hoy, ese legado no es más que un trapo pisoteado a mansalva por el Gran Hermano planetario (el poder financiero transnacional), el nuevo monstruo totalitario que no ha hecho más que confirmar que la genial premonición de Orwell está más próxima de lo que suponemos de hacerse realidad.

(*) Artículo publicado en Redacción Popular el 30/7/012.

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