Por Hernán Andrés Kruse.-

Y un buen día se despertó la burocracia sindical. Un buen día los gordos, los “independientes” y los barrionuevistas tomaron conciencia de la gravedad de la situación. Tomaron conciencia de que el dólar blue se descontroló, de que la inflación no da tregua, de que los índices de pobreza e indigencia laceran la dignidad humana. Tomaron conciencia de que las internas socavan lo poco que le queda de legitimidad al gobierno nacional, de que el abismo electoral está a la vuelta de la esquina. Semejante despertar se tradujo en un duro documento cuyo máximo “ideólogo” es el histórico dirigente de la UOCRA, Gerardo Martínez.

Para la burocracia sindical “toda la dirigencia en general debe tomar conciencia de que ya no hay más margen de deterioro económico sin riesgo de descomposición social”. “Los índices de pobreza e inflación deben encabezar las prioridades para la adopción de medidas y acciones urgentes”. Se torna imprescindible, enfatizó la burocracia sindical, instar a “la convocatoria de un gran consenso político, económico y social que permita alcanzar acuerdos básicos para el diseño de un programa de mediano y largo plazo, promoviendo el desarrollo, la producción y el trabajo como instrumentos necesarios y urgentes para superar la crisis y trazar un horizonte de crecimiento con justicia social”. “El contexto económico y social es de tal gravedad que no permite especulaciones personalistas ni sectoriales”. “La sociedad argentina atraviesa una compleja crisis económica y social, heredada y agravada por un escenario de inestabilidad macroeconómica que se manifiesta a través de una escalada inflacionaria creciente que pulveriza el poder adquisitivo de los salarios, escasez de divisas, informalidad laboral y un proceso de aumento en su pobreza estructural, inaceptable para la Argentina, que alcanza a un 49% de nuestro pueblo, condenando a la marginalidad a millones de argentinos y argentinas y ponen en serio riesgo la cohesión social”.

“La dirigencia política, sin distinciones partidarias, sin diferencias entre oficialismos ni oposiciones circunstanciales y con la responsabilidad de ser depositarios de la confianza y de la representación que la ciudadanía les otorga a través del voto, deben asumir el compromiso que les cabe en la sucesión de crisis recurrentes que a través de los años han llevado a nuestro país a la situación actual”. En consecuencia, tanto el gobierno nacional como la oposición “deben asumir el compromiso de erigirse en garantes del bienestar colectivo, tanto para minimizar los efectos de la crisis así como para promover la recuperación socioeconómica y asentar los pilares para un crecimiento sostenido, sustentable e inclusivo de mediano y largo plazo” (fuente: Fuerte advertencia de la CGT: “Ya no hay más margen de deterioro económico sin riesgo de descomposición social”, Ricardo Cárpena, Infobae, 19/4/023).

La burocracia sindical. Una expresión bastante inocua que oculta su verdadera naturaleza. En efecto, al hablar de burocracia sindical estamos hablando de una casta compuesta por sindicalistas devenidos en prósperos empresarios, como en su momento fueron Augusto Vandor, Casildo Herreras, Lorenzo Miguel y Jorge Triaca, y hoy lo son, entre otros, Higo Moyano, Pablo Moyano, Héctor Daer y el mencionado Gerardo Martínez. Esta casta desestabilizó a gobiernos constitucionales como los encabezados por Arturo Illia, Raúl Alfonsín y Fernando de la Rúa, porque cometieron un pecado que para esos popes sindicales era un pecado capital: no eran peronistas. Ello explica su silencio cómplice cuando gobernó el peronista Carlos Menem, quien aplicó una de las políticas económicas más antiobreras de la historia. Ello explica, también, su quietismo desde que Alberto Fernández está en la Rosada, cuya política económica está causando más estragos que la política económica ejecutada por el mejor equipo de los últimos cincuenta años. Oh casualidad, justo ahora, cuando el gobierno nacional se encamina a una segura derrota en las urnas, la burocracia sindical hace pública su preocupación por los trabajadores. La miseria moral de esta casta carece de límites, realmente.

La burocracia sindical jamás protagonizó una lucha sindical. Siempre fue socia de los grandes empresarios, de los dueños del poder real. Para los caciques sindicales la expresión “lucha sindical” es apenas un recuerdo lejano. Es por ello que, si disponen de tiempo, recuerden su significado. Para ello nada mejor que leer el ensayo de Ianina Harari titulado “¿Qué es la burocracia sindical?” (Razón y Revolución-Segunda Época).

Escribió la autora sobre la lucha sindical:

“Escuchamos dichos como estos: ¡Siempre tranquilo! ¡Esperad! ¡Todo llegará! Después de una crisis mayor ¡viene un auge mayor! Y dije a mis colegas: ¡Así habla el enemigo de clase! Cuando él habla de buen tiempo, se refiere a su propio tiempo. (…) Un día los vi marchando detrás de nuevas banderas. Y muchos de los nuestros dijeron: No hay más enemigo de clase. Entonces vi encabezándolos hocicos que ya conocía, y escuché voces berreando en el antiguo tono de sargento.” (Bertolt Brecht: La canción sobre el enemigo de clase).

“La lucha sindical constituye la primer batalla que la clase obrera libra contra la burguesía. Mediante ella, se enfrenta a su enemigo de clase en el nivel más elemental de las relaciones capitalistas, es decir, en el terreno económico. En este campo se disputa la venta de su fuerza de trabajo, tanto su precio (salario) como su uso (las condiciones laborales). Esta lucha no implica un cuestionamiento a la relación de producción capitalista ni en su forma (el trabajo asalariado) ni en su contenido (la explotación). Cuando se organiza a la clase obrera sindicalmente se la organiza como clase en sí, es decir, como clase para el capital. Por tanto, no se cuestiona la existencia misma de la división de la sociedad en clases sociales ni se busca abolir la organización social capitalista y, por tanto, el dominio de la burguesía. Por el contrario, en sí misma, la lucha sindical parte de la aceptación de la existencia de la explotación capitalista. Sobre esta base busca imponer un límite a la tasa de explotación, pero no eliminar su existencia misma (Anderson Perry: “Alcances y límites de la acción sindical”, en Economía y política en la acción sindical, Cuadernos de Pasado y Presente, nº 44, 1973, Córdoba). Un sindicalista reformista acepta esta limitación al punto de transformar el accionar dentro de los límites del sistema en la esencia de su actividad política. Reivindica como rasgo de ese accionar su “realismo”. Su único objetivo es lograr alguna mejora en las condiciones de vida de la clase obrera bajo el capitalismo, mediante una “distribución más justa” de los ingresos. Entonces, considera su “realismo”, es decir su aceptación de los límites del sistema social, su mayor virtud.

Los revolucionarios que encaran la labor sindical, en cambio, conocen los puntos flacos de este supuesto “realismo”. Son conscientes que la única vía para evitar la tendencia a la degradación de la clase obrera es la revolución socialista, porque las conquistas sindicales bajo el capitalismo solo pueden revertir parcial y momentáneamente esa tendencia. Mientras para los primeros la lucha sindical es un fin en sí mismo, para los revolucionarios la lucha sindical es la primera trinchera a cavar contra la burguesía en una guerra que busca acabar con su dominación social. Los reformistas no buscan superar la instancia de la clase en sí. En cambio, los revolucionarios buscan el salto cualitativo hacia la conformación de la clase para sí, es decir una clase organizada en pos de sus intereses históricos y no solamente de los inmediatos, lo cual se expresa en la conformación del partido revolucionario de masas (Lenin, V. I.: ¿Qué hacer?, ediciones varias). La organización sindical es un primer paso que permite quebrar con la fragmentación y la competencia que el capital impone entre los propios obreros, con la conciencia liberal individualista, oponiéndole la solidaridad de clase y la conciencia de la existencia de intereses comunes opuestos a los de la burguesía. Sin embargo, esa conciencia es aun limitada: se puede entender la oposición de intereses, pero creer que estos pueden conciliarse en los marcos del capitalismo. El corporativismo, que surge de este supuesto, tiene en la Argentina su expresión más acabada en el peronismo. En la medida que un sindicalista reformista cree que la diferencia de intereses puede resolverse en el marco capitalista, termina por ver como contraproducente los intentos de superar este sistema.

A partir de allí su postura no solo es limitada, en el sentido que pide reformas, pero no avanza en la transformación general del sistema, sino que pasa a jugar un rol reaccionario ante la emergencia de sectores revolucionarios a quienes combate en distintos terrenos. No solo plantean que es posible conciliar intereses dentro del capitalismo, sino que este es el mejor horizonte deseable. Para defender esta perspectiva recurren a valores nacionales y religiosos, como lo muestran estos elocuentes ejemplos de inicios de los ’70: “De esta forma ha de llegarse a la democracia integrada donde solo ha de haber lucha de intereses teniendo en cuenta una real escala de valores para obtener una escala jerárquica, pero jamás una lucha clasista. Los importadores de este pensamiento no han analizado las tremendas contradicciones en que ha caído el propio socialismo marxista” (Unión Ferroviaria: El obrero ferroviario, nº 839, octubre de 1973, p. 15). “No necesitamos apelar a concepciones extrañas, ni corrientes filosóficas que repugnan nuestra tradición cristiana, para concretar la revolución anhelada, de esencia, raigambre, estilo nacional. No vamos a instituir la lucha de clases como fin, sino suprimir el enfrentamiento sectorial, para crear las condiciones económicas que permitan una distribución equitativa de las riquezas y bienes producidos […] Cristo redimió a la criatura humana y le señaló el camino de su igualdad y dignidad predicando el amor entre hermanos. Así debe ser nuestra revolución Justicialista” (Federación Sindicatos Unidos Petroleros del Estado: Petróleo Argentino, nº 74, agosto-septiembre de 1973).

En cambio, los revolucionarios comprenden que los intereses de ambas clases son contradictorios y, por lo tanto, no hay posibilidad de conciliarlos. Lo que buscan, entonces, es elevar la conciencia obrera hacia su interés histórico: la única forma de alcanzar una mejor vida es enterrar el capitalismo y construir una sociedad sin clases. Por supuesto, que esto no puede lograrse únicamente mediante la agitación sindical, y por ello, la misma debe complementarse con otras tareas. En resumen, la lucha sindical es solo un aspecto de la lucha de clases, pero no el único como pretenden entenderla los reformistas. Este señalamiento es importante, porque existe cierta sobrevaloración de la lucha sindical en la izquierda argentina, que tiende a entenderla como el ámbito casi exclusivo de intervención partidaria. Esto parte de una concepción espontaneísta, según la cual a través de la agitación de consigas sindicales exclusivamente, los obreros llegarán solos a la conclusión de que el capitalismo debe ser destruido, ya sea porque al ir aumentando y profundizando en forma gradual sus reivindicaciones caerán en la cuenta que la burguesía no podrá otorgárselas, ya sea por- que se darán cuenta del poder que tienen como clase. O bien, harán la revolución sin ser conscientes de lo que están haciendo (Ver: Kabat, Marina: “Rosa Luxemburgo, el rol de las masas y la organización en los procesos revolucionarios”, en Kabat, Marina (Comp.): Espontaneidad y acción. Debates sobre la huelga de masas, la revolución y el partido, Ediciones ryr, Buenos Aires, 2015). Es decir, no haría falta la intervención del elemento consciente y, por tanto, la lucha político-ideológica pierde sentido.

No es necesario explicarle nada a los obreros, porque ellos solos sacarán las conclusiones de su accionar. Es más, hay partidos que creen que hasta es contraproducente hablarles a los obreros de algo para lo que “no están preparados” o no comprende- rían (como si fuera imposible explicarles). Si solo se puede hablar de lo que ya conocen, entonces debemos rebajar nuestro programa al de la burguesía, que es la encargada de explicarles diariamente cómo deben entender el mundo. El “luchismo” hace aquí su aparición. Esta concepción de la actividad sindical y de los procesos revolucionarios borra de un plumazo el corazón de la lucha política revolucionaria. A saber: la necesidad de emprender una batalla por las conciencias, que libradas a la “espontaneidad” no hacen más que reproducir la ideología dominante, o sea, la ideología burguesa. A esto aludía Marx cuando defendía el socialismo científico y explicaba que si la realidad fuera transparente, la ciencia sería superflua. Es lo mismo también a lo que refería Lenin en el Qué Hacer. Gran parte de la limitación del resto de los partidos de izquierda hoy en día está relacionada con este problema: su negativa a intervenir con una política revolucionaria y su adaptación al reformismo sindica- lista, por lo que basan su tarea exclusivamente en la agitación.

La mera acumulación de experiencias no es suficiente para el pasaje de la conciencia reformista (burguesa) a la revolucionaria (obrera). Tampoco las consignas de agitación económica permiten esto. Nada asegura que la lucha sindical, por más radicalizada que sea, devenga en lucha política. Si así fuera, la clase obrera mundial ya debiera haber sacado sus conclusiones en alguna de las grandes crisis capitalistas que sufrió y el socialismo sería hoy una realidad; del mismo modo que la clase obrera argentina ya habría roto mayoritariamente con su dirección burguesa reformista (el peronismo), que la ha defraudado decenas de veces. Si esto no ha sucedido es porque existe una deficiencia en la intervención política de los revolucionarios que impide el avance de la lucha económica hacia la lucha política. Si solo nos limitamos a imitar a los sindicalistas reformistas, aun con mejores formas, no estaremos haciendo avanzar un ápice a la clase, sino que más bien nos convertiremos en un elemento de contención y, lo que nos lleva al siguiente tema, no tendremos demasiados elementos para diferenciarnos de nuestro rival”.

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