Por Pascual Albanese.-

Es una casualidad cargada de sentido el hecho que el flamante avión presidencial, recién llegado a la Argentina, no haya sido estrenado por su ocupante natural, Alberto Fernández, sino utilizado por el Ministro de Economía, Sergio Massa, para su visita a China en la búsqueda de una ayuda financiera de emergencia que permita remediar, aunque sea transitoriamente, el agotamiento de las reservas del Banco Central y evitar, o al menos postergar por unos meses, el estallido de una crisis cambiaria de imprevisibles consecuencias. Para hacer más notorio el hecho, simultáneamente Fernández utilizaba un avión más viejo de la flota presidencial para viajar a Brasil a entrevistarse con Lula.

Este episodio simboliza el alto grado de deterioro de la autoridad presidencial, exhibido también en lo sucedido el pasado 25 de mayo, cuando Fernández no fue siquiera invitado a participar en el acto convocado en la Plaza de Mayo por Cristina Kirchner, un gesto de desprecio que no tuvo, ni hubiera podido tener, una respuesta equivalente por parte de su destinatario. En un país con fuerte tradición presidencialista, o incluso hiperpresidencialista, Fernández conserva, a lo sumo, no un poder de decisión sino una capacidad de obstrucción sobre la iniciativa de los otros actores de la coalición de gobierno.

Ese vacío de poder, que abarca no sólo a Fernández sino también a Cristina Kirchner, obliga al debate interno sobre la realización o no de elecciones primarias en el Frente de Todos, cuando tanto la vicepresidenta como Massa, la mayoría de los gobernadores peronistas, los intendentes del conurbano bonaerense y el sindicalismo, esto es prácticamente la totalidad de los factores de poder de la coalición oficialista, prefieren una candidatura presidencial surgida del consenso.

En otras circunstancias, el vacío en la cúspide del Poder Ejecutivo sería el prólogo de una inevitable crisis de gobernabilidad. En la presente situación, ese estallido está contenido, o por lo menos demorado, por dos hechos. El primero es precisamente el ascenso de Massa, quien asumió funciones que van mucho más allá de las atribuciones de un Ministro de Economía, y hasta de un Jefe de Gabinete, hasta el punto de tornar válida la sentencia de que “Massa se queda hasta el final porque el final es cuando se vaya Massa”. El segundo hecho es la expectativa de la opinión pública y los principales factores de poder, tanto internos como internacionales, sobre la proximidad de un cambio de gobierno. La confluencia de ambas circunstancias posibilita que la actual coyuntura sea visualizada como una precaria transición entre un gobierno saliente y un futuro, aunque todavía no electo, gobierno entrante. En ese difícil tránsito, el protagonismo de Massa es el equivalente de un “by pass” para administrar la transición y evitar un inminente colapso.

Esa percepción generalizada mueve a focalizar la atención en el proceso electoral y sus consecuencias. Ese análisis implica dejar entre paréntesis las múltiples incógnitas para concentrarse en lo que inevitablemente va a suceder. En ese sentido, existen cuatro certezas fundamentales. La primera es que el “kirchnerismo” no está en condiciones de ganar las elecciones presidenciales. La segunda es que, a diferencia de lo sucedido en 2007, 2011, 2015 y 2019, la elección presidencial se definirá en la segunda vuelta, como certificó la propia vicepresidenta en el acto de Plaza de Mayo con su alusión a los “tercios” del electorado. La tercera es que, en consecuencia, el próximo presidente constitucional, sea quien fuere, asumirá en minoría en el Parlamento y en un cuadro de fragilidad económica y aguda conflictividad social. La cuarta es que, como resultado, la gobernabilidad de la Argentina estará supeditada a los consensos políticos que puedan articularse entre los distintos actores políticos y sociales, con la aclaración de que esos consensos podrán materializarse antes o después de las elecciones o incluso en las escasas semanas que transcurrirán entre las elecciones primarias del 13 de agosto y la primera vuelta del 22 de octubre o entre esa primera vuelta y el balotaje previsto para el 19 de noviembre o con absoluta probabilidad durante las semanas subsiguientes antes de este fin de año. Dicho de otro modo: de una forma u otra, la Argentina se encamina hacia la configuración una nueva coalición de poder que permita superar la emergencia y garantizar la gobernabilidad amenazada.

La finalización del ciclo de veinte años de hegemonía del “kirchnerismo” retrotrae las imágenes a la etapa previa al ascenso de Néstor Kirchner, o sea al colapso de diciembre de 2001, la caída del gobierno de la Alianza, el default de la deuda externa, la salida de la convertibilidad y la fragmentación del poder político, que se manifestaron en el estallido de los partidos tradicionales y en la dispersión de candidaturas en las elecciones de abril de 2003, en la que participaron cinco fórmulas presidenciales relativamente competitivas entre sí y donde ninguno de los protagonistas podía aspirar a triunfar en la primera vuelta. Este panorama, exhibido en las calles con aquella consigna de “¡Que se vayan todos!”, llevó en aquel momento al Episcopado a convocar al Diálogo Argentino, para encauzar la situación y evitar la anarquía.

El presente escenario, signado por la desaparición de la autoridad presidencial, la espiral inflacionario y su impacto en el índice de pobreza y el agotamiento de las reservas monetarias del Banco Central, coloca nuevamente a la Argentina al borde de una crisis de gobernabilidad y explica la relevancia y la oportunidad política de la iniciativa de la Conferencia Episcopal Argentina, presidida por el obispo de San Isidro, monseñor Oscar Ojea, que difundió un documento de diez puntos, con el título de “Pautas básicas para la construcción de consensos”, elaborado a pedido de los obispos por la Comisión Nacional de Justicia y Paz del Episcopado, cuyo titular es Humberto Podetti, y puesto a consideración de los actores políticos y sociales.

Pero esta iniciativa del Episcopado no es un rayo caído en medio de una noche estrellada. Reconoce una demanda generalizada en los sectores productivos, tanto en las organizaciones empresarias como sindicales, y también en muy diversas expresiones de la sociedad civil que exigen superar el creciente divorcio entre el sistema político en su totalidad y el conjunto de la sociedad, que es la principal causa del fenómeno encarnado por Javier Milei.

Una inesperada canalización de esta demanda social fue la propuesta de Esteban Bullrich, un dirigente del PRO vinculado al mundo eclesiástico, cuyo comportamiento personal frente a la adversidad derivada de su delicado estado de salud mereció el reconocimiento unánime de la totalidad del espectro político, quien el pasado 1° de mayo, aniversario del acuerdo de San Nicolás, antecedente inmediato de la Constitución Nacional de 1853, lanzó en esa ciudad bonaerense un documento de doce puntos, titulado “Nuevo Acuerdo para la Concordia Nacional”, en un acto que contó con una variopinta asistencia multipartidaria, que incluyó entre otros desde Guillermo Dietrich (ex Ministro de Transportes de Mauricio Macri) y la diputada nacional del PRO Silvina Lospinato hasta Juan Grabois.

La aparición de Esteban Bullrich coincidió en el tiempo con el documento difundido 24 horas más tarde por la CGT en su acto del 2 de Mayo en celebración del Día del Trabajo, que convocó a “poner en marcha un gran acuerdo político, económico y social, que promueva y fortalezca una verdadera y permanente alianza entre la producción y el trabajo” y subrayó la necesidad de “recrear el diálogo para confluir en una plataforma de consensos sobre diez políticas de Estado destinadas a dinamizar los potenciales económicos productivos que tiene la Argentina”. Por si algo faltaba para resaltar las coincidencias entre esas dos iniciativas, Bullrich fue recibido por el Consejo Directivo de la CGT y al finalizar la reunión declaró que “quedamos en avanzar en la construcción de una mesa con otros sectores de la producción y sociales”.

Pero la declaración de la CGT no fue la única expresión nacida en el mundo sindical en consonancia con la convocatoria al diálogo lanzadas por Estaban Bullrich y la Conferencia Episcopal. Unos días antes, en Mar del Plata, la Confederación de Sindicatos de la Industria de la República Argentina (CSIRA), integrada por más de treinta sindicatos, entre ellos el Sindicato de Trabajadores de la Industria Automotriz Argentina (SMATA) y la Unión Obrera Metalúrgica (UOM), había dado a conocer una “Propuesta para un acuerdo industrial, productivo y social”, un texto de 40 páginas titulado “Acuerdo Estratégico de Desarrollo de la Industria, del Agro y de la Biotecnología Argentina 2030”. Sugestivamente, uno de los principales autores del trabajo fue el ex Ministro de Agricultura Julián Domínguez, un dirigente político del peronismo bonaerense que tiene una antigua y aceitada relación con el Papa Francisco.

Víctor Hugo decía que “no hay fuerza más poderosa que la de una idea a la que ha llegado su momento”. Esta línea de trabajo en procura de acuerdos y coincidencias multisectoriales reconoce antecedentes cercanos que pueden rastrearse fácilmente en algunos episodios que en su momento no tuvieron demasiada trascendencia, porque quedaron atrapados en el rígido esquema de polarización impuesto por la “grieta”, pero que ahora recobran vigencia a la luz de este nuevo escenario.

Un ejemplo paradigmático es el Plan de Desarrollo Humano Integral, elaborado en 2020 por un conjunto de organizaciones sindicales, entre ellas la Unión Obrera de la Construcción de la República Argentina (UOCRA), que lidera Gerardo Martínez, uno de los dirigentes gremiales más lúcidos de la Argentina, y la Unión Ferroviaria, cuyo secretario general es Sergio Sassia, y la Unión de Trabajadores de la Economía Popular (CTEP), referenciada en Juan Grabois, y otros movimientos sociales.

Esa propuesta, presentada oficialmente por Martínez y Grabois a Massa, en su condición de presidente de la Cámara de Diputados, puntualiza el acuerdo sobre la necesidad de una estrategia de desconcentración demográfica de la población argentina, que permita articular el desarrollo agroindustrial con la ocupación de los enormes vacíos territoriales.

En el terreno empresario cabe destacar, por ejemplo, la iniciativa del Consejo Agroindustrial Argentino, que nuclea a más de una treintena de organizaciones representativas de toda la cadena de valor del sector agroalimentario, que culminó con la elaboración de un proyecto de ley que está actualmente a consideración del Congreso Nacional, cuyos lineamientos constituyen los pilares fundamentales de una estrategia para la transformación de la Argentina en una potencia agroalimentaria de nivel mundial, que explote al máximo la formidable capacidad productiva del sector tecnológicamente más avanzado e internacionalmente más competitivo de nuestra economía.

Este fenómeno de búsqueda de consensos se advierte también en otras iniciativas que plantean un fortalecimiento de los vínculos entre la Academia y la política. Entre ellas, cabe citar las jornadas “Para que el día después seamos mejores”, realizadas en plena pandemia, que tuvieron como escenario la Escuela de Política y Gobierno de la UCA, dirigida por Lourdes Puente, y en las más de unas ochenta personalidades relevantes del quehacer político, económico, empresario, sindical, social y cultural de la Argentina abordaron los puntos centrales de la agenda pública. De esas jornadas surgió incluso un documento de conclusiones que va más allá de una enunciación de buenas intenciones y que lleva la firma de personalidades tan diversas como Carlos Melconian y Gerardo Martínez.

En esa dirección se encuentra “Plan País”, un proyecto impulsado por la empresaria Gabriela Tomassini, quien promovió la creación de cinco comisiones de trabajo, integradas por prestigiosos especialistas, que elaboraron otras tantas propuestas específicas en las cinco áreas fundamentales para el despegue económico de la Argentina, que son Agroindustria, Energía, Minería, Economía del Conocimiento y Turismo, con el objeto de abrir desde allí un espacio de diálogo con los distintos actores políticos y sociales.

Algunos de estos antecedentes de consensos multisectoriales tienen más tiempo e incluso consagración legislativa. Tal el caso, por ejemplo, de la ley aprobada casi por unanimidad de ambas cámaras del Congreso durante el gobierno de Mauricio Macri que declara de utilidad pública, y por lo tanto sujetas a expropiación, a todas las tierras actualmente ocupadas por asentamientos y villas de emergencia.

La sanción de esta ley fue acompañada por un Censo Nacional de Viviendas en los barrios populares para certificar la ubicación de cada una de ellas y la identidad de sus ocupantes, realizado con la participación de Caritas, los movimientos sociales, los sacerdotes villeros y otras organizaciones de la sociedad civil. Este trabajo abrió el camino para la entrega de títulos de propiedad de las viviendas allí construidas a las familias que actualmente las habitan. En un momento en que existe un consenso cada vez más generalizado acerca del agotamiento del modelo asistencialista para enfrentar el tema de la pobreza y la exclusión social avanzar en esta dirección permite materializar aquella sentencia de Eva Perón de que “no queremos una sociedad de proletarios sino de propietarios”.

Vale aquí consignar que hace pocas semanas el ex gobernador de Salta Juan Manuel Urtubey, quien en las elecciones de 2019 fue candidato a vicepresidente en la fórmula de Consenso Federal encabezada por Roberto Lavagna, presentó un libro titulado “Hagamos un País”, prologado por Lourdes Puente, una de las promotoras de esas jornadas “Para que el día después seamos mejores”, que es el resultado de un trabajo en equipo centrado precisamente en una recopilación selectiva de éstas y muchas otras propuestas surgidas desde los actores del mundo productivo y de las organizaciones de la sociedad civil y plantea la necesidad de que esas iniciativas sean reivindicadas, asumidas y canalizadas desde la acción política para superar el creciente divorcio, lindante con la ruptura, que existe actualmente entre el sistema político y el conjunto de la sociedad. Urtubey considera que estas iniciativas constituyen un punto de partida apropiado para la elaboración de un programa de coincidencias básicas capaz de trascender la “grieta”.

En esa misma impronta dialoguista se inscribe la reciente reunión mantenida por Horacio Rodríguez Larreta con la conducción de la CGT, en la que se acordó que cualquier modificación del régimen laboral vigente tendría que canalizarse a través de la negociación entre las partes en las convenciones colectivas de trabajo, una coincidencia que despertó serias resistencias entre los “halcones” del PRO.

En la práctica, ese consenso significa la profundización de una tendencia ya puesta en marcha en la industria automotriz con SMATA y en los yacimientos de Vaca Muerta con el sindicato de petroleros neuquino a fin de dar una respuesta viable al desafío ineludible de elevar el bajo nivel de competitividad internacional del sistema productivo argentino, que es el factor estructural que está detrás del estrangulamiento de la balanza de pagos.

Dentro de esa búsqueda de una articulación de estas iniciativas de consenso con la acción política concreta, y más allá de la discusión suscitada sobre su oportunidad, cabe incluir el diálogo entablado entre Rodríguez Larreta y el gobernador de Córdoba, Juan Schiaretti, quien planteó la innovadora propuesta de un “frente de frentes”, una hipótesis disruptiva que incrementó la tensión interna entre “halcones” y “palomas” en Juntos por el Cambio, que en definitiva supone la puja entre dos visiones contrapuestas de cómo plantarse ante el peronismo.

La crisis desencadenada en Juntos por el Cambio a raíz de la incorporación de Schiaretti presenta un curioso paralelismo con la situación del Frente de Todos. Así como en la coalición oficialista Cristina Kirchner ya no se encuentra en condiciones de imponer unilateralmente su voluntad, algo similar ocurre en la alianza opositora con Mauricio Macri. Con un agravante: a diferencia de lo que ocurre con Cristina Kirchner, Macri tiene ya frente a sí dos sucesores que están condiciones de ocupar rápidamente su lugar: Rodríguez Larreta y Patricia Bullrich.

Por encima de las discusiones intestinas de Juntos por el Cambio, y también de las reacciones que provoca en el seno del peronismo, el planteo de Schiaretti tiene el valor de poner sobre la mesa la necesidad imperiosa de impulsar una reconfiguración del actual sistema de fuerzas políticas, hoy en crisis, tanto en el oficialismo como en la oposición, cuyo congelamiento es la causa principal de la alternancia en el fracaso y del consiguiente estancamiento de la Argentina durante los últimos gobiernos de distinto signo, lo que incluye tanto a Cristina Kirchner como a Mauricio Macri, dos de los dirigentes con mayor imagen negativa de la Argentina. En tal sentido, ese muy revelador que tanto en el Frente de Todos como en Juntos por el Cambio se plantee la conveniencia de modificar el nombre de las respectivas coaliciones.

Rodríguez Larreta tiene por delante un desafío inédito: puesto en minoría en el electorado tradicional del PRO, sus posibilidades de éxito dependen del apoyo que encuentre afuera de su partido, en los otros actores de la alianza opositora, o sea en la UCR, la Coalición Cívica y la corriente peronista liderada por Pichetto. A esa misma lógica política responden las energías puestas en la urgente aprobación del acuerdo con Schiaretti.

Con independencia de la discusión, todavía no saldada, sobre la posibilidad de consensuar una fórmula presidencial o dirimir esas candidaturas en las elecciones primarias, dentro del Frente de Todos, también en pleno proceso de reformulación, que al igual que en Juntos por el Cambio incluirá seguramente un cambio de nombre, cabe apreciar que los tres precandidatos presidenciales lanzados hasta hoy, Wado de Pedro, Daniel Scioli y Agustín Rossi, se esfuerzan en mostrar un estilo más dialoguista y mucho menos confrontativo que Cristina Kirchner. Una prueba emblemática de ese giro fue la oferta de De Pedro a Facundo Manes para que lo acompañe en la fórmula presidencial.

Un párrafo especial merece la situación de Sergio Massa, cuya posible candidatura colisiona con su función indelegable como Ministro de Economía. Ante esas circunstancias, Massa parecería tener como alternativa un “Plan B”, que consistiría en presentarse como candidato a senador nacional o, en su defecto, encabezar la lista de candidatos a diputados nacionales por la provincia de Buenos Aires. Ninguna de esas postulaciones lo obligarían a dejar el ministerio para concentrarse en la campaña electoral y su concreción podrían convertirlo eventualmente en el futuro jefe de la oposición o en el interlocutor principal del próximo gobierno, o en ambas cosas a la vez.

En este contexto signado por una tendencia a la recomposición del sistema de fuerzas políticas, que es un proceso en marcha y seguramente se profundizará después de las elecciones y más aún a partir de la asunción del nuevo gobierno, y coincidentemente con el llamado al diálogo formulada por el Episcopado, conviene prestar una atención muy especial a una novedad absolutamente ajena al quehacer político cotidiano pero de previsible impacto en la Argentina de los próximos meses como es la designación del obispo de Río Gallegos, monseñor Jorge Ignacio García Cuerva, como arzobispo de Buenos Aires y probable futuro cardenal primado.

Con las enormes diferencias del caso, que sería obvio enumerar, los ataques lanzados contra García Cuerva, y por su intermedio al Papa Francisco, por su proximidad con el peronismo y su relación personal con el matrimonio Massa-Galmarini, amplificados por un sector gravitante de los medios de comunicación, guardan un sugestivo punto en común, tanto en su contenido como en la identidad de muchos de sus autores, con las críticas de sectores del PRO y del radicalismo al acercamiento entre Rodríguez Larreta y Schiaretti. En los dos casos lo que en el fondo se debate es la actitud hacia el peronismo. Y en ambas situaciones, obviamente muy distintas, cualquier proximidad con el peronismo es tildada de pecaminosa y planteada en términos de acusación, casi de complicidad.

Tanto es así que uno de los argumentos empleados para atacar la designación de García Cuerva, esto es a la decisión de Francisco, es el contenido de la homilía que pronunció en una misa oficiada en julio de 2016 con motivo de cumplirse el 42° aniversario de la muerte de Perón. Más allá de que no se conoce ningún caso en que un sacerdote hable mal de un muerto en una misa oficiada en su memoria, estas críticas deberían extenderse en todo caso a la homilía del cardenal primado Antonio Caggiano en la Catedral Metropolitana el 2 de julio de 1974, en la misa de cuerpo presente oficiada delante del féretro del presidente fallecido, y de las centenares de homilías en otras tantas misas oficiadas en su memoria desde entonces hasta hoy, incluidas las que tienen lugar desde hace vente años en la Catedral de Buenos Aires.

Lo verdaderamente cierto es que la figura de García Cuerva tiene un perfil nítidamente “bergogliano”. Su nombramiento parece preanunciar un protagonismo público mucho más acentuado que el practicado por su predecesor, el cardenal Mario Poli. A esto es conveniente agregar que en diciembre de 2024 monseñor Ojea posiblemente se retire por haber cumplido 75 años y en tal caso es muy probable que García Cuerva sea designado presidente de la Conferencia Episcopal Argentina.

Una acotación adicional, cronológicamente previa a lo anterior: Francisco ya confirmó su intención de venir a la Argentina en el transcurso del año próximo, posiblemente entre marzo y mayo, y García Cuerva cumplirá un papel fundamental en la organización de esa visita. Con un nuevo gobierno en funciones, esa presencia del Papa puede representar una inestimable contribución para la búsqueda de un clima de consenso y unidad nacional que permita enfrentar airosamente el desafío de la gobernabilidad, que es la condición primera e indispensable para superar la actual situación de emergencia y poner en marcha una estrategia de desarrollo.

No resulta entonces demasiado osado deducir que la Iglesia se está preparando para colaborar activamente en la gestación de los consensos necesarios para afrontar esos enormes desafíos, con una modalidad distinta en su metodología pero equivalente en su significación a la que representó el Diálogo Argentino para salir de la crisis de diciembre de 2001.

Esta previsibilidad contiene empero un condicionante que nunca corresponde subestimar. La Iglesia puede, y debe, inspirar pero jamás protagonizar. Los politólogos suelen decir que la política tiene dos dimensiones. Una dimensión arquitectónica, que tiene que ver con el diseño y la implementación de un plan de gobierno, y otra dimensión agonal, que tiene que ver con la lucha por la conquista del poder. La Iglesia puede participar en la primera pero jamás en la segunda de esas dimensiones. En esa caracterización hay una tercera categoría, que es la política “plenaria”, que fusiona esas dos dimensiones.

La elaboración de los consensos pertenece a la dimensión arquitectónica de la política pero su implementación concreta requiere la dimensión agonal. De allí que tan o más importante que la elaboración de un programa de gobierno sea la articulación de un sistema de poder capaz de llevarlo adelante. Todo lo demás, como diría el recordado Vicente Saadi, puede resultar “pura cháchara”.

En última instancia, lo que vale entonces verdaderamente es la “política plenaria”. Para entender cabalmente este concepto y situarlo en la historia, resulta altamente recomendable leer el último libro de Henry Kissinger, tal vez la inteligencia política viva más importante del planeta, quien acaba de cumplir sus primeros 100 años. Su título lo dice todo: “Liderazgo”. Para remitirse a la experiencia histórica argentina, hace exactamente 50 años, Perón gestó el Pacto Social, suscripto con la CGT y el empresariado unificado en la Confederación General Económica, y el acuerdo de gobernabilidad con Ricardo Balbín, el más importante de sus adversarios políticos.

En las actuales condiciones de desprestigio y fragmentación del sistema político es probable que ese liderazgo, no surja de la súbita irrupción de una figura carismática, como ocurrió en 1945, sino que sea un liderazgo integrador, que revele en los hechos la capacidad política necesaria para materializar los consensos indispensables para asegurar la gobernabilidad de la Argentina. En ese sentido, no conviene hacerse falsas ilusiones: las elecciones presidenciales pueden ser un hito en el camino pero no un punto de llegada.

Share