Por Jorge Raventos.-

Decíamos aquí dos meses atrás: “el cuadro actual de fuerzas políticas y coaliciones que todavía está a la vista debería ser considerado una imagen transitoria, apenas una instantánea en medio de la deconstrucción y recomposición de un sistema político que está fatalmente pinchado”.

Las pulsiones del cambio ya están a la vista.

Una, muy elocuente: la señora de Kirchner, Mauricio Macri y también Alberto Fernández -nada menos que los tres últimos presidentes electos- abandonaron sus intenciones de candidatearse ante los altísimos niveles de disgusto social que cada uno de ellos genera.

El eje principal del sistema en crisis era el poder -y más tarde, la invocada amenaza de restauración hegemónica- de Cristina Kirchner y su contraparte funcional era la alianza soldada por el ánimo anticristinista, que funcionó como pegamento universal de la coalición opositora.

Así se compuso un dispositivo nítidamente polarizado y un empate inmovilizador en el marco de una situación económica y social de paulatino deterioro que fue desgastando a ambos componentes de la polarización. En 2019, entre ambos polos reunían 9 de cada 10 votos. Hoy las encuestas sugieren que, sumados, no llegan a 6.

Es una manifestación de la agonía de aquel sistema: lo que antes se partía en dos grandes fragmentos, ahora aparece dividido al menos en tres. “Van a ser una elecciones atípicas, de tercios’, había confirmado Cristina Kirchner en una aparición televisiva, ante la evidencia de la vertiginosa descomposición del sistema político basado en la llamada grieta, que la ha tenido a ella como protagonista.

En ese paisaje de tercios, la perspectiva ominosa que afronta el oficialismo es convertirse en el tercero excluido y ni siquiera acceder a la segunda vuelta electoral de octubre. Lo que fue el eje del sistema político bipolar es hoy un movimiento en declinación, que se encoge numéricamente y cuya prioridad es amurallarse para sobrevivir.

Simétricamente, lo que era el otro polo, sin el elemento que lo amalgamaba se ve sometido a una fuerza centrífuga que tiende a separar sus partes constitutivas e incluso alimenta brechas intestinas en algunas de ellas. Esa oposición se diluye en espejo con su contrafigura y, como esta, ha visto eclipsarse a su propio centro: Mauricio Macri dejó primero de ser líder indiscutido y un paso más adelante abandonó la idea de ser candidato a la presidencia, con lo que dejó un espacio vacío y exacerbó así la lucha por ocuparlo. Hoy su enfrentamiento con Horacio Rodríguez Larreta excede las disputas propias de las peleas preelectorales. Como lo resumió semanas atrás Joaquín Morales Solá, no es un entredicho pasajero sino la “ruptura definitiva de una relación política y personal”.

En su derrumbe, el sistema político de la vieja polarización ha abierto una brecha por la que emergió una tercera fuerza, encarnada por un fenómeno en las encuestas de opinión, muchas de las cuales lo proyectan como candidato a jugador de una segunda vuelta electoral. Según esos estudios, Javier Milei recibiría el apoyo de la mayoría de los votantes menores de 40 años, particularmente del padrón masculino (aunque su corriente todavía no ha conseguido resultados medianamente equiparables a esas encuestas allí donde participó en las elecciones provinciales libradas hasta el momento).

Milei parece expresar una nueva fase de la polarización, dónde él daría voz al rechazo radical a lo que caracteriza como “casta”: todos los componentes del viejo sistema político, tanto el cristinokirchnerismo como la mayoría de Juntos por el Cambio (es clemente con la corriente del Pro que encabezan Patricia Bullrich y Macri). Su cruzada es, si se quiere, un revival del “que se vayan todos” de principios de siglo y el paradójico intento de canalización política de una convulsión antipolítica.

Ahora bien, aun admitiendo que las cifras que las encuestas le prometen a Milei se conviertan finalmente en votos efectivos que le permitan no sólo llegar a un balotaje, sino inclusive ganarlo, esa victoria lo dejaría como presidente con un Congreso controlado por las fuerzas que él rechaza visceralmente y con las que sostiene que no existe acuerdo posible. Se generaría así una nueva situación de inmovilidad.

En Ecuador se produjo el mes pasado una situación de ese tipo. El presidente Guillermo Lasso se encontraba paralizado por la oposición que encontraba en el parlamento, empleó un artículo de la Constitución que le permite disolver el parlamento. La cláusula lo obliga también a convocar a nuevas elecciones en un plazo de seis meses. Ese procedimiento, que los ecuatorianos llaman “de muerte cruzada” y sirve como medida extrema para resolver una parálisis crítica, no está contemplado en la Constitución argentina. Tampoco en la Constitución peruana, donde el presidente Pedro Castillo quiso poner fin a un conflicto grave y continuado con su Congreso disolviéndolo de facto para terminar destituido, encarcelado y sometido a juicio.

El paisaje de una elección de tercios, sea quien sea el presidente electo, se reflejaría en un Congreso en el que el Ejecutivo no contará, en principio, con una representación dominante.

Si el país tiene que solucionar la parálisis determinada por el empate y la crisis del viejo sistema político, no parece que el camino para hacerlo sea reemplazar la grieta decadente por una polarización de nuevo cuño.

El remedio no sería la agudización renovada de los enfrentamientos, sino más bien la búsqueda de compromisos mínimos de gobernabilidad que sirvan de plataforma para ofrecer previsibilidad a los ciudadanos y a los inversores. Ese es el núcleo significativo de la propuesta que en estos días conmueve a la coalición opositora y que el gobernador cordobés Juan Schiaretti había lanzado por primera vez a mediados de mayo ante los directivos de la Unión Industrial Argentina, cuando convocó a forjar un “Frente de frentes” y preparar así un gobierno de coalición asentado sobre mayorías sociales y parlamentarias. Lo que propuso fue formular un programa mínimo común entre las distintas corrientes, sin que éstas abandonen sus respectivas identidades y valores, y que, a través de unas PASO compartidas, se dirima la fórmula que encabezaría un gobierno de coalición, con representación de todos los socios y para cumplir la plataforma común.

En verdad, la idea de Schiaretti sintonizaba con el planteo que Horacio Rodríguez Larreta viene propiciando en el seno del Pro (forjar una “base amplia” para garantizar un gobierno “del 70 por ciento”), un tema que algunos de sus socios radicales (Gerardo Morales, Martín Lousteau, Facundo Manes) comparten fraternalmente. Esas ideas que, al menos en público, crecieron por vías paralelas, pasaron a encontrarse abiertamente en un punto el último viernes, después de que una reunión de la Mesa Nacional de Juntos por el Cambio, integrada por los jefes de los partidos que integran la coalición (Federico Angelini, del Pro, Gerardo Morales, Maximiliano Ferraro de la Coalición Cívica y Miguel Pichetto, del Encuentro Republicano) incorporaron a la agenda de la coalición el debate sobre la política de alianzas a adoptar en las elecciones de octubre/noviembre y avanzar el lunes 5 en el análisis de la propuesta de Schiaretti y la incorporación del liberal José Luis Espert.

El paso fue acompañado vigorosamente por declaraciones de Morales y de Rodríguez Larreta, que declararon su apoyo a ese camino. Y fue rechazado con energía equivalente por Patricia Bullrich y Mauricio Macri. Estalló así en Juntos por el Cambio una lucha decisiva entre acuerdistas e intransigentes o “sectarios”, palabra sugerida por el jefe de la UCR, Gerardo Morales (“No nos podemos convertir en una secta y achicarnos cada día más. Nos tenemos que ampliar. Les pido a los que están subidos a la agresión que bajen un cambio”).

Desde el campo macrista se interpreta la jugada (que asignan principalmente a Larreta) como una maniobra. “Quieren armar otra cancha, porque en la de Juntos por el Cambio están perdiendo”.

Sin embargo, en favor del planteo acuerdista se han alineado todos los socios del Pro en Juntos por el Cambio (UCR, la Coalición Cívica con Elisa Carrió al frente y el Encuentro Republicano que lidera Miguel Pichetto). La división habita primordialmente en el Pro. El Pro no tiene un liderazgo inequívocamente acuerdista. El criterio de Rodríguez Larreta es intensamente discutido. Los aliados del Pro que aprueban la ampliación de la coalición política no quieren ser satelizados por una lucha interna del socio hegemónico que se traduce, en las últimas semanas en una caída de las simpatías por Juntos que registran las encuestas. “Estamos cayendo en picada”, confesó Gerardo Morales. Y reclamó a los sectores antiacuerdistas del Pro: “Reflexionen sobre lo que necesita el país. Se requieren grandes acuerdos para resolver los problemas de los argentinos. Macri hasta hace dos meses lo loaba a Schiaretti y propuso en algún momento su incorporación. Ahora, ¿cuál es el reparo? ¿Una especulación interna? Eso es quedar atrapado en una mirada bastante estrecha, corta y mezquina de lo que necesita el país”.

Macri insiste: le exige a Larreta que abandone la propuesta (“Tiene que parar”) y lo señala como responsable de “poner en crisis todo el sistema de la coalición».

En rigor, si Juntos por el Cambio aspira a concretar su ampliación y reconfiguración en este proceso electoral debe urgir al Pro a que resuelva su posicionamiento, ya que el plazo para inscribir alianzas ante la Justicia vence el miércoles 14. La máxima autoridad del Pro para zanjar la discusión interna es el Consejo Nacional, un órgano de varias decenas de miembros que no es sencillo reunir (aunque podría sesionar vía zoom). Pero, como señaló una periodista de La Nación, “se vislumbran dos visiones cuasi antagónicas (…) Aquí no hay matices; la discusión es estructural”. Y una de esas visiones no concuerda con la que comparten los socios de la coalición opositora.

Un dato sensible, que interviene desde fuera en esas contradicciones fuertes en el seno de Juntos por el Cambio, es que lo que hasta hace unos meses les aparecía como una pelea fácil con un kirchnerismo en decadencia, se ha complejizado con la irrupción de la fuerza que conduce Javier Milei, que lejos de estar en declinación se muestra -a juzgar por la mayoría de las encuestas- en un ascenso con pocas interrupciones y le presenta a Juntos -particularmente al Pro- desafíos de otro carácter.

A diferencia del fenómeno K, Milei no es “el otro” para el público opositor. Más bien aparece como una rama externa de la lógica Pro, un sector de “superhalcones”. En rigor, Macri y Patricia Bullrich, en parte para seducirlo y cooptarlo, en parte para neutralizarlo como competidor, contribuyeron a abrirle a Milei la tranquera imaginaria para acceder a su electorado. Ahora, con una fuerza que ha alcanzado gran repercusión mediática y se presenta sin grandes conflictos internos, Milei puede crecer sobre el capital electoral de Juntos por el Cambio. Con el agregado de que también se enriquece con electorado del Frente de Todos, lo que lo convierte en un adversario inesperado que pone en dudas la victoria que Juntos por el Cambio daba por cierta mientras el rival a vencer era el oficialismo.

En la hipótesis, sugerida por diversos análisis y encuestas, de un balotaje protagonizado por Juntos por el Cambio y La Libertad Avanza no está claro quién podría conquistar los votos del Frente de Todos que quedarían disponibles para la segunda vuelta.

Si se juzga por lo que ha venido ocurriendo en los últimos meses, durante los cuales el oficialismo perdió una gran porción del caudal que había mostrado en 2019 y en 2021, lo que se observa es que esa deserción benefició más al partido de Milei que a Juntos.

Ese paisaje es el que justifica la preocupación de Morales cuando afirma que Juntos está cayendo en picada.

A diferencia del Pro, que no ha reconstruido un liderazgo unívoco tras la declinación del predominio de Macri, en el Frente de Todos la señora de Kirchner conserva el peso arbitral centralizador pese a la fuerte contracción de su corriente y de su propia imagen. Sin embargo, a pesar de esa centralidad residual, la resolución de las divergencias sobre candidaturas le resulta trabajosa al oficialismo.

El 25 de mayo la vicepresidenta pudo exhibir su capacidad de convocatoria y la adhesión incondicional de su núcleo de seguidores. Lo que no pudo, todavía, fue señalar un candidato y una estrategia electoral en condiciones de, por lo menos, evitar que su fuerza termine en el tercer puesto y que pierda la provincia de Buenos Aires.

Ella subió al escenario de la Plaza de Mayo a las tres principales figuras que podrían encabezar su oferta presidencial: el ministro de Economía, Sergio Massa; el ministro de Interior, Eduardo Wado De Pedro y el gobernador de la provincia de Buenos Aires. Pero no señaló su preferencia.

Resulta tentador excluir uno de esos nombres, a partir de las definiciones programáticas que la señora reclamó como condición para la puja electoral. Los rasgos generales del programa dibujado por ella a mano alzada son clásicos K: intervencionismo estatal, proteccionismo y sustitución de importaciones, demonización del Fondo Monetario Internacional. ¿Podría ser ése un programa electoral enarbolado por Sergio Massa, incluso suponiendo que su performance en la cartera económica consiga el objetivo de evitar un estallido y aun de alcanzar una mejora en los meses que restan? Todo parece indicar que no.

Massa viene dando pelea a las circunstancias, poniendo al mal tiempo buena cara. Por un lado apuesta a que el FMI le adelante los aportes programados hasta marzo de 2024 (y le admita emplear parte significativa de ellos en controlar los vaivenes del dólar), forzando notablemente los acuerdos con la entidad, un procedimiento que sintoniza con la idea de la señora de Kirchner de que ese acuerdo es impagable en las condiciones con las que fue firmado.

Massa apuesta también a ampliar la disponibilidad de divisas por fuera del acuerdo con el Fondo (“con independencia” de esa relación, podría decir el ministro para subrayar el tercerismo que subyuga a la vicepresidenta), a través de una combinación que incluye a China, al banco de los BRICS (la asociación que reúne a Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) y el protagónico apalancamiento del Brasil de Lula.

Ya dio pasos importantes durante su visita a la República Popular. Si consigue completar esa prueba sin red y mantener al mismo tiempo el sistema de alianzas locales e internacionales que lo ha sostenido hasta el momento, muchos considerarán justificado que se le dé una chance como candidato. Sin embargo, como dice el refrán, no se puede repicar y estar en procesión: la misión que Massa cumple como ministro y ordenador político de la acción de gobierno tiene como objetivo que el país llegue a la elección sin crisis mayores. Y ésa es una prioridad que lo separa objetivamente de una candidatura presidencial (pero no de la boleta electoral, en la que podría aparecer con una figuración destacada).

Para la presidencia quedan en juego los otros dos nombres que la señora de Kirchner exhibió en su palco: Kicillof y De Pedro. Allí hay un dilema. Kicillof quiere ir por la reelección en la provincia, un distrito donde no hay balotaje y se alcanza la victoria por mayoría simple. Las encuestas le dicen que al día de hoy él puede alcanzar ese resultado. Alrededor y muy cerca de la señora de Kirchner se opina que la victoria en Buenos Aires surge menos del nombre del candidato a gobernador que del arrastre que ejerza el candidato a presidente. Citan, por caso, el inopinado triunfo de un político de Saladillo de bajo perfil, Alejandro Armendáriz, beneficiado en las elecciones de 1983 por la candidatura presidencial de Raúl Alfonsín, que encabezaba la boleta.

La idea sería, pues, que Kicillof que, según las encuestas, es el candidato que mejor conserva el voto de Cristina Kirchner, ayudaría mejor a ganar la provincia como candidato a presidente que como candidato a gobernador y perdido en la mitad de una boleta encabezada por un poco conocido Wado de Pedro como candidato a presidente. Le mejor sería invertir esos términos, razonan los Kirchner y varios intendentes del conurbano.

La réplica de Kicillof es temible para un amplio sector de los intendentes: podría separar la elección provincial de la elección nacional. De ese modo, su apellido encabezaría la boleta para cargos locales del Frente de Todos (o la denominación que adopte el oficialismo) y aseguraría la victoria en el territorio donde el kirchnerismo espera atrincherarse ante la eventual (probable) derrota nacional.

El oficialismo parece haber superado ya otro dilema que lo venía tensando, la pugna entre la designación de un candidato único y la resolución a través de la competencia interna en las PASO. Todo indica que será por competencia interna. Daniel Scioli, con su capital de lealtad partidaria y probada resiliencia, venía reclamando ese camino y desde el propio kirchnerismo parece haberse comprendido que las PASO permiten una movilización partidaria que favorecerá al candidato que prefieran. Si fuera Wado de Pedro, la exposición que supone la pelea interna contribuirá a que su figura llegue a ser más conocida por la opinión pública.

La elección es un escenario de transición, en el que se procesa otro capítulo de la crisis del sistema político y, quizás, se empieza a construir un puente hacia su reconfiguración.

Un agudo analista político, Alejandro Catterberg, director de la firma Poliarquía, señaló esta semana que “la sociedad no va a mejorar su humor social hasta que no mejore la economía. Y la economía no va a empezar a mejorar hasta que no haya una reconfiguración del sistema político y una consolidación del poder suficiente para encarar un proceso de reformas”.

Ese proceso de reconfiguración y decidida ampliación de la base de la gobernabilidad es componente esencial de lo que en primera instancia se manifiesta como luchas faccionales para conformar las listas electorales.

En las fuerzas electorales que hasta ahora protagonizaron la polarización se observan divergencias internas cuyo principal eje de diferenciación es la actitud -moderada o confrontativa, favorable u hostil- frente a la perspectiva de un programa de coincidencias básicas y a través de esas inclinaciones, la búsqueda o el desapego en relación a una estrategia de unión nacional.

Ese desapego se observa en una serie de conductas, que a menudo son expresión de los mismos sujetos. Un ejemplo fueron ciertas reacciones ante la designación de Jorge García Cuerva, hasta hace dos semanas obispo de Río Gallegos, como nuevo Arzobispo de la ciudad de Buenos Aires. Allí se manifestó el espíritu faccioso de la grieta, en su expresión más agresiva y exasperada (afortunadamente en proceso de remisión).

El sucesor del arzobispo Mario Poli es un hombre joven, nacido en los volcánicos años 60, absorbido por la atmósfera de época durante su primera juventud, cuya vocación religiosa despertó en la década del 80. Fue ordenado sacerdote durante los años 90. Actuó en villas de emergencia y barriadas pobres, se ocupó de la población carcelaria y paralelamente se doctoró en Teología y Derecho Canónico.

Esos antecedentes generacionales (sumados al hecho de que fue el Papa Francisco quien lo elevó a la jerarquía arzobispal) fueron esgrimidos para volcar sobre él un cargamento de maledicencia. “Marca el inicio de una era de veinte años -si Dios no dispone otra cosa-, en la que buena parte de la iglesia católica argentina dejará de serlo”, se sostuvo desde un blog ultramontano. “En él García Cuerva tendrán a un enemigo tan poderoso como Cristina Kirchner, con la que seguramente tejerá alianzas a fin de derrocar al nuevo gobierno”.

Alimentado con los mismos ingredientes de ese libelo, un sacerdote nicoleño disparó contra el flamante Arzobispo: “Es una persona gay, apoya al LGTB y toda esa porquería. Además, apoya el terrorismo, es kirchnerista, peronista y es recontra francisquista… también antimilitar, amigo de las Abuelas de Plaza de Mayo… es lo peor que nos pudo haber pasado”.

Pocas horas después de este exabrupto, el cura Vásquez trató de enmendar su mal paso y calificó sus declaraciones de “mendaces” y solicitó perdón: “Me arrepiento de todo el contenido del audio que se hizo circular”.

Estos chismorreos viperinos no son inusuales en las luchas internas, y la Iglesia no deja de albergar pugnas de ese tipo. Sin embargo, lo que podría resultar un ruido molesto pero entendible en ese ámbito circunscripto se desorbita en el clima tóxico del faccionalismo y se convierte en proyectil de una pelea mayor.

Aun después de que el cura Vásquez confesó la mendacidad de sus dichos y pidió disculpas, algunos grandes medios publicaban simultáneamente las disculpas y las calumnias, emparejándolas. Y conductores del horario central de una importante señal noticiosa difundían las corrosivas opiniones del libelo preconciliar que atacaba a García Cuerva y lo usaban como base para un peregrino ataque al Papa, adjudicándole un imaginario plan: “Francisco está armando las unidades básicas en los púlpitos de las iglesias principales de Buenos Aires… (porque) ve que el peronismo está en descomposición. El Papa está reorganizando el peronismo del 2024, desde la base central de la Catedral de Buenos Aires para resistir a un Gobierno que seguramente no va a ser peronista. Una jugada bien jesuita. Dejarle un regalito al próximo Gobierno o a los que vengan”.

Cuando la mayoría de las encuestas sentencia la derrota del Frente de Todos (y hasta sus propios dirigentes comparten ese vaticinio y sólo parecen aspirar a no salir terceros) este faccionalismo antikirchnerista constituye un exceso en la legítima defensa, aunque es probable que este antikirchnerismo sea sólo una máscara destinada a empujar al máximo una radicalización de la grieta, que impida u obstaculice cualquier estrategia destinada a encontrar una convergencia política en base a un acuerdo que amplíe las bases de la futura gobernabilidad.

La perspectiva de que el comentado viaje del Papa a la Argentina hacia la Semana Santa de 2024 contribuya a soldar una política de acuerdos alejada de los extremos es, probablemente, el blanco de esta estrategia facciosa que toma como primer blanco al recién designado arzobispo porteño pero también tiene en la mira a un número de dirigentes que privilegian la moderación y el diálogo.

El motor de esa estrategia agresiva es el temor a un triunfo de la lógica del encuentro y la búsqueda de coincidencias. Un hilo no demasiado invisible une los ataques al flamante arzobispo porteño Jorge García Cuerva, la resistencia al Papa Francisco, acentuada frente a su esperado viaje al país y la agresividad frente a los movimientos que procuran reconfigurar un sistema político que, en estado terminal, tiene ante sí la reforma o el estallido.

El país está abriéndose con esfuerzo una nueva oportunidad.

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