Por Enrique Guillermo Avogadro.-

“El destino, que es ciego a las culpas, suele ser despiadado con las mínimas distracciones”. Jorge Luis Borges

Los asesinatos de Morena, una niña de once años, del médico Juan Carlos Cruz han agregado dramatismo a la previa electoral y se convirtieron en sendos cisnes negros para el oficialismo de la Provincia de Buenos Aires, tanto como lo fue el de Cecilia en la del Chaco. Sin embargo, fueron sólo una infinitésima muestra de lo que sucede en el Conurbano bonaerense donde, todos los días mueren decenas de chicos y grandes, muchos de ellos indocumentados y, por tanto, no registrados por el Estado, en manos de la droga y la violencia que la circunda. Que esas muertes no se cuenten, permite que las luces se concentren casi exclusivamente en Rosario y la sangre que baña sus calles. Pero la realidad es otra: las bandas de narcotraficantes minoristas están fuera de control allí y discuten territorios a tiro limpio, mientras que aquí, a escasas cuadras de la Plaza de Mayo, la complicidad política y policial las ordena y evita, so pena de perder esa esencial protección, que las balaceras iluminen la penosa realidad.

El kirchnerismo ha destruido todo, absolutamente todo y, si vencieran sus candidatos en las elecciones, seguiría haciéndolo. Y cuando digo “todo” me refiero, principal pero no exclusivamente, a la sociedad comercial que mantiene con los grandes organizaciones internacionales de productores y distribuidores de todas las drogas, que les ha permitido operar en la Argentina impunemente, a punto tal de transformarlo, de un país de tránsito, en uno caracterizado por su fuerte consumo. Las derivaciones están tan expuestas que hasta resulta redundante enumerarlas, pero las generaciones de niños y jóvenes que tienen ya el cerebro dañado irremediablemente por el terminal paco y que, por ello, resultan irrecuperables para la educación y el trabajo, se han convertido en un pasivo que pesará muchísimo en el futuro.

Otra parte importante de ese “todo” son el garantismo y el abolicionismo penal que, por obra y gracia de Raúl Zaffaroni, impregnan a toda la Justicia y permiten que los malvivientes sean permanentemente liberados por jueces y fiscales “comprensivos”; basta recordar los 4500 criminales, presos por homicidio y por delitos sexuales, que fueron excarcelados con la excusa de la pandemia de Covid. Cada vez que un hecho delictivo nos conmueve, nos enteramos de los terribles antecedentes de los imputados, la mayoría de ellos reincidentes. Es imposible olvidar sus canalladas, como fueron el “Vatayón Militante” o “Hinchadas Unidas Argentinas”, para encuadrar a los delincuentes más recalcitrantes y a los barrabravas del fútbol en las bastardas estructuras kirchneristas.

El abyecto clientelismo y el populismo que utilizaron ambos integrantes del matrimonio patagónico para mantenerse en el poder durante tanto tiempo terminó con la cultura del trabajo y del esfuerzo que justificó, desde la llegada de los primeros inmigrantes, la movilidad social ascendente que nos caracterizó durante décadas. Y el monumental saqueo al que nos sometieron, aupados por el irracional apoyo que así obtuvieron, nos ha dejado prostrados e indefensos, convertidos en miserables mendigos globales. En el camino, prostituyeron la educación, destruyeron la salud pública, intentaron terminar con la libertad de prensa y el imperio de la Constitución y la división de poderes, vaciaron las arcas del Estado, convirtieron al peso en papel pintado, empobrecieron al 40% de nuestros conciudadanos, abrieron indiscriminadamente las fronteras para nutrir las filas de sus fieles, y persiguieron a las fuerzas armadas y de seguridad para impedirles cumplir sus esenciales misiones de defender la integridad territorial y de imponer el orden con el monopolio estatal de la violencia.

De la mano del Aceitoso Sergio Massa, Cristina Fernández buscará mañana perpetuarse para continuar con la demolición de la Argentina, ya peligrosamente cerca de la inviabilidad como país independiente. Pese a lo vital que resultarán tanto las PASO cuanto las elecciones nacionales para evitarlo, las celebradas hasta ahora en las provincias muestran una abstención más que preocupante. Resulta incomprensible que, con la excusa de un desinterés o de una frustración permanentemente, los ciudadanos renuncien a ejercer su derecho de elegir a quienes deberán representarlos para mejorar sus miserables vidas o para evitar que los sigan perjudicando.

Es falso, de falsedad absoluta, que todos los que aspiran a un cargo sean iguales. No son lo mismo quienes han probado, en el ejercicio del poder, su irrestricto respeto a la República y a las leyes que aquéllos que, durante tanto tiempo, han intentado destruirla desde adentro y, mucho menos, que los que se han enriquecido sin tasa ni medida. No son lo mismo los delegados de una condenada por defraudar al Estado y hurtar de sus arcas miles de millones de dólares, que aquellos que sostienen que todos somos iguales ante la ley, sin privilegios de casta. No son lo mismo quienes impidieron por ideología y negocios la oportuna llegada de las vacunas, que los que sufrieron en carne propia esas canalladas.

Por lo demás, tampoco es real que la abstención o el voto en blanco sean inofensivos, porque sin duda pueden significar padecer al kirchnerismo por otro período presidencial como mínimo; siempre, en todos los casos, benefician a los peores, porque su porcentaje de voluntades favorables se calcula sólo sobre los votos válidos. Como lo recordó Carlos Manfroni el miércoles en La Nación, en 2005, cuando la oposición se retiró de la competencia como protesta por su manipulación, Venezuela tuvo una abstención del 75% y Hugo Chávez se hizo de la Asamblea con el 90% de los votos válidos; las trágicas consecuencias están a la vista.

Todos debemos ser conscientes del peligro que corre la República en estas dramáticas horas, y saber que sólo nosotros podemos salvarla. Por eso, asumamos la responsabilidad de cumplir con la mínima tarea que la democracia nos impone y vayamos mañana a votar. Nada puede distraernos y nada nos justificará si dejamos que la Argentina caiga, definitivamente, al abismo de la Historia porque, si así sucediera, nuestros nietos nos preguntarán en algún futuro cercano: “Abuelo, ¿qué hiciste tú para impedirlo?”. ¿Qué responderemos entonces?

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