Por José Luis Milia.-

Desde hace veinticinco años los pobres en Argentina no bajan de un 30% – hoy, el 45% de sus habitantes es pobre-, la inflación no cesa de crecer, el promedio de los primeros nueve meses de 2023 fue 8,82% que nos da una tasa de inflación para 2023 de 157,5%; así, podemos asegurar que en 2024 los pobres en Argentina rondarán el 66%.

Desde hace cuarenta años se le promete, a ese sector de la población, una mejora sustancial en sus vidas, pero la educación pública está en manos de chantajistas iletrados; la salud pública, con los ministros del área está todo dicho, una inseguridad que afecta especialmente a los habitantes de las barriadas pobres de los conurbanos de las ciudades importantes de Argentina, a los que la desidia oficial ha convertido en tierra de nadie.

Ellos, a los que se les dice que son la principal preocupación del peronismo, vienen creciendo, generación tras generación, sin agua potable y sin cloacas y con la atroz posibilidad que muchos de sus hijos terminarán sus vidas con un plomo en la cabeza o quemados por el paco. Y así, sin futuro posible, siguen creyendo a rajatablas en las mentiras que se les cuentan.

¿Por qué sucede esto? Sería estúpido pensar que es un problema de ideología, pero tampoco es suficiente para explicar este desatino social como una adhesión sentimental al peronismo; ni la “marchita”, ni el borroso recuerdo de la primera pelota de futbol, de la primera máquina de coser, de la primera bicicleta, sirven para explicar el fenómeno de la adhesión servil a algo, de una masa que está cada día peor. Tampoco sirve hablar de los “regalos” que les hacen en época de elecciones, las chapas para techar sus miserables casillas de lata, cartón y plástico, los electrodomésticos de ocasión entregados a gente que para cagar en invierno debe salir al descampado, o los bolsones de comida.

Hoy, la explicación es, probablemente, más psicológica que socio política, los pobres de la Argentina se han convertido -gracias a los planes que mes a mes reciben- en rehenes de una mafia que, inflación mediante, ejerce sobre ellos todo tipo de vejaciones, desarrollando en sus psiquis un masivo síndrome de Estocolmo. Este es un fenómeno psicológico que se caracteriza por la aparición de sentimientos de simpatía, empatía o incluso amor por parte de una persona secuestrada hacia su secuestrador y que, incluso, hace que puedan resentirse con cualquiera que esté intentando ayudarles a escapar de la desesperada situación en la que están.

Ya no queda otra explicación para tratar de entender por qué esta masa vota como vota y -al igual que los rehenes del Kreditbanken de Estocolmo- sigan mirando con amor a aquellos que los usan para seguir robando.

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