Por Italo Pallotti.-

Cuando el ciudadano común pasa revista a los temas acuciantes que lo atormentan y afligen cada día, comienza a vislumbrar un horizonte que de a poco se le ha ido diluyendo de eso tan preciado que es la motivación y la esperanza. Y es entonces cuando se encuentra que no sólo en su individualidad, sino también en lo colectivo, con que está siendo cooptado por la sensación de una nada agobiante. De un vacío o inexistencia de algo que ya le cuesta calificar. De un estado de carencia absoluta; y ahí siente que su valoración de la vida pasa a ser algo de escasa trascendencia. Paralelamente se agrega a ello que la multiplicidad de preocupaciones que la rutina diaria le impone lo va llevando a un callejón sobre el que le cuesta mucho transitar; y encima, lleno de obstáculos. Ese hombre, que, por esa manera de vivir, se va dejando llevar hacia un destino sin alternativas, la mayoría de las veces. Mientras tanto, el mundo, que en su tendencia a desarrollarse cada día más de la mano de un tecnicismo apabullante, lo va dejando sumergido en un micro mundo en el que cada día le es más desconocido. Y entonces aparece, como una consecuencia inevitable, la pobreza. No ya esa pobreza que todos conocemos; sino aquella, aún más temible, que lo deja afuera del mundo. Porque la tecnología, que a cada instante se instala en el cuerpo social de un modo casi de torbellino, lo va alejando cada vez más de la posibilidad de comprender qué está pasando en ese escenario. El que se le hace cada vez más lejano. Que lo tiene como un alumno siempre ausente en las clases del progreso y lo más alarmante aún, que es la intelectual. Ahí, opacada su vida diaria, no tiene otro recurso que dejarse llevar a un inframundo del que no podrá salir.

En esa instancia, aparece el Estado “protector”. Ese mismo fantasma que con el correr de las décadas le fue cerrando el camino para permitirle que su vida transitara por carriles normales. Porque el empobrecimiento al que se hace referencia, en todas sus formas, le fue cercenando toda posibilidad de progreso, de independencia y ya en extremo, de su libertad. Y como una mancha de aceite fue abarcando grandes segmentos de la sociedad. Una pobreza tal que lo sepultó en el ostracismo. Ya no la carencia digna (aunque nada de digno tiene ésta), sino aquella que desde la niñez lo sumerge en un mundo que le pone frente a sí un destino de hambre, desolación, delito y muerte. Porque las opciones se le esfumaron, desde la cuna misma. Las estadísticas son lapidarias, en ese aspecto. Para ellos, el Estado sólo sirve para dar dádivas, prebendas, y utilizarlo como víctima de un mercader oprobioso a la hora de votar. Nunca para introducirlos en el mundo del trabajo y la educación de un modo digno. Y no porque esa especie de estafador de ilusiones desde hace tanto tiempo se ocupó de malversar el sentido del papel que debe cumplir para beneficio del pueblo; y obvio, de las clases más sumergidas. La pésima gestión de los gobiernos, insertos en una vorágine de malas acciones por tantos años, unos tras otros, ha ido dejando a la buena de Dios la vida y los bienes de una ciudadanía empobrecida económica y moralmente para caer en una República que, trágicamente, se ha convertido en el hazmerreír del mundo; lo que no es poco decir. Y de a poco, como en una calesita trágica (siempre dando vueltas sobre lo mismo), le hemos ido entregando el poder a gobiernos de escasa calidad democrática; y lo que es peor aún, de tintes totalitarios, en algunos casos. En pocos días, Sergio Massa y Javier Milei, con disímiles antecedentes políticos, con un singular muestrario de promesas entre lo grotesco y fantasmal, volverán a dejar la opción de optar, como siempre, entre el supuesto “menos peor” según la opinión general. ¿Sabrá el que gane qué rumbo dará a la suma del voto que lo consagre ganador? ¿O lo envilecerán en perjuicio de un pueblo que una vez más confiará, aunque harto ya, que no lo sigan engañando?

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