Por Hernán Andrés Kruse.-

Desde hace muchísimo tiempo la sociedad argentina viene naturalizando cualquier hecho que normalmente provocaría indignación y escozor. Estamos como anestesiados. Somos incapaces de reaccionar, de indignarnos. Nuestro espíritu está adormecido. Soportamos cualquier afrenta. Nos hemos acostumbrado a expresar “y bueno”. Nos hemos resignado. Ya nada nos asombra.

Rosario es hoy la ciudad más violenta del país. Nos hemos acostumbrado a que el denominado “gran Rosario” sea escenario de gravísimos hechos de violencia. A ver si nos entendemos: en esa zona caliente de nuestra ciudad es “normal” que una persona de cualquier edad sea ejecutada por sicarios a cualquier hora del día. Nos hemos acostumbrado a que esos desalmados fusilen a recién nacidos, niños y adolescentes. Nos hemos acostumbrado a las balaceras que irremediablemente provocan la muerte de seres inocentes, Todos sabemos que detrás de la violencia del narcotráfico existe una densa red de corrupción que abarca a la clase política, a la jerarquía de la policía santafesina y a la Justicia. No nos movió un pelo que hace unos años el gobierno socialista hubiera puesto en la cúspide de la policía santafesina a un uniformado con estrechos vínculos con los narcos. No nos movió un pelo que la casa donde reside quien en ese momento era gobernador de la Bota recibiera una feroz descarga de disparos. Antonio Bonfatti ni siquiera se dignó a explicar a la sociedad la gravedad de lo ocurrido. No nos movió un pelo que a fines de 2019 Ema Pimpi Sandoval, condenado por el atentado contra la residencia de Bonfatti, fuera ejecutado por un grupo comando en una mansión propiedad de un camarista. Nos hemos acostumbrado al humo que atenta contra nuestros pulmones desde hace muchos años. Ese humo es fruto de incendios intencionales localizados en la costa entrerriana, frente al Monumento a la Bandera. Pablo Javkin, intendente rosarino, y Omar Perotti, gobernador de Santa Fe, no hacen más que comentar y lamentar el problema, como si fueran periodistas.

La vez pasada, a raíz del desastre provocado por la intempestiva renuncia de Guzmán, leí el discurso de asunción en el ministerio de Economía de Celestino Rodrigo. El hecho tuvo lugar el 4 de junio de 1975. Lo que dijo Rodrigo en aquel entonces podría haber sido dicho, con las mismas palabras, por Sergio Massa cuando asumió en el mismo ministerio hace unos días. Ello significa que los problemas económicos que nos mortificaban en esos años son los mismos que nos mortifican ahora. Nos hemos acostumbrado a soportar los mismos problemas económicos: inflación, desempleo, desabastecimiento, fuga de divisas. Hemos naturalizado que cada gobierno proponga el ajuste como la única solución viable.

Hemos naturalizado que el gobernante de turno nos mienta en la cara, se burle descaradamente de nosotros. Raúl Alfonsín dijo que la casa estaba en orden. Le creímos. Carlos Menem prometió el salariazo y la revolución productiva. Le creímos. Fernando de la Rúa prometió honestidad. Le creímos. Néstor y Cristina prometieron enterrar para siempre el flagelo del neoliberalismo. Le creímos. Mauricio Macri aseguró que la inflación era un problema de fácil solución y que no iba a devaluar. Le creímos. Alberto Fernández aseguró que volverían mejores. Le creímos. La culpa, qué duda cabe, es nuestra. Somos incapaces de aprender de las lecciones de la historia, de sacar provecho de nuestros errores. Creemos que aplicando los mismos métodos obtendremos resultados diferentes. Si Einstein viviera diría que los argentinos estamos locos.

Ya nada nos sorprende. Ya nada nos conmueve. Cada uno de nosotros se limita a cuidar su quintita. Nos importa un rábano lo que le sucede al vecino. Si tiene un problema, es su problema. Hace rato que dejamos de ser una nación, si es que alguna vez lo fuimos. Somos incapaces de rebelarnos, de desafiar al poder. La resignación y la mansedumbre se han apoderado de nuestra alma. Cada día somos menos libres y no nos enojamos. ¿Alguna vez lo haremos?

Fin del alegato del fiscal Luciani

El fiscal Diego Luciani acaba de pedir una pena de 12 años de prisión efectiva y la inhabilitación perpetua para el ejercicio de cargos públicos contra Cristina Kirchner, actual vicepresidenta de la nación, y el resto de los acusados en al causa por corrupción en la obra pública de Santa Cruz. No peco de exceso si afirmo que luego del histórico alegato del doctor Strassera en 1985, el de Luciani es el más relevante de la Argentina contemporánea. La razón fundamental es harto evidente: la principal acusada es nada más y nada menos que la figura política más relevante del siglo XXI. Dueña absoluta del centro del ring desde que fue elegida presidenta por primera vez en octubre de 2007 y fundamentalmente luego del fallecimiento de Néstor Kirchner, siempre consideró al Poder Judicial uno de sus enemigos predilectos. Hoy se siente perseguida por ese poder y a partir de ahora presentará, a través de su inteligente abogado defensor Dr. Carlos Beraldi, una dura lucha.

En esta histórica jornada Luciani expresó (fuente: Perfil, 22/8/022): “El estado es la víctima de estos delitos. La ciudadanía entera fue la víctima de los abusos del poder. La sociedad indefensa mira hoy a los fiscales y jueces como la última esperanza frente a estos atropellos. El fiscal es garante del estado de derecho”. “Cristina Fernández ostentaba la máxima jerarquía y usó sus competencias y poder para alcanzar el lucro final de esta maniobra”. Además, la acusó de “priorizar el interés personal sobre el interés público” y “defraudar a la sociedad”. “Cristina Fernández de Kirchner desafió a este tribunal cuando dijo que la absolverá la historia. Pero en un sistema republicano, es el Poder Judicial quien absuelve después de un proceso penal respetuoso de todos los derechos y todas las garantías”. “Nadie debería poner en duda que la separación de los poderes públicos son el eje de un estado de derecho saludable”. “Los dirigentes políticos argentinos pusieron la corrupción bajo al alfombra. Es obligación de la justicia velar por los intereses de la ciudadanía”. “Se trató de actos de corrupción sistemáticos promovidos y mantenidos por los máximos responsables políticos del país que arrasaron con todos los principios de contratación pública y que provocaron un gravísimo perjuicio contra las arcas del estado”.

Apéndice

El pensamiento liberal del mentor de Milei, Alberto Benegas Lynch (H): Pierre-Joseph Proudhon

Javier Milei se ha presentado en reiteradas oportunidades como un anarco-capitalista, lo que probablemente haya llevado a muchos a suponer que Milei profesa el credo anarquista. Nada más alejado de la verdad. Como bien expresa el doctor Alberto Benegas Lynch (h) en su libro “Hacia el autogobierno. Una crítica al poder político” (Ed. Emecé, Bs. As. 1993) las contradicciones del anarquismo son fáciles de reconocer, al menos para un liberal como el mentor de Milei y para el propio libertario. Veamos, entonces, cuáles son esas contradicciones que según Benegas Lynch (h) posee el anarquismo.

El primer pensador anarquista de envergadura apuntado por Benegas Lynch es Pierre-Joseph Proudhon. Una de sus obras más importantes es “¿Qué es la propiedad?” (Ed. Orbis, Barcelona, 1985) en la que vuelca la esencia de su filosofía anarquista. Dice el autor: “La propiedad es el derecho de aubana, es decir, la facultad de producir sin trabajar (…)” (pág. 136). “De suerte que, por el derecho de aubana, el propietario cosecha y no labra, recoge y no cultiva, consume y no produce, disfruta y no trabaja” (Loc. cit). “Todo ocupante es, pues, necesariamente, poseedor o usufructuario, calidad que excluye la de propietario. Ahora bien, el derecho del usufructuario supone: ser responsable de la cosa que le fue confiada; deber usar de ella conforme a la utilidad general, atendiendo a su conservación y a su desarrollo; no poder transformarla, menoscabarla, desnaturalizarla, ni repartir el usufructo de manera que otro la explote mientras el recoge él producto (…) En este concepto queda destruida la definición romana de la propiedad; derecho de usar y de abusar, inmoralidad nacida de la violencia, la más monstruosa pretensión que las leyes civiles hayan sancionado jamás. El hombre recibe el usufructo de manos de la sociedad, que es la única en poseer de un modo permanente: el individuo pasa, la sociedad nunca muere” (Ibid. pág. 82). “El hombre no puede renunciar al trabajo ni a la libertad; por lo tanto reconocer el derecho de propiedad territorial es renunciar al trabajo, puesto que es rechazar al medio para realizarlo, es transigir sobre un derecho natural y despojarse de la calidad de hombre” (Ibid. pág. 92). En definitiva, para Proudhon la propiedad es un robo

Emerge en toda su magnitud la distancia ideológica que separa al liberalismo de Benegas Lynch (h) del anarquismo de Proudhon. Veamos ahora cómo refuta Benegas Lynch (h) a don Pierre-Joseph. Es cierto que, tal como afirma el pensador francés, el factor tierra no es una creación humana. Pero de este hecho por demás evidente no significa desconocer títulos de propiedad a dicho factor de producción. Si la tierra, como cualquier factor de producción, no está sujeta a la propiedad, no puede ser utilizada para satisfacer las necesidades que con mayor urgencia son demandas en el mercado. Si la tierra no es propiedad de nadie será considerada un bien que puede ser utilizado por cualquiera. De esa forma quedaría materializado el principio de “utilidad general” enarbolado por don Pierre-Joseph. La pregunta fundamental es la siguiente: ¿quién sería el encargado de determinar la utilidad general del factor tierra? La respuesta se cae de madura: dicho actor no puede ser otro que el único actor político que detenta el monopolio del uso de la fuerza: el gobierno. El anarquismo emerge, por ende, como una ideología que encubre a una concepción política y económica autocrática.

Para el liberalismo el hombre sólo puede desarrollarse como persona si actúa libremente. Para que ello suceda debe poder usar y disponer de su cuerpo y de su pensamiento, respetando al mismo tiempo el proyecto de vida de sus semejantes. Además, es muy importante no perder de vista lo siguiente: mientras las necesidades son ilimitadas, los bienes existentes para satisfacerlas son escasos. En consecuencia, todo lo material que rodea al hombre debe estar sujeto a apropiación para poder así satisfacer la mayor cantidad posible de necesidades de quienes forman parte de la sociedad abierta. Benegas Lynch (h) destaca una doble justificación de la propiedad: por un lado, implica un reconocimiento a aquella persona que descubrió un factor de producción determinado (una porción de tierra, para seguir con el ejemplo del autor). Por el otro, gracias a la propiedad se pueden aplicar los siempre escasos bienes a las necesidades perentorias de la manera más eficaz posible. Proudhon no piensa lo mismo. “(…) si la libertad del hombre es sagrada, también lo es para todos los individuos; que, si necesita la propiedad para exteriorizarse, es decir, para vivir, esta apropiación de la materia es necesaria para todos por igual; que, si quiero ser respetado en mi derecho de apropiación, debo respetar a los demás en el suyo y, por consiguiente, que, si en el concepto de lo infinito el poder de apropiación de la libertad no tiene más límites que ella misma, en la esfera de lo finito ese mismo poder se halla limitado por la relación matemática entre el número de libertades y el espacio que ocupan” (Ibíd. pág. 70). Luego se pregunta: “¿Podrían ampararse en el derecho de propiedad los pobladores de una isla para rechazare violentamente a pobres náufragos que intentasen arribar a la orilla? Sólo ante la idea de semejante barbarie se subleva la razón. El propietario, como un Robinson en su isla, aleja a tiros y a sablazos al proletario, a quien la ola de la civilización ha hecho naufragar, cuando pretende salvarse asiéndose a las rocas de la propiedad” (Ibid. pág. 64). Proudhon se parece bastante a Thomas Hobbes, quien en su libro “Leviatán” describió magistralmente el estado de naturaleza, en el que impera el más crudo darwinismo social.

Como afirma Benegas Lynch (h) don Pierre-Joseph supone un sistema de suma cero, es decir, que la ganancia de Juan implica necesariamente la pérdida de Pedro. Llevado al extremo, este sistema supone que para que Juan sobreviva debe morir Pedro. El liberalismo supone otro sistema. El mentor de Milei afirma la incapacidad de Proudhon de concebir la posibilidad de un proceso de generación de riqueza en base a transacciones libres entre ambas partes, las que finalmente resultan ambas beneficiadas. Si Juan produce B y Pedro produce C, en una sociedad libre ambos ganarán al intercambiar sus productos ya que el producto B satisfará las necesidades de Pedro y el producto C satisfará las necesidades de Juan. En cambio, don Pierre-Joseph sostiene que si la propiedad queda en manos de Juan, Pedro no logrará sobrevivir. “(…) a mi juicio, es preciso además llegar a tiempo (para adquirir la propiedad), porque, si sus primeros ocupantes se han apoderado de todo ¿de qué se van a apoderar los últimos? ¿Qué será de sus libertades, al poder actuar de palabra y no de hecho? ¿Habrán de devorarse los unos a los otros? Terrible conclusión que la prudencia filosófica no se ha dignado a prever, sin duda porque los grandes genios desprecian los asuntos triviales” (Ibid. pág. 70).

Una cuestión relevante del pensamiento de Proudhon es el vínculo de la propiedad con el valor: “Quien dice comercio dice cambio de valores iguales, porque, si los valores no son iguales y si el contratante perjudicado lo advierte, no consentirá el cambio y no habrá comercio (…) Hay, pues, en todo cambio obligación moral de que ninguno de los contratantes se beneficie en perjuicio del otro; es decir, el comercio para ser legítimo y verdadero, debe estar exento de toda desigualdad; esta es la primera condición del comercio” (Ibid., pág. 119). Para Benegas Lynch (h) si los valores de los objetos que se intercambian los contratantes son iguales, no habría ningún tipo de intercambio. Los contratantes deciden comerciar precisamente porque las valorizaciones son desiguales. Juan decide intercambiar su automóvil por la biblioteca de Pedro porque considera a su auto menos valioso que los libros de Pedro. A su vez, Pedro acepta transaccionar con Juan porque considera que su biblioteca vale menos que el auto de Pedro. En un ámbito donde impera la división del trabajo y la especialización, dicho proceso se acentúa debido a la ley de la utilidad marginal decreciente. Dice Benegas Lynch (h): “Si una persona debe desprenderse de un bien, el valor de ese bien estará determinado por la utilidad que le reporta el servicio para atender el fin de menor jerarquía. Por tanto, el valor estará determinado por la utilidad de la unidad marginal o, simplemente, la utilidad marginal”. Si Juan decide desprenderse, por ejemplo, de uno de sus tenedores, elegirá para la transacción el tenedor que considera menos útil. El valor del tenedor estará determinado por la utilidad marginal, es decir, por la utilidad del último tenedor.

Don Pierre-Joseph piensa distinto: “(…) se dice que el valor, al fijarse sobre la utilidad y al depender por completo la utilidad de nuestras necesidades, de nuestros caprichos, de la moda, etc., es tan variable como la opinión. Ahora bien, si la economía política es la ciencia de los valores, de su producción, distribución, cambio y consumo y, a pesar de ello, no puede determinar de un modo absoluto cuál es el valor de cambio ¿para qué sirve la economía política? ¿Cómo puede ser una ciencia? ¿Cómo pueden mirarse dos economistas sin echarse a reír?” (Ibid. págs. 121-22). Benegas Lynch (h) sostiene que la economía se refiere a la decisión de Juan de renunciar a ciertos valores (desprenderse de un tenedor) para incorporar valores que considera son de mayor jerarquía (una lámpara). La economía alude a un constante proceso de intercambio de valores, en suma. Al asignar valores a los bienes y servicios al margen de la apreciación de los sujetos actuantes, Proudhon no hace más que contradecir el sentido mismo de la economía, sentencia Benegas Lynch (h).

Proudhon también yerra, según Benegas Lynch (h) respecto del precio. En efecto, el pensador francés no tiene en cuenta que el precio no mide el valor sino que lo expresa. La existencia del precio se debe a que los sujetos que intercambian valoran de diferente manera los objetos a intercambiar. Don Pierre-Joseph piensa de manera diferente. Considera que el precio se apoya exclusivamente en la desigualdad patrimonial de los sujetos que intercambian. De esa manera ignora olímpicamente el hecho de que los compradores, al tomar la decisión de adquirir el bien X, únicamente tienen en cuenta los caracteres del bien ofrecido y no el estado patrimonial de los oferentes. Según Proudhon “Puesto que D es dueño de vender su sombrero cincuenta centésimos más barato que C, éste a su vez puede también rebajar el precio de los suyos en un franco. Pero D es pobre, mientras que C es rico; de modo que, al cabo de dos años, D está arruinado por esa competencia insostenible, y C se ha apoderado de toda la venta. ¿El propietario D tiene algún recurso contra el propietario C? ¿Puede ejercer contra su rival una acción reivindicatoria de su comercio, de su propiedad? No, porque D tenía el derecho de hacer lo mismo que C si hubiese sido más rico que él. Por la misma razón, el gran propietario A puede decir al pequeño propietario B “véndeme tu campo porque, si no, te impediré vender el trigo”; y esto sin hacerle el menor daño y sin que B tenga el derecho a querellarle” (Ibid, pág. 182). El precio no surge de un acuerdo espontáneo entre oferentes y compradores de los bienes sino de la voluntad omnímoda de los oferentes más poderosos, es decir, de los monopolios. Es el imperio del más fuerte.

Por último, don Pierre-Joseph, se queja Benegas Lynch (h), también utiliza la teoría de la fuerza en la desigualdad que existe en el proceso de determinación de los salarios. Dice el pensador anarquista: “Mientras el capitalista, sólidamente asegurado merced al concurso de todos los trabajadores, vive tranquilo sin temor de que le falte jamás ni el pan ni el trabajo, el obrero sólo puede confiar en la benevolencia de ese mismo propietario al que ha vendido y esclavizado su libertad” (Ibid. pág. 110). El trabajador está a merced del capitalista, quien abusa de su poder para explotarlo sin misericordia. “El obrero civilizado que vende su energía muscular por un trozo de pan, que edifica un palacio para dormir en una buhardilla, que fabrica las telas más preciadas para ir harapiento, que produce de todo para no disfrutar de nada, no es libre. El amo para quien trabaja, al no ser su asociado por el intercambio de salario y de servicios que entre ellos se realiza, es su enemigo” (Ibid, pág. 120). Más adelante, don Pierre-Joseph no oculta su deseo de igualar a los seres humanos: “El talento es una creación de la sociedad más que un don de la naturaleza: es un capital acumulado del que el que lo recibe es simplemente el depositario. Sin la sociedad, sin la educación que ella suministra y sin sus poderosos auxilios, el talento natural estaría, con relación a la ciencia en la que debe destacarse, por debajo de las más mediocres capacidades. Cuanto mayor es el caudal de conocimientos de un hombre, más hermosa su imaginación, más fecundo su talento, tanto más costosa fue su educación, tanto más eminentes y numerosos fueron sus antecesores y sus modelos en la ciencia, y tanto mayor, por tanto su deuda (…) La medida de comparación de las capacidades no existe: la desigualdad de talentos, en análogas condiciones de desarrollo, no es más que la especialidad de talentos” (Ibid. pág. 167). Lo que pretende Proudhon, sentencia Benegas Lynch (h), es moldear la naturaleza del hombre en función de esquemas mentales por aquél elucubrados. Lejos de pretender adaptarse a lo que es el hombre, con sus virtudes y sus defectos, trata de construir en su mente un tipo de hombre cuyos incentivos son muy diferentes a aquellos que en la realidad le son dictados por la razón.

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