Por Paul Battistón.-

No existió una guerra de Malvinas. No hubo combates, ni vuelos rasantes, quien no volvió a casa fue simplemente porque no quiso.

Las heridas no fueron de balas ni esquirlas; sólo fueron imaginación somatizada. De hecho, una prueba contundente, la ausencia documental de una declaración de guerra demuestra que no existió tal cosa. Quizás hubo algo parecido a una necesidad de demostración de poder fascista ya anunciado por mamá Hebe.

¿Cuántos hijodeputa (dislike) he conseguido en el transcurso de estos 6 o 7 renglones con este ridículo planteo?

Me apuro a aclarar “planteo ridículo” antes de que alguien abandone la lectura y conserve su opinión de mi madre, aunque tengo la certeza de que todos los hijodeputa conseguidos fueron en el sentido jarovlasquiano estricto de su acepción, directo hacia mí, inocuos hacia mi ascendencia.

Sólo calificando bajo ese adjetivo se podría negar la guerra de Malvinas, su existencia, la condición heroica de los combatientes o la legitimidad de la lucha en busca de la preservación o recuperación de nuestra integridad territorial.

Sin dudas, el último gobierno de facto militar acaparó los dos sucesos más sangrientos de nuestra historia en el siglo XX. En ambos hubo muertos, heridos, mutilados, avances, retrocesos, inteligencia, despliegues, copamientos, vencedores, vencidos, intereses alineados en la dirección de nuestra existencia o contrarios a ella y todo lo lógicamente irracional de las guerras. A excepción de un documentado pedido con un claro escrito de respuesta a una agresión directa y artera al conjunto de la sociedad argentina (civil y militar) en el primero de estos conflictos sangrientos. En el segundo, la sorpresa reemplazó por conveniencia cualquier declaración previa.

Quitarle la paz al ciudadano para comprometerlo en una epopeya de reclamo territorial, aun cuando sea legítima, es una cuestión que en caso de resultar adversa significa el inmediato cuestionamiento y resistencia a la continuidad de sus impulsores pero además todos estas cuestiones quedarán apoyadas en la condición de origen del poder gobernante atenuándose o multiplicándose según si su origen tiene un sustento institucional o no.

Quitarle la paz al ciudadano para pretender comprometerlo a un forzado redireccionamiento ideológico a contracorriente de su bienestar y costumbres sólo puede conducir a un rechazo casi generalizado. Se trata literalmente de un avance en desmedro de la libertad. Y si para este intento forzado de imposiciones se valen de armas y muerte para someter medios y mecanismos de convivencia preestablecidos, entonces, en su irracionalidad, sólo podrán obtener como respuesta el equilibrio de la irracionalidad.

El calibre de esta irracionalidad ha sido maravillosamente expuesto por Gibran kahlil Gibran en su relato “La guerra”, donde un ladrón, en un equívoco en su indebido trabajo de irracional apropiación pierde un ojo con las agujas de un tejedor. En su pedido absurdo de justicia a la autoridad es resarcido con el ojo del tejedor (un convidado de piedra); este último percibe el acto de justicia como injusto ante la gran necesidad de su vista como tejedor y es compensado entonces con el ojo de su vecino zapatero en la suposición de una menor necesidad del uso de sus ojos (un convidado de piedra en un grado superior).

Un ojo ya les ha sido quitado a los relatores de la historia. El ladrón (de la paz) accidentado con una respuesta de irracionalidad acorde al tenor de la suya, ahora pide también el ojo de los lectores inconformes con el relato tuerto y como navaja para quitarlos ofrece el filo cortante del negacionismo con el cual ya ha practicado para ensombrecer su aparición en escena. Sabe de su eficacia como arma una vez que el camino de la corrección sembrado con miedo permite finalmente acusar de negador a quien solo no olvida.

Dos guerras padecimos y ambas contra intereses ajenos e invasores, ambas están en pausa fría.

Negar el derecho al recuerdo de las víctimas de una de las partes y pretender un número mayor de víctimas de la contraparte habilitados a requerir ojos testigos en compensaciones son la muestra que delata una dinámica de continuidad del conflicto a una temperatura inocua de ser respondida con la firmeza adecuada.

Hemos asistido a la primera demostración de esa firmeza de la mano de Villaruel y la respuesta ha tenido una elevación de temperatura acorde a algo que nunca se extinguió.

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