Por Hernán Andrés Kruse.-

“En la Edad Moderna, el más alto homenaje al fundador de Estados y, por tanto, el más grande reconocimiento de la primacía del gobierno de los hombres sobre el gobierno de las leyes se encuentra, y no casualmente, en una obra como “El Príncipe”, de Maquiavelo, de un autor, como es el comentarista de Tito Livio, nutrido de lecturas clásicas y particularmente sensible a los amaestramientos de los escritores antiguos. Hablando de los «príncipes nuevos» —entre los cuales los más «excelentes» son, según una secular tradición apologética, Moisés, Ciro, Teseo y Rómulo—, escribe que quien considere sus obras encontrará a todos «admirables». En las últimas páginas, invocando al nuevo príncipe que deberá liberar a Italia del «bárbaro dominio», los señala una vez más como ejemplo y repite: «Ninguna cosa hace tanto honor a un hombre que de nuevo surja, cuanto hacen las nuevas leyes y los nuevos órdenes encontrados por él.» Siguiendo las huellas de Maquiavelo —del que es gran admirador—, Hegel eleva al héroe, fundador del Estado, a figura suma de la Historia Universal, a la que dedica algunas páginas grandiosas y solemnes en las “lecciones de Filosofía de la Historia”: “Tienen el derecho de su parte porque son los videntes; saben cuál es la verdad de su mundo y de su tiempo […], y los otros se reúnen en torno a su bandera.” ¿Tienen el derecho de su parte? ¿Qué quiere decir esto? Quiere decir, precisamente —como explica en las lecciones de “Filosofía del Derecho”—, que el fundador de Estados tiene el derecho —que no tienen sus sucesores— de ejercer la fuerza por encima y fuera de las leyes para alcanzar el fin, para cumplir su misión extraordinaria, un derecho que, al no encontrar obstáculos en el derecho de los demás, puede llamarse, con toda razón, «absoluto»

Tanto el gran legislador, el sabio, como el fundador de Estados, el héroe, son personajes excepcionales que aparecen en situaciones fuera de lo común y llevan a cabo sus acciones en momentos de inicio o de ruptura. En realidad, el gobierno de los hombres, más que una alternativa al gobierno de las leyes, es una subrogación necesaria del mismo en épocas de crisis. La fenomenología de las figuras históricas a través de las cuales se ha abierto camino la idea de la superioridad del gobierno de los hombres, constituye en gran parte una fenomenología de personajes excepcionales. Así, la pregunta, ¿gobierno de las leyes o gobierno de los hombres?, acaba por ser una pregunta mal formulada, ya que el uno no excluye al otro. Entre las representaciones positivas del gobierno de los hombres, la única que no es inmediatamente enlazada con un estado de excepción es el filósofo-rey de Platón, si bien en la mente de Platón es una figura ideal. Su existencia histórica, encubierta en la Carta séptima, en la frase «las desgracias de las ciudades tendrán fin cuando su gobierno esté en manos de gente capaz de ejercer la verdadera filosofía», acaba en un fracaso. Históricamente, el gobierno del hombre hace su aparición cuando el gobierno de las leyes no ha surgido aún, o bien muestra que no es adecuado frente a una situación de crisis revolucionaria. Del mismo estado de excepción nació, en los primeros siglos de la República romana, la institución del dictador. En torno a esta institución han girado y siguen girando las reflexiones más interesantes y pertinentes sobre el gobierno del hombre. El dictador romano es el caso ejemplar de la atribución a una sola persona de todos los poderes, de los «plenos poderes», y, por tanto, de la suspensión, aunque temporal, de la validez de las leyes normales, en una situación de particular gravedad para la supervivencia misma del Estado. Representa bien el concepto de que el gobierno del hombre debe ser interpretado siempre con referencia a las circunstancias que revelan su necesidad.

Algunos de los más importantes escritores políticos de la Edad Moderna, desde Maquiavelo hasta Rousseau, señalan la dictadura romana como ejemplo de sabiduría política, por cuanto reconoce la utilidad del gobierno del hombre, si bien lo admite sólo en caso de peligro público y únicamente mientras dure tal peligro. Más aún, el cometido del dictador es precisamente el de restablecer el estado normal y, en consecuencia, la soberanía de las leyes. Incluso cuando la dictadura, al decaer sus principios constitutivos, tiende a perpetuarse en el tiempo y aparece el hombre de excepción que trasforma el poder constitucional del dictador pro tempore en un poder personal, la justificación de la prolongación indefinida de los plenos poderes se funda siempre en la gravedad excepcional y, por tanto, en la duración imprevisible de la crisis. Se trata, en general, de una crisis catastrófica, de una crisis no interna al régimen — acabada la cual el ordenamiento reanuda su curso regular— sino externa, o sea, de una crisis que preludia el tránsito de un ordenamiento a otro, en el cual la aparición de un hombre de la Historia Universal (por usar la expresión de Hegel), como César, representa el tránsito turbulento, caracterizado por una larga y cruenta guerra civil, de la República al principado.

La distinción, introducida por Karl Schmitt, entre dictadura comisaria y dictadura soberana, refleja la diferencia entre los plenos poderes como institución prevista por la Constitución, y los plenos poderes asumidos fuera de la Constitución por el jefe destinado a derrocar el antiguo régimen e instaurar el nuevo, diferencia que no excluye la pertenencia de ambas a un género común, o sea, al género del poder excepcional y temporal, aun cuando en el segundo caso la duración no se halla constitucionalmente preestablecida. Que luego la dictadura, soberana o constituyente, sea ejercida por un individuo, como César o Napoleón, o por un grupo político, como los jacobinos o los bolcheviques, e incluso por toda una clase, según la concepción marxista del Estado —definido como dictadura de la burguesía o del proletariado—, no cambia para nada lo referente a la naturaleza del gobierno dictatorial como gobierno en el que el hombre o los hombres se contraponen a la supremacía de las leyes transmitidas. Lo que puede cambiar es su significado axiológico: es generalmente positivo respecto a la dictadura comisaria; y ya positivo, ya negativo, respecto a la dictadura constituyente, según las diversas interpretaciones: la dictadura jacobina y la bolchevique, ora exaltada, ora vituperada. En el lenguaje del marxismo, la dictadura de la burguesía es la realidad que se ha de combatir; la del proletariado, el ideal que se ha de perseguir.

Pese a las oportunas distinciones históricas y conceptuales, las distintas formas del poder del hombre tienen rasgos comunes, que se revelan a menudo en la interpretación del mismo personaje, según una u otra de estas formas. Ya hemos visto el nexo que algunos escritores antidemocráticos han establecido entre cesarismo y tiranía popular. Pero no es menos frecuente —y tiene su fundamento histórico— el nexo entre cesarismo y dictadura. Por ejemplo, Franz Neumann habla de una «dictadura cesarística» como de una especie de dictadura (las otras dos son la dictadura simple y la totalitaria), y aduce como ejemplo (insólito) el efímero gobierno de Cola di Rienzo, definido como «una de las dictaduras cesarísticas más fascinantes». El nexo del cesarismo con la tiranía pone de relieve, sobre todo, el aspecto de forma corrompida del ejercicio del poder; el nexo con la dictadura, el aspecto de forma excepcional, que, al estar justificada por el estado de necesidad, no es prejudicialmente negativa. Los dos aspectos no se excluyen mutuamente, aun cuando el poder tiránico no es siempre excepcional, y el poder excepcional no siempre es corrompido. En la interpretación marxiana del golpe de Estado de Luis Bonaparte, el «bonapartismo» se parece más a la dictadura que a la tiranía; en efecto, representa el ejercicio de un poder excepcional en una situación en que el poder de la clase dominante está amenazado (situación prevista, por lo demás, hasta en la institución del dictador romano, que era llamado no sólo en caso de peligro externo, sino también interno). Siguiendo a Marx, Gramsci define el cesarismo como característico de «una situación en la que las fuerzas en lucha se equilibran de modo catastrófico, o sea, se equilibran de manera que la continuación de la lucha sólo puede concluir en la destrucción recíproca». Además, Gramsci distingue un cesarismo progresivo y otro regresivo, indicando como ejemplo del primero a César y a Napoleón I, y del segundo, a Bismarck y a Napoleón III. Estas páginas de los “Quaderni del carcere” fueron escritas entre 1932 y 1934: se puede conjeturar que, al hablar de cesarismo progresivo, pensase en Lenin, y de cesarismo regresivo, en Mussolini.

Hay que llegar a Max Weber para tener una completa teoría del poder personal y excepcional. Entre las tres formas de poder legítimo, Weber cita, como es sabido, el poder carismático. Para poner fin a esta rápida revista, me parece poder decir que el jefe carismático de Weber es una especie de síntesis histórica de todas las formas de poder del hombre: concluyen en ella ya el gran demagogo (el tirano de los antiguos, que ofrece el material histórico para la reconstrucción de la forma moderna del cesarismo), ya el héroe en el sentido maquiavélico y hegeliano, ya el gran jefe militar. Sin embargo, Weber se ocupa de los grandes legisladores sólo marginalmente, limitándose a decir que, «por lo general, son llamados a su deber cuando existen tensiones sociales, o sea, cuando se afirma la primera típica situación que requiera una política social sistemática». En el extremo opuesto del poder carismático se encuentra el poder legal: uno y otro representan ejemplarmente la contraposición entre el gobierno de los hombres y el gobierno de las leyes. El poder tradicional se encuentra en medio de ambos extremos: es un poder personal, cuyo fundamento de legitimidad no deriva de la virtud del jefe, sino de la fuerza de la tradición y, en consecuencia, como en el caso del poder legal, de una fuerza impersonal. El poder carismático, a diferencia de los otros dos, es el producto de las grandes crisis históricas, mientras que el poder legal y el tradicional representan los tiempos largos de la Historia. El poder carismático quema todo en tiempos breves e intensos, que se hallan entre un fin y un inicio, entre la decadencia y la regeneración, entre el viejo orden que desaparece y el nuevo que se abre camino fatigosamente. Si su dominio suele ser efímero, su misión es extraordinaria.

Es inútil preguntar a Weber si es mejor el gobierno de los hombres o el de las leyes: a un estudioso que ha afirmado repetidamente que el cometido del científico no es emitir juicios de valor, sino comprender (verstehen), y que la cátedra no es ni para los profetas ni para los demagogos (dos encarnaciones del poder carismático). Objetivamente considerados, el gobierno del jefe carismático y el de las leyes no son ni buenos ni malos. Ni puede sustituirse el uno por el otro, a capricho. Son manifestaciones distintas de circunstancias históricas diversas, que el científico debe considerar recogiendo el mayor número posible de datos históricos y empíricos (y, desde este punto de vista, Weber no ha ido nunca a la zaga de nadie), al objeto de elaborar una teoría de las formas de poder lo más completa y exhaustiva posible (wertfrei). El que luego Weber, como escritor político militante, tuviese sus preferencias y en los últimos años de su vida cultivase el ideal de una forma de gobierno mixto que combinase la legitimidad democrática con la presencia activa de un jefe, y que llamó «democracia plebiscitaria», para contraponerla a la democracia parlamentaria «acéfala», es un problema del que podernos prescindir aquí. Entre otras cosas, porque la democracia plebiscitaria que se instauró en Alemania años después de su muerte, no fue la que él había imaginado y apoyado. De todos modos, entre los méritos de Weber figura el de haber colocado en sus justos términos uno de los más viejos problemas de la filosofía política, convirtiendo una disputa —en la que suelen chocar pasiones opuestas— en una construcción de filosofía política.

En cuanto a la elección entre una y otra alternativas, es cometido del político, no del científico. Si, por otra parte, para poner fin al análisis, se me pide que abandone el ropaje del estudioso y asuma el del hombre comprometido en la vida política de su tiempo, no siento el menor empacho de decir que mis preferencias se dirigen al gobierno de las leyes, no al de los hombres. El gobierno de las leyes celebra hoy su propio triunfo en la democracia. ¿Qué es la democracia sino un conjunto de reglas (las llamadas reglas del juego) para la solución de los conflictos sin que se haya de recurrir al derramamiento de sangre? ¿Y en qué consiste el buen gobierno democrático sino, ante todo y sobre todo, en el más riguroso respeto de estas reglas? Personalmente no tengo ninguna duda en lo tocante a las respuestas a estas preguntas. Y precisamente porque no tengo dudas, puedo concluir tranquilamente diciendo que la democracia es el gobierno de las leyes por antonomasia. En el momento mismo en que un régimen democrático pierde de vista este su principio inspirador, se transforma rápidamente en su contrario, en una de las muchas formas de gobierno autocrático, de las que están llenas las narraciones de los historiadores y las reflexiones de los escritores políticos”.

(*) Norberto Bobbio: ¿Gobierno de los hombres o gobierno de las leyes? (procedencia del texto: Cap. 7 de “El futuro de la democracia”, Ed. Plaza Janés Editores, 1985).

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