Por Luis Alejandro Rizzi.-

Es posible que pase en otras sociedades, pero en la nuestra, la sociedad argentina, siempre vemos las cosas como ganadores o perdedores.

En la vida, como decía una vieja publicidad de un vino, nos pasan cosas y se nos presentan a diario problemas y conflictos, que resolvemos como podemos, a veces bien, a veces mal.

Sin embargo, vemos esos resultados con otros ojos, sea como ganadores o perdedores, que es un modo de potenciar las neurosis.

Pasa en la política: los conflictos se piensan con criterios de agonalidad, siempre debe haber un ganador y un perdedor, cuando, en verdad, lo que importa es resolver el conflicto y eso significa que ganaron las partes y, cuando la resolución no es posible, perdieron también las partes.

Cuando cualquier funcionario realiza una gira por donde sea, por el país o el exterior, siempre regresa como gran triunfador, cuando todos sabemos que es una falsedad, ya que en todo caso los resultados de una negociación o una gestión se advierten con el correr del tiempo, y siempre se busca un resultado equilibrado, ningún gobierno negocia para perder.

Este modo de pensar las cosas y la vida, con criterios de resultados deportivos donde uno gana y otro pierde, es un signo de inmadurez y también de incultura.

La vida es una saga de tareas continuadas y de permanente toma de decisiones; vamos resolviendo problemas y conflictos y no debemos confundir la valoración del resultado como buena o mala, con la de ganador o perdedor.

Una cosa es resolver bien o mal y otra es sentirse ganador o perdedor; en todo caso, sería válida esta distinción cuando somos incapaces de resolver, en ese punto podríamos considerarnos “perdedores”.

La pauta o test de ponderación debiera ser la racionalidad del resultado, pero tener razón no significa ganar, ni no tenerla, perder.

Precisamente la conversación, el diálogo, incluso el soliloquio, tienen la función de la reflexión, que es pensar lo más profundamente posible sobre algo y llegar a una conclusión.

La reflexión no nos convierte en ganadores o perdedores; nos conduce, en definitiva, a una verdad que probablemente siempre será más asertórica que apodíctica.

En verdad, la vida transcurre sobre lo asertórico, sobre lo que puede ser y lo que es, ya que muchas veces caemos en la tentación de querer ser lo que no somos o la de creer que somos lo que, en verdad, no somos.

Es probable que cuando caemos en esas disociaciones, o trastornos neuróticos, es cuando nos sentimos ganadores y perdedores, según las situaciones que nos toca vivir.

La frontera es un límite que puede ser muy preciso y muy difuso y así vivimos la vida, nos es fácil distinguir los límites precisos y muy difícil los difusos, que son la mayoría.

Estos tiempos que vivimos son de fronteras muy difusas o líquidas, si se prefiere, paradojalmente hemos convertido lo asertórico en apodíctico, todo puede ser y no ser, el “devenir” de Heráclito, el filósofo de la evolución y el absoluto devenir, según Maritain.

A veces pienso que la cultura enloqueció, arrastrada por la velocidad del cambio o ¿progreso? tecnológico, y este enloquecimiento cultural nos hizo perder el sentido de lo que son las cosas, la vida y el mundo.

Siguiendo a Ortega, nos hemos “barbarizado”; el saber tecnológico, sustituye o corrompe el concepto de “sabiduría”.

Esto se advierte en la educación. La tablet sustituyó al libro, la habilidad al conocimiento y, como lo explicaba Sartori, terminamos en la “CULTURA DEL EPÍTETO”, que es uno de los extremos de la incultura.

El “ser o no ser” de Hamlet se convierte en un “todo puede ser”, como alguna vez se lo escuché decir a alguien, que el “avatar” nos llevaría a la inmortalidad (sic). Fue una expresión en sentido figurado, pero que descalifica.

No se trata de ganar o perder, eso es propio de los juegos; se trata de aprobar minuto a minuto el test de la racionalidad, lo que está bien de lo que está mal.

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