Por Hernán Andrés Kruse.-

“Cambio” es el término político de moda. La clase política lo hace flamear todo el tiempo. Desde Cristina a Macri, los referentes de las fuerzas políticas más relevantes del país se consideran los mejores garantes del cambio, de ese cambio que el pueblo tanto desea. Al conmemorarse un nuevo aniversario del momentáneo retorno de Perón al país, la vicepresidenta de la nación expresó ante un colmado Estadio Único de La Plata: “Dicen que son lo nuevo (en alusión a los referentes de Juntos por el Cambio); muchachos, acá lo único nuevo que hay somos nosotros, el cambio, los que cambiamos a la Argentina después de la crisis del 2001 fuimos nosotros”. Una semana más tarde el ex presidente Mauricio Macri presentó su nuevo libro “Para qué”. En su discurso sentenció: “No podemos traicionar nuestros valores. Somos el cambio o no somos nada”.

Como puede observarse, tanto el FdT como Juntos por el Cambio se presentan como los garantes del cambio que tanto anhela la sociedad. Ahora bien ¿estamos en presencia de un término novedoso? ¿Nunca antes el cambio ocupó el centro de nuestra atención? La respuesta es contundente. En la trágica década del setenta ese término estaba en boca de todos. Estaba tan de moda que el 13 de diciembre de 1974 La Prensa publicó un artículo de Jorge L. García Venturini titulado “El cambio en paz”. Su vigencia es aterradora. Escribió lo siguiente:

“Con frecuencia hemos insistido en el valor y también en la magia de las palabras. Ciertos vocablos se instalan en la preferencia o en el uso general y luego se siguen repitiendo automáticamente, vengan o no al caso, sin realizar el menor esfuerzo por desentrañar su significado (…) En efecto, se oye que estamos en una “época de cambio”, que “hay que estar en el cambio”, que “el cambio se hará con nosotros o contra nosotros”, y otras afirmaciones por el estilo. Ante tal emergencia histórica…uno reacciona de golpe y se anima a preguntar: ¿qué es el cambio?”

“Pensamos que no resulta fácil esclarecer este problema, porque la cosa se presenta en varios niveles de inteligibilidad, en campos diversos y en áreas también diferentes que van desde nuestro país en particular al mundo en general. Sin embargo, caben algunas reflexiones. En primer lugar, no hay ningún ser humano que no quiera cambiar lo que no le gusta (desde una corbata a un sistema político), pero tampoco hay un ser humano que no quiera conservar lo que le gusta (…) De modo tal que hay que andarse con mucho cuidado con esto del cambio, y ver en qué consiste la cosa y en qué aspectos se va a llevar a cabo. No vaya a suceder que después de haber logrado “el cambio” tengamos que arrepentirnos y deseemos volver a como estábamos antes de cambiar. ¡Y no podamos! (…)”.

Tal lo sucedido durante los cuatro años de gestión de Mauricio Macri. En la campaña electoral de 2015 la principal fuerza de oposición se llamaba, precisamente, “Cambiemos”. El entonces candidato a presidente, Mauricio Macri, repetía hasta el hartazgo la palabra “cambio”. La gente quiere un cambio y nosotros somos la fuerza política que lo garantiza: he aquí la frase de cabecera de “Cambiemos”. Lo notable es que Macri jamás analizó en qué consistía el cambio propuesto. Sólo afirmaba que la gente estaba cansada del populismo y que ansiaba, por ende, un cambio. Cuatro años después la gente experimentó en carne propia las deletéreas consecuencias del cambio propuesto por Macri. Ello explica la rotunda derrota experimentada por el oficialismo en las presidenciales de 2019. Cuatro años después el mismo Mauricio Macri, consciente del malhumor social provocado por la pésima gestión de Alberto, vuelve a insistir con el cambio, con ese cambio que definitivamente nos sacará de la ciénaga en la que estamos hundidos desde hace tanto tiempo.

Más adelante, García Venturini hace un análisis filosófico del cambio. Escribió lo siguiente:

¿Qué es eso de que estamos en una “época de cambio”? Quien tenga noticias-aunque sean mínimas-de filosofía de la historia, sabe que la historia es, por definición, devenir, proceso, movimiento, es decir, cambio. En términos más técnicos y actuales diríamos que es “tiempo”. Por eso la historia, toda la historia, ha sido, es y será inevitablemente, cambio. De donde resulta que todas las épocas han sido épocas de cambio. Sólo no hay cambio fuera del tiempo, es decir, en la eternidad. Afirmar lo contrario es un inmenso disparate (…) No hay épocas de cambio o de no cambio. Lo que hay son épocas de mayor o menor aceleración del movimiento histórico, es decir, épocas en que se producen más cambios que en otras en la misma unidad de tiempo. Y en este sentido es cierto que la nuestra puede considerarse como la época de mayor aceleración que haya conocido la humanidad desde sus orígenes (…) Esta es la cuestión, y ella nada tiene que ver con “el cambio” que oímos todos los días. Es algo mucho más profundo, que hace al ser mismo de la historias y, por ello, es una cuestión ontológica y metafísica. Ese proceso de aceleración, de incremento de velocidad, es inevitable, porque responde a la índole misma de lo histórico, al despliegue óntico en el tiempo de la condición humana. El hombre puede matizarlo, darle una u otra dirección, pero no puede controlarlo a su voluntad (…)”.

Anexo

De Videla a Kirchner

El viceministro de economía Axel Kicillof utilizó parte de sus tres horas de exposición sobre el presupuesto de la nación para refrescar la memoria de los argentinos. Dijo, en apretada síntesis, que el neoliberalismo fue implantado por la dictadura militar en 1976 y continuado por el menemismo y la alianza hasta que se produjo el colapso de 2001. En mayo de 2003, remató el funcionario, de la mano de Néstor Kirchner el paradigma industrialista reemplazó al paradigma neoliberal. Su diagnóstico fue objeto de burla de parte de algunos legisladores de la oposición, quienes imprevistamente abandonaron el recinto en plena exposición de Kicillof. El diagnóstico es, a mi entender, exacto. El 24 de marzo de 1976 las fuerzas armadas como institución derrocaron y secuestraron a Isabel, la endeble presidenta que Perón nos había dejado como legado. Con el apoyo pasivo de la inmensa mayoría del pueblo, la Junta Militar constituida por Videla, Massera y Agosti impuso una dictadura pretendidamente legal tendiente a modificar de cuajo las estructuras del sistema político-económico del país. Los documentos liminares del proceso militar tuvieron mayor relevancia jurídica que la propia constitución y los nuevos jueces debieron jurar fidelidad a esos documentos. Mientras tanto, un planificado sistema de detenciones clandestinas fue puesto en práctica para barrer con todo vestigio de lo que el nuevo sistema de dominación consideraba “subversivo”.

El 2 de abril de ese año fue una fecha clave en la historia contemporánea de la Argentina. Ese día, el ministro de Economía José Alfredo Martínez de Hoz, habló al país para explicar su plan económico. Lo que hizo fue anunciar la imposición de un nuevo paradigma o, si se prefiere, una nueva filosofía o cosmovisión económica. Lo que anunció el ministro fue el reemplazo del sistema económico industrialista por un sistema económico basado en la fuerza del capital financiero. El nuevo paradigma implicaba la destrucción de los derechos de la clase trabajadora y la legalización de la timba financiera. No fue casualidad que el terrorismo estatal se hubiera ensañado con los líderes gremiales de base, principales fogoneros de la resistencia. El neoliberalismo había ingresado a la Argentina de la mano de una dictadura militar que se propuso regenerar ala sociedad. Había que extirpar para siempre los males del populismo y la demagogia, generados por los partidos políticos tradicionales. La vieja dirigencia partidocrática debía dar paso a nuevas camadas de políticos que estuvieran consustanciados con los objetivos medulares del Proceso.

La dictadura fracasó en lo político y en lo económico. El deterioro de la economía se hizo evidente a comienzos de los ochenta, obligando al régimen a reemplazar a Videla por viola. Al poco tiempo, Viola fue reemplazado por Galtieri, quien puso en Economía a Roberto Alemann, un economista ortodoxo que contó con la ayuda de Cavallo en el Banco Central. Finalmente, el régimen no tuvo más remedio que entregar el poder al pueblo a raíz de la derrota en Malvinas. El 30 de octubre de 1983 el pueblo decidió que la presidencia debía ser ejercida por el radical Raúl Alfonsín. Al principio, Alfonsín intentó apartarse del neoliberalismo poniendo en el ministerio de Economía a su amigo Bernardo Grinspun, de tendencia neokeynesiana. A comienzos de 1985, su situación se tornó insostenible. Con todo el dolor de su alma, Alfonsín despidió a su amigo y lo reemplazó por un tecnócrata, Juan Vital Sourrouille. Al poco tiempo, Alfonsín viajó a Estados Unidos y a su regreso anunció una economía de guerra. El país había vuelto al neoliberalismo.

Alfonsín decidió el cambio de moneda y la aplicación de duros planes de ajuste-Austral, Australito y Plan Primavera-que fracasaron estruendosamente. La hiperinflación se devoró al gobierno radical obligando a don Raúl a entregar anticipadamente el poder a Carlos Menem. El establishment había sido muy claro: quien desee ser presidente en Argentina debe gobernar obedeciendo a “los mercados”. Carlos Menem lo entendió perfectamente. Consciente de las nuevas reglas de juego que había impuesto Estados Unidos a nivel planetario, el metafísico de Anillaco consideró que lo más conveniente era entregar el ministerio de Economía a la transnacional Bunge y Born, un símbolo del poder corporativo. La experiencia terminó en un completo fracaso. Los dos ejecutivos que se hicieron cargo de la economía del país durante los primeros seis meses del mandato de Menem, sólo aplicaron ajuste y más ajuste. A comienzos de 1990, Antonio Erman González, muy cercano al presidente, se hizo cargo del ministerio de Economía. Debutó con el plan Bónex, el antecedente menemista del corralito y el corralón. La gestión de González también fracasó estruendosamente.

A comienzos de 1991 Menem, angustiado por la hiperinflación, jugó su futuro político designando como ministro de Economía a Cavallo, quien hasta entonces era canciller. Cavallo fue el autor intelectual de la Convertibilidad, esa ficción que nos hizo creer que un peso valía un dólar. Si bien logró controlar la inflación, desató la hiperdesocupación, una mortal enfermedad social que devastó a millones de hogares. Pero eso a Menem poco le importó porque con la ilusión del 1 a 1 ganó los comicios de 1991, 1993 y 1995, reelección incluida. La convertibilidad le permitió al metafísico de Anillaco permanecer en el poder diez años y medio.

En esa época el neoliberalismo alcanzó su apogeo. Menem era alabado por todos los economistas del establishment y a nivel internacional la república imperial lo elevó a la categoría de estadista mundial. Quien osaba criticar al neoliberalismo era ferozmente ridiculizado. La Argentina había ingresado al fin de la historia y ya no había más nada que discutir. Sin embargo, el país se vio sacudido por el efecto tequila, la feroz devaluación que aplicó México a su moneda en 1994. La onda expansiva de la devaluación mexicana llegó al país con la fuerza de un tsunami. A partir de entonces, Menem jamás recuperó la iniciativa política. La recesión había llegado para quedarse por una larga temporada mientras el riojano sólo pensaba en reformar la constitución para presentarse nuevamente en 1999. Pero reencontró con la oposición de Eduardo Duhalde, quien hizo todo lo que estuvo a su alcance para impedir su continuidad en el poder.

Consciente de las ambiciones de Duhalde, el metafísico de Anillaco jugó secretamente para De la Rúa, el híbrido candidato de la alianza. El radical había prometido la continuidad de la convertibilidad pero sin la corrupción menemista. Eso le permitió ganar holgadamente en octubre de 1999. Designó en Economía a José Luis Machinea, quien un año después tuvo que abandonar el barco agobiado por el fracaso del blindaje. Luego de una efímera designación de López Murphy, De la Rúa le abrió las puertas de su gobierno a Cavallo. Convertido en un virtual primer ministro, Cavallo ajustó y ajustó hasta que impuso el corralito, provocando la tragedia de diciembre de 2001.

La convertibilidad había explotado. Duhalde se limitó a firmarle su certificado de defunción. El por entonces hombre fuerte del peronismo bonaerense pesificó la economía, devaluó la moneda, licuó los pasivos de los grandes grupos económicos e hizo lo imposible por granjearse la confianza del FMI, implacable en ese momento con la Argentina. Los asesinatos de Kosteki y Santillán lo obligaron a adelantar la fecha de las elecciones presidenciales. El 27 de abril de 2003 Menem salió primero con el 24% y Kirchner segundo con el 22%. El balotaje era inevitable. Astutamente, el metafísico de Anillaco se quedó en su casa y obligó a Kirchner a asumir con el porcentaje que había obtenido en la primera vuelta. Contra viento y marea, el santacruceño impuso un nuevo cambio de paradigma. Le dijo adiós al neoliberalismo y le dio la bienvenida al modelo industrialista, al retorno del estado a su clásico rol de actor principal de la economía, regulando lo que tiene que regular y no asfixiando a la iniciativa privada. A diferencia de Martínez de Hoz, que propició un cambio de paradigma a sangre y fuego, Kirchner propició un cambio de paradigma en democracia, lo que parece no haber sido valorado por aquellos legisladores que se retiraron ofuscados mientras escuchaban a Kicillof. A lo mejor hubieran deseado ver en su lugar a un discípulo de Martínez de Hoz.

(*) Artículo publicado en Redacción Popular el 29/09/012

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