Por Hernán Andrés Kruse.-

En su edición del 30 de julio Ricardo Aronskind publicó en El Cohete a la Luna un artículo cuyo título es por demás sugestivo: “Festival de demagogia neoliberal”. El autor considera viable una relación entre el liberalismo y la demagogia. Cree posible la aplicación de medidas demagógicas por parte de dirigentes políticos que se precian de abrazar la bandera del liberalismo.

En buena parte de su artículo describe lo que denomina “demagogia siglo XXI”. Afirma que la derecha, es decir Javier Milei y los máximos referentes de Juntos por el Cambio, están ejecutando un festival de demagogia de masas sin igual. El libertario sacudió a la opinión pública hace unos meses al lanzar su plan dolarizador para solucionar de un día para el otro todos los problemas económicos que agobian a los argentinos. Para no ser menos que don Javier el principal referente económico de Patricia Bullrich, Luciano Laspina, afirmó que el cepo podía eliminarse el día después de la asunción de doña Patricia. “Ambos anuncios”, afirma Aronskind, “provenientes de la máquina de inventar ilusiones de la derecha, apuntaron a agitar las mentes afiebradas de los argentinos”.

El economista acusa a la derecha de ser cínica e inescrupulosa. Durante buena parte del siglo XX el orden conservador tuvo que tragarse el gigantesco sapo que significó la invencibilidad electoral del peronismo. Dominada por la impotencia y la frustración la derecha acusó al peronismo de embriagar a las masas con frases grandilocuentes, de desplegar una demagogia obscena y vulgar. Ahora, en pleno siglo XXI, la derecha demostró que había aprendido la lección. En efecto, una vez conquistado el poder se mostró tan proclive a la demagogia como el aborrecido peronismo.

Consciente de que el pueblo es bastante diferente al del siglo pasado e incluso al de la época de esplendor del kirchnerismo, la derecha ha demostrado su eficacia a la hora de sintonizar con las fantasías populares, de adecuarse con un pueblo “mucho más fragmentado socialmente, golpeado en sus estratos más bajos y carcomido universalmente en su comprensión de las cosas debido a los contenidos que le llueven desde todas partes”. “En ese bombardeo de imágenes, eslóganes y memes”, agrega Aronskind, “la derecha local y global juegan un papel relevante, lo que va configurando un nuevo mundo de expectativas y valores”.

La derecha del siglo XXI es perfectamente consciente de que lo que busca el argentino medio es salvarse, hacerle frente como pueda a la inflación, al desempleo y a la inseguridad, sobrevivir aunque el país se asemeje al Titanic. Ello explica la decisión de Milei de gritar a los cuatro vientos “¡dolarizaré!” y de Laspina de prometer el levantamiento inmediato del cepo. Pura demagogia. Porque Milei y Laspina saben muy bien que ambas promesas son incumplibles. “Aclaremos: no existe ninguna posibilidad sensata de aplicar esas medidas sin generar un caos económico, social e institucional de consecuencias imprevisibles”, enfatiza Aronskind. “Lo cierto que están haciendo demagogia grosera, de masas, que opera sobre la ingenuidad, la falta de conocimientos económicos y, fundamentalmente, la impunidad mediática de la que gozan todas las formas de la derecha local, ya que los medios trabajan a destajo por el triunfo de cualquier variante política básicamente antipopular”, sentencia el autor.

Es cierto lo que afirma Aronskind sobre la demagogia tanto de Milei como de Laspina. Ahora bien, cabe formular la siguiente pregunta: ambos dirigentes ¿son realmente liberales? Al intentar responderla ingresamos en un tema por demás interesante. Me refiero a si de verdad el liberalismo y la demagogia son como el agua y el aceite, es decir son incompatibles. Me parece que la respuesta no admite duda alguna: lo son. En consecuencia, me tomo el atrevimiento de señalar el error que cometió Aronskind en el título de su artículo al vincular de manera tan estrecha ambos términos.

Liberalismo y demagogia son, reitero, antagónicos. Cabe formular ahora una nueva pregunta: ¿por qué lo son? Para responderla no queda más remedio que adentrarnos en una cuestión fascinante: desentrañar el significado de ambos. Comparando el significado del liberalismo con el de la demagogia podremos percatarnos de su antagonismo.

Comencemos con el liberalismo. ¿Cuál es su significado? Para responder tal pregunta nada mejor, me parece, que leer un escrito de Carlos Alberto Montaner titulado “¿Qué significa ser liberal?” (Cato Instituye-Washington-Estados Unidos-Universidad Francisco Marroquín). Invito al lector a que se sumerja en estas páginas y preste suma atención, fundamentalmente, cuando al final el autor enumera los valores fundamentales en los que creen los liberales.

Escribió el autor:

“El liberalismo parte de una hipótesis filosófica, casi religiosa, que postula la existencia de derechos naturales que no se pueden conculcar porque no se deben al Estado ni a la magnanimidad de los gobiernos sino a la condición especial de los seres humanos. Esa es la piedra angular sobre la que descansa todo el edificio teórico, y se le atribuye a los estoicos y al fundador de esa escuela, Zenón de Citia, quien defendió que los derechos no provenían de la fratría a la que se pertenecía o de la ciudad en la que se había nacido, sino del carácter racional y diferente a las demás criaturas que poseen las personas.

Antes de definir qué es el liberalismo, qué es ser liberal, y cuáles son los fundamentos básicos en los que coinciden los liberales, es conveniente advertir que no estamos ante un dogma sagrado, sino frente a varias creencias básicas deducidas de la experiencia y no de hipótesis abstractas, como ocurría, por ejemplo, con el marxismo. Esto es importante establecerlo ab initio, porque se debe rechazar la errada suposición de que el liberalismo es una ideología. Una ideología es siempre una concepción del acontecer humano —de su historia, de su forma de realizar las transacciones, de la manera en que deberían hacerse—, concepción que parte del rígido criterio de que el ideólogo conoce de dónde viene la humanidad, por qué se desplaza en esa dirección y hacia dónde debe ir.

De ahí que toda ideología, por definición, sea un tratado de «ingeniería social», y cada ideólogo sea, a su vez, un «ingeniero social». Alguien consagrado a la siempre peligrosa tarea de crear «hombres nuevos», personas no contaminadas por las huellas del antiguo régimen. Alguien dedicado a guiar a la tribu hacia una tierra prometida cuya ubicación le ha sido revelada por los escritos sagrados de ciertos «pensadores de lámpara», como les llamara José Martí a esos filósofos de laboratorio en permanente desencuentro con la vida. Sólo que esa actitud, a la que no sería descaminado calificar como moisenismo, lamentablemente suele dar lugar a grandes catástrofes, y en ella está, como señalara Popper, el origen del totalitarismo. Cuando alguien disiente, o cuando alguien trata de escapar del luminoso y fantástico proyecto diseñado por el «ingeniero social», es el momento de apelar a los paredones, a los calabozos, y al ocultamiento sistemático de la verdad. Lo importante es que los libros sagrados, como sucedía dentro del método escolástico, nunca resulten desmentidos.

Un liberal, en cambio, lejos de partir de libros sagrados para reformar a la especie humana y conducirla al paraíso terrenal, se limita a extraer consecuencias de lo que observa en la sociedad, y luego propone instituciones que probablemente contribuyan a alentar la ocurrencia de ciertos comportamientos benéficos para la mayoría. Un liberal tiene que someter su conducta a la tolerancia de los demás criterios y debe estar siempre dispuesto a convivir con lo que no le gusta. Un liberal no sabe hacia dónde marcha la humanidad y no se propone, por lo tanto, guiarla a sitio alguno. Ese destino tendrá que forjarlo libremente cada generación de acuerdo con lo que en cada momento le parezca conveniente hacer. Al margen de las advertencias y actitudes anteriormente consignadas, una definición de los rasgos que perfilan la cosmovisión liberal debe comenzar por una referencia al constitucionalismo.

En efecto, John Locke, a quien pudiéramos calificar como «padre del liberalismo político», tras contemplar los desastres de Inglaterra a fines del siglo XVII, cuando la autoridad real británica absoluta entró en su crisis definitiva, dedujo que, para evitar las guerras civiles, la dictadura de los tiranos, o los excesos de la soberanía popular, era conveniente fragmentar la autoridad en diversos «poderes», además de depositar la legitimidad de gobernantes y gobernados en un texto constitucional que salvaguardara los derechos inalienables de las personas, dando lugar a lo que luego se llamaría un Estado de Derecho. Es decir, una sociedad racionalmente organizada, que dirime pacíficamente sus conflictos mediante leyes imparciales que en ningún caso pueden conculcar los derechos fundamentales de los individuos. Y no andaba descaminado el padre Locke: la experiencia ha demostrado que las veinticinco sociedades más prósperas y felices del planeta son, precisamente, aquellas que han conseguido congregarse en torno a constituciones que presiden todos los actos de la comunidad y garantizan la transmisión organizada y legítima de la autoridad mediante consultas democráticas.

Otro liberal británico, Adam Smith, un siglo más tarde, siguió el mismo camino deductivo para inferir su predilección por el mercado. ¿Cómo era posible, sin que nadie lo coordinara, que las panaderías de Londres —entonces el 80% del gasto familiar se dedicaba a pan— supiesen cuánto pan producir, de manera que no se horneara ni más ni menos harina de trigo que la necesaria para no perder ventas o para no llenar los anaqueles de inservible pan viejo? ¿Cómo se establecían precios más o menos uniformes para tan necesario alimento sin la mediación de la autoridad? ¿Por qué los panaderos, en defensa de sus intereses egoístas, no subían el precio del pan ilimitadamente y se aprovechaban de la perentoria necesidad de alimentarse que tenía la clientela? Todo eso lo explicaba el mercado. El mercado era un sistema autónomo de producir bienes y servicios, no controlado por nadie, que generaba un orden económico espontáneo, impulsado por la búsqueda del beneficio personal, pero autoregulado por un cierto equilibrio natural provocado por las relaciones de conveniencia surgidas de las transacciones entre la oferta y la demanda. Los precios, a su vez, constituían un modo de información. Los precios no eran «justos» o «injustos», simplemente, eran el lenguaje con que funcionaba ese delicado sistema, múltiple y mutante, con arreglo a los imponderables deseos, necesidades e informaciones que mutua e incesantemente se transmitían los consumidores y productores. Ahí radicaba el secreto y la fuerza de la economía capitalista: en el mercado. Y mientras menos interfirieran en él los poderes públicos, mejor funcionaría, puesto que cada interferencia, cada manipulación de los precios, creaba una distorsión, por pequeña que fuera, que afectaba a todos los aspectos de la economía.

Otro de los principios básicos que aúnan a los liberales es el respeto por la propiedad privada. Actitud que no se deriva de una concepción dogmática contraria a la solidaridad —como suelen afirmar los adversarios del liberalismo—, sino de otra observación extraída de la realidad y de disquisiciones asentadas en la ética: al margen de la manifiesta superioridad para producir bienes y servicios que se da en el capitalismo cuando se le contrasta con el socialismo, donde no hay propiedad privada no existen las libertades individuales, pues todos estamos en manos de un Estado que nos dispensa y administra arbitrariamente los medios para que subsistamos (o perezcamos). El derecho a la propiedad privada, por otra parte, como no se cansó de escribir Murray N. Rothbard —siguiendo de cerca el pensamiento de Locke—, se apoyaba en un fundamento moral incontestable: si todo hombre, por el hecho de serlo, nacía libre, y si era libre y dueño de su persona para hacer con su vida lo que deseara, la riqueza que creara con su trabajo le pertenecía a él y a ningún otro.

¿En qué más creen los liberales? Obviamente, en el valor básico que le da nombre y sentido al grupo: la libertad individual. Libertad que se puede definir como un modo de relación con los demás en el que la persona puede tomar la mayor parte de las decisiones que afectan su vida dentro de las limitaciones que dicta la realidad. Le toca a ella decidir las creencias que asume o rechaza, el lugar en el que quiere vivir, el trabajo o la profesión que desea ejercer, el círculo de sus amistades y afectos, los bienes que adquiere o que enajena, el «estilo» que desea darle a su vida y —por supuesto— la participación directa o indirecta en el manejo de eso a lo que se llama «la cosa pública». Esa libertad individual está —claro— indisolublemente ligada a la responsabilidad individual. Un buen liberal sabe exigir sus derechos, pero no rehúye sus deberes, pues admite que se trata de las dos caras de la misma moneda. Los asume plenamente, pues entiende que sólo pueden ser libres las sociedades que saben ser responsables, convicción que debe ir mucho más allá de una hermosa petición de principios.

¿Qué otros elementos liberales, realmente fundamentales, habría que añadir a este breve inventario? Pocas cosas, pero acaso muy relevantes: un buen liberal tendrá perfectamente clara cuál debe ser su relación con el poder. Es él, como ciudadano, quien manda, y es el gobierno quien obedece. Es él quien vigila, y es el gobierno quien resulta vigilado. Los funcionarios, electos o designados —da exactamente igual—, se pagan con el erario público, lo que automáticamente los convierte —o los debiera convertir— en servidores públicos sujetos al implacable escrutinio de los medios de comunicación, y a la auditoría constante de las instituciones pertinentes. Por último: la experiencia demuestra que es mejor fragmentar la autoridad, para que quienes tomen decisiones que afecten a la comunidad estén más cerca de los que se vean afectados por esas acciones. Esa proximidad suele traducirse en mejores formas de gobierno. De ahí la predilección liberal por el parlamentarismo, el federalismo o la representación proporcional, y de ahí el peso decisivo que el liberal defiende para las ciudades o municipios. De lo que se trata es de que los poderes públicos no sean más que los necesarios, y que la rendición de cuentas sea mucho más sencilla y transparente.

¿Qué creen, en suma, los liberales? Vale la pena concretarlo ahora de manera sintética. Los liberales sostenemos ocho creencias fundamentales extraídas, insisto, de la experiencia, y todas ellas pueden recitarse casi con la cadencia de una oración laica: Creemos en la libertad y la responsabilidad individuales como valores supremos de la comunidad. Creemos en la importancia de la tolerancia y en la aceptación de las diferencias y la pluralidad como virtudes esenciales para preservar la convivencia pacífica. Creemos en la existencia de la propiedad privada, y en una legislación que la ampare, para que ambas —libertad y responsabilidad— puedan ser realmente ejercidas. Creemos en la convivencia dentro de un Estado de Derecho regido por una Constitución que salvaguarde los derechos inalienables de la persona y en la que las leyes sean neutrales y universales para fomentar la meritocracia y que nadie tenga privilegios. Creemos en que el mercado —un mercado abierto a la competencia y sin controles de precios— es la forma más eficaz de realizar las transacciones económicas y de asignar recursos. Al menos, mucho más eficaz y moralmente justa que la arbitraria designación de ganadores y perdedores que se da en las sociedades colectivistas diseñadas por “ingenieros sociales” y dirigidas por comisarios. Creemos en la supremacía de una sociedad civil formada por ciudadanos, no por súbditos, que voluntaria y libremente segrega cierto tipo de Estado para su disfrute y beneficio, y no al revés. Creemos en la democracia representativa como método para la toma de decisiones colectivas, con garantías de que los derechos de las minorías no puedan ser atropellados. Creemos en que el gobierno —mientras menos, mejor—, siempre compuesto por servidores públicos, totalmente obediente a las leyes, debe rendir cuentas con arreglo a la ley y estar sujeto a la inspección constante de los ciudadanos (…)”.

El liberalismo es, por ende, una filosofía de vida que enaltece la dignidad de la persona y enarbola valores esenciales como la libertad, la tolerancia, el respeto y la paz social. El liberal no intenta imponer sus ideas sino tan sólo convencer a los demás de que aquéllas son las acertadas. Actúa de esa manera porque es perfectamente consciente del carácter relativo de esas ideas, de que están, por ende, siempre sujetas a refutación, tal como lo enseñó Karl Popper. El liberal enarbola las banderas del imperio de la ley, del estado de derecho, de la primacía de la constitución sobre la voluntad del gobernante de turno. El liberal está a favor del gobierno de la ley y no, como el demagogo, a favor del gobierno de los hombres.

He aquí, me parece, la distinción fundamental entre el liberalismo y la demagogia. Para el liberal el gobernante de turno es, como bien lo señala Montaner, un empleado del pueblo. ¿Por qué? Por una simple y contundente razón: porque es el pueblo, a través de los impuestos, el que le paga el sueldo. El liberalismo aborrece de los liderazgos carismáticos, mesiánicos, de aquellos gobernantes que se creen tocados por la varita mágica para ejercer el poder a su antojo, para tratar a los gobernados como si fueran niños, para mentirles en la cara, engañarlos vilmente. Es por ello que aquel político que dice ser liberal pero actúa como el mejor de los demagogos, no es más que un farsante.

Ahora, a manera de colofón, paso a transcribir parte de un ensayo de Valentina Paizé (profesora e investigadora en el área de la filosofía política-Departamento de Cultura, Política y Sociedad de la Universidad de Turín-Italia) titulado “La demagogia, ayer y hoy” (Revista de Investigación Social-Universidad Autónoma de México-2016).

“Hoy, la demagogia se ha vuelto una palabra genérica, un término del lenguaje polémico, usado para calificar negativamente los argumentos de los adversarios políticos, más que un vocablo del léxico científico. Otras categorías han sido puestas al día para dar un nombre a regímenes tendencialmente autoritarios, que se autolegitiman invocando a la autoridad del pueblo: populismo, plebiscitarismo, bonapartismo, cesarismo. No es mi intención intentar la profundización de las características de estos “ismos”, cada uno de los cuales tiene sus peculiaridades, vinculadas a eventos específicos y circunstancias históricas. Me limito a observar que la demagogia, entendida —en la acepción común de nuestros días— como particular “estilo” político y comunicativo, es uno de los ingredientes que contribuyen a definir cada uno de estos fenómenos. Quizá se podría agregar que se trata de un ingrediente presente, en alguna medida, en cualquier democracia. De esto estaba convencido Weber, para quien “democratización y demagogia van de la mano” en la época de la política de masas, cuando los líderes de partido se encuentran compitiendo entre ellos para conquistar el favor de las clases más humildes y menos educadas.

De cualquier manera, no hay necesidad de compartir la concepción weberiana de la democracia carismática y plebiscitaria para saber que la demagogia acompaña, como una sombra perenne, a la democracia. Esta contigüidad inquietante se explica fácilmente, si se piensa que el recurso fundamental a disposición de quien hace política, en democracia, es el mismo que sirve al demagogo para conseguir sus objetivos: la palabra. En la antigüedad, el demagogo por antonomasia era el orador que subía a la tribuna frente a la asamblea o frente a un jurado popular encargado de decidir la culpabilidad o la inocencia de un imputado. Hoy es aquel que se dirige a un público en la plaza, real o virtual, mucho más grande que la del ateniense, ocupando instrumentos como el micrófono, la radio, la televisión, los blogs. Estos son medios de comunicación unidireccionales, a través de los cuales una persona habla dirigiéndose a muchos, con palabras que tienen la finalidad de convencer e involucrar incluso emotivamente a los oyentes.

Se puede estar tentado a distinguir los discursos del demagogo de los del “buen político” con base en la alternativa entre verdad y mentira. El discurso demagógico se caracterizaría por ser fundamentalmente engañoso, vacíamente retórico, “indiferente a la verdad”. En la literatura griega antigua la palabra del parresiastes, el orador intrépido que dice “las cosas como son” en la cara del poderoso en turno, sea el pueblo o un monarca, es contrapuesta a la retórica del demagogo y del adulador en general, que deforma la realidad secundando la necesidad profunda de su auditorio de ser engañado, ilusionado, tranquilizado contra cualquier evidencia. La alternativa entre verdad y mentira, o entre sinceridad y engaño, si es entendida en términos muy claros, corre el riesgo de ser engañosa. No porque no sea posible distinguir entre discursos fundados sobre datos atendibles o falsos, razonamientos coherentes o pseudorazonamientos, afirmaciones creíbles o no, sino porque el discurso ético-político no tiene finalidades cognoscitivas, sino persuasivas. No está compuesto exclusivamente —ni predominantemente— por enunciados constatativos, sino por enunciados performativos, que no son, por sí mismos, ni verdaderos y falsos. Como no son ni verdaderos ni falsos los intereses, los ideales, ni las concepciones del mundo que inspiran las plataformas políticas sobre las que los electores son llamados para que tomen una posición.

Se podría entonces sostener que el demagogo se dirige a la “panza” de las personas, levantando las pulsiones y los deseos elementales, mientras el buen político produce argumentaciones, basándose en la razón de sus interlocutores. Que el demagogo se dirige a la masa, vulnerable “a los impulsos puramente emocionales e irracionales del momento”, mientras el buen democrático trata a los ciudadanos como sujetos intelectual y moralmente autónomos. En esta representación hay, en efecto, algo de verdad, pero también la contraposición drástica entre pasión y razón, o entre retórica y lógica, es muy tosca para delimitar el campo de la demagogia. Las ciencias cognitivas han destacado que la esfera emocional ofrece una contribución indispensable para el funcionamiento de la misma razón. Pretender depurar el discurso político de cualquier recurso al lenguaje de los símbolos, de la identidad, de la esperanza “irrazonable”, significaría negar a la política su especificidad.

Para intentar capturar la peculiaridad de la demagogia como técnica comunicativa, la mejor vía consistirá, quizá, en regresar a la reflexión sobre la paradoja destacada originalmente por Aristóteles: “el demagogo dice al pueblo aquello que el pueblo quiere oír; el pueblo quiere oír aquello que dice el demagogo”. De este círculo vicioso se sale asumiendo que la particular técnica demagógica de dirección de las masas consiste en la construcción de un discurso con materiales extraídos del sentido común. La singular eficacia de la prosa demagógica deriva del hecho que jamás se propone poner en discusión las opiniones difusas, pero sí se basa sobre la repetición segura de lo conocido. Bossi que arremete contra la “Roma ladrona”, Berlusconi que dispara contra los políticos de profesión, Grillo para quien los partidos “son todos iguales”, no hacen otra cosa que confirmar lo que un cierto segmento de la población ya sabe —o cree saber. Entonces, la fuerza del discurso demagógico es la fuerza de los estereotipos y de los lugares comunes que se imponen como obviedad evidente a todos, volviendo a entrar en esquemas mentales familiares.

En los términos de la frame theory, la retórica que “funciona” es la que se pone en consonancia con los esquemas cognitivos y culturales profundos, aprendidos desde la infancia. Que alrededor de una cierta narración se construya una identidad colectiva no efímera; que se cumpla aquel proceso de “homogeneización de lo heterogéneo” en el que Laclau capturó la esencia del populismo, depende naturalmente también de otros factores. El primero, un contexto de crisis social y económica, donde masas amorfas y desorganizadas no encuentran instituciones y “cuerpos intermedios” que se interpongan entre ellos y el discurso del líder. Es en la relación directa e inmediata entre el demagogo y un polvillo de individuos aislados y asustados, en efecto, que puede cumplirse el milagro de la compactación de los “muchos” en “uno”, de la creación desde arriba de un “pueblo”, que exalta y arremete al unísono en respuesta a las exigencias del líder”.

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