Por Hernán Andrés Kruse.-

En su edición del 31 de julio Infobae publicó un artículo de Daniel Cecchini (“El asesinato del diputado Ortega Peña, el documento de Perón que dio lugar a la Triple A y los condenados a muerte”) en el que evoca al diputado de la izquierda peronista Rodolfo Ortega Peña, asesinado por la Triple A el 31 de julio de 1974 en pleno centro de la Ciudad de Buenos Aires. En su escrito, además, el autor nos recuerda el clima de extrema violencia política que se vivía en el país en aquel momento fruto de la guerra sin cuartel entre la izquierda y la derecha del peronismo.

Cecchini comienza por brindar detalles del operativo llevado a cabo por la Triple A para acabar con la vida de Ortega Peña. A las 22.25 del miércoles 31 de julio de 1974 el diputado y su esposa, Elena Villagra, arribaron en un taxi a Arenales y Carlos Pellegrini. Una vez en la calle Ortega Peña se asomó a la ventanilla del rodado para efectuar el pago correspondiente. Fue en ese momento cuando escuchó el primer disparo. Segundos más tarde recibió 24 disparos que masacraron su cuerpo. Cuando el taxi se detuvo un Ford Fairlane arribó a gran velocidad y frenó de golpe. Inmediatamente tres individuos fuertemente armados descendieron para cumplir con la “tarea” encomendada. Una vez consumada la ejecución los asesinos se subieron al Ford Fairlane y escaparon a toda velocidad. La Alianza Anticomunista Argentina (AAA) se adjudicó el atentado.

Ortega Peña era miembro de una acaudalada familia profundamente antiperonista. Se recibió de abogado muy joven (tenía apenas 20 años). Al mismo tiempo estudiaba filosofía y economía. El 11 de marzo de 1973 fue electo diputado nacional por la provincia de Buenos Aires y en la jura pronunció una frase que pasará a la historia: “la sangre derramada no será negociada”. En el momento de su asesinato el gobierno lo consideraba un enemigo confeso y la AAA lo tenía en la mira.

Si alguien aún duda de la responsabilidad de Perón en el accionar criminal de la Triple A, ahí está el documento que con carácter de “reservado” y firmado por el propio Perón, señalaba a los dirigentes del peronismo el camino a seguir para depurarlo de la infiltración marxista. El 2 de octubre de 1973 La Opinión reprodujo en su portada su texto completo y horas más tarde el diario Crónica hizo lo mismo. Según La Opinión el día anterior Perón se reunió en Olivos con el presidente provisional Raúl Lastiri, el ministro del Interior Benito Llambí, el ministro de Bienestar Social José López Rega, el senador Humberto Martiarena y los gobernadores peronistas.

En el documento se leía que el atentado contra Rucci perpetrado el 25 de septiembre no hacía más que poner en evidencia una escalada sin frenos de las agresiones perpetradas contra el movimiento peronista por grupos marxistas y terroristas. Quedaba configurado un “estado de guerra” que obligaba al gobierno a tomar el toro por las astas, a tomar la decisión de atacar al enemigo sin miramientos. En este conflicto todo medio de lucha que se consideraba eficiente sería utilizado para neutralizar al enemigo. Pese a su carácter reservado, el documento fue entregado por uno de los gobernadores a un periodista de La Opinión para que fuera conocido por la opinión pública porque, según su criterio, daba luz verde “a los comandos de la muerte”, es decir a la Triple A. A partir de entonces el “Brujo” dedicó todas sus energías a poner en marcha una fuerza paraestatal que sembró de cadáveres el suelo argentino hasta el golpe de estado del 24 de marzo de 1976.

Así se vivía en la Argentina durante el tercer gobierno peronista. El 31 de julio de 1974 la Triple A masacró a Ortega Peña. Fue un acto vil, infame, cobarde. Pero la izquierda peronista no se quedaba atrás. Ahí está como dramático testimonio el brutal asesinato de José Ignacio Rucci perpetrado por un comando montonero el 23 de septiembre de 1973. Ambos hechos coinciden en su brutalidad, en su absoluta falta de respeto por la vida humana. Así se vivía en la Argentina durante el tercer gobierno peronista. Cuesta creer que algunos aún tilden a ese gobierno de democrático. Es cierto que el peronismo llegó al poder por el voto popular. Pero también es cierto que la constitución de 1853 era letra muerta, que la violencia desembozada imponía sus códigos, que el estado de derecho había sido vilmente conculcado por la izquierda y la derecha del peronismo. Si en aquel tétrico 1974 Manuel Belgrano hubiera resucitado, al observar lo que acontecía en el país hubiera reiterado su exclamación momentos antes de morir el 20 de junio de 1820: “¡Ay Patria mía!”

A continuación paso a transcribir partes de un escrito de 1998 de Eduardo Luis Duhalde (Rodolfo Ortega Peña (1936-1974), modelo para armar) rememorando a su amigo asesinado (El Ortiba-Fuente: Revista La Maga, 11/7/2003).

“Las nuevas generaciones no conocen a Rodolfo Ortega Peña. Es lógico que así sea, aunque ello evidencia la profunda ruptura social con el propio proceso histórico. Este desconocimiento sobre Ortega Peña se inscribe en un desconocimiento más amplio y general. El ejercicio del olvido al que han sido condenados los argentinos desde el 24 de marzo de 1976 hasta el presente y los artilugios desarrollados para obliterar el pasado con el ejercicio interesado de la desmemoria forman parte del esfuerzo por ocultar dos décadas intensas y profundas durante las que los jóvenes de entonces (entre los que me incluyo) se plantearon con profundo sentido solidario y colectivo ligar sus vidas con la búsqueda de un mundo mejor, más justo e igualitario, aun a costa de los mayores sacrificios.

A su vez, el olvido no es sólo derogación de la memoria. Tiende a colocar en su lugar una mítica narración del pasado: el silencio ha dado lugar a formas de normalización falsificadas, a través de una unívoca interpretación oficial. Se sustituye la cultura social -que actúa como conciencia crítica – deslizándose el sentido conceptual del pasado a través de la opacidad del presente, resignificando la temporalidad rica y múltiple del saber crítico hasta llegar a la clausura de su significación: ninguna cuestión que pudiese plantearse carece de respuesta dentro del propio sistema articulado por la teoría de los dos demonios como eje de una suerte de fundamentalismo democrático.

Rodolfo Ortega Peña pertenece a esa generación que hace cuatro décadas -recogiendo los legados históricos- soñó la revolución cultural, política, económica y social como un hecho posible y actuó consecuentemente, convencida de la irrelevancia ingrávida de toda otra tarea que no fuera promover aquel cambio -de acortar los tiempos a una victoria que pensábamos inevitable por el decurso de la historia -, abandonando en muchos casos la tranquila existencia personal (sentida por unos como opacidad triste, y por otros, pese a su éxito biográfico, como una situación de complicidad con un sistema injusto): dispuestos a ofrendar su propia vida si ello resultare una contingencia inevitable. Estos proyectos revolucionarios de los años 60 y 70, no siempre se expresaron mediante el ejercicio de la violencia, aunque todos por igual sufrieron la violencia represiva del terrorismo de Estado. En la mayoría de los casos, aquellos portadores de la ilusión se habían acercado a la política huyendo de la inmovilidad del pensamiento, para pasar a la acción -en todas sus variantes- abjurando tanto del revolucionarismo de café de una izquierda tradicional con la que pretendían romper y superar, como del burocratismo peronista entrampado en los pliegos del poder proscriptivo.

Esta instancia política, fuertemente vital, no fue una mera contingencia de un deslizarse crispante del tiempo social en que estaban inmersos sus actores sino el intento de una relectura de la historia argentina, en acto de continuidad y cuestión al mismo tiempo, en una instancia fundante de un devenir diferente. Al mismo tiempo, traducía en el campo nacional el peso de las experiencias universales y contenía en su multiplicidad discursiva el plexo de aquella herencia inmediata y mediata. Tenía un claro sentido reparador y regeneracionista.

Ningún sector social ni estamento profesional o laboral quedó al margen de esta interpelación convocante de los años 60 y 70. Aquellas generaciones existieron sobradamente y fueron muchísimo más que aisladas ínsulas. La opción revolucionaria recorrió medularmente la sociedad hasta convencerse a sí misma de la factibilidad de la victoria. Más: estas generaciones fracasaron en su intento, y la mayor parte de quienes encamaron aquellos propósitos transformadores fueron aniquilados por el terrorismo de Estado, en sus formas para estatales antes del 24 de marzo de 1976, y luego por la acción directa de las Fuerzas Armadas.

La revolución quedó como una utopía incumplida, como un sueño desvanecido, transformado en un estallido de dolor y sangre. Llegaron los tiempos de derrota y muerte, que no sólo sesgaron la vida de aquellos que estaban animados por el fuego sagrado de sus convicciones sino que hicieron añicos esos proyectos concretos, personales y organizativos. Y aquellos programas, con “el tesoro” ideológico revolucionario y emocional que le dio su encarnadura, quedaron allí perdidos, bajo un pesado manto de silencio, carente de toda resonancia y haciendo incomprensible para las generaciones futuras la densa textualidad de sus proyectos, la capacidad cuestionadora y movilizadora de su palabra y el profundo sentido político de su accionar. Tan incomprensible la acción como su respuesta represiva. Escamoteo interesado, evitante de las preguntas: ¿Qué estaba en juego esos años? ¿Qué y por qué se peleaba? Es decir, cuál fue el entramado de sueños, ideas, análisis teóricos, compromisos vitales y prácticas germinadoras de un hombre nuevo como constructor de un mundo diferente que fue el signo distintivo de aquellos “olvidados y proscriptos” desde el silencio y la descalificación.

Rodolfo Ortega Peña es una figura paradigmática de aquellos jóvenes intelectuales de la generación del 60, que vivió el influjo sartreano de la vida como compromiso existencial, desde sus primeros pasos como estudiante hasta el cargo de diputado nacional que ejercía a la hora de su muerte (con su unipersonal Bloque de Base, conformado tras separarse del frente justicialista por el que había sido elegido). El 31 de julio de 1974, cuando los sicarios de la Triple-A comenzaron su cadena de muertes quitándole la vida a los 38 años de edad, sin duda, en su criminalidad, coincidían en el reconocimiento del carácter paradigmático y la proyección de aquel que comenzaba a trascender los propios planos de la militancia para adquirir una dimensión nacional (…).

Ortega a los 26 años reflexionaba antropológicamente sobre el sentido de la muerte, que es lo mismo que decir que analizaba el sentido de la vida. Y lo hacía desde su propia proyección vital totalmente comprometida, que llevaría -doce años después de esas meditaciones- a que convergieran las balas sobre su cabeza y a que hoy, transcurridos otros doce años, yo rescate este texto y lo repiense no sobre Lavalle sino sobre Rodolfo mismo. Ya que, quienes lo conocimos, sabemos bien con qué urgencia vivió, prodigando su inteligencia tan fuera del nivel común y su cultura de límites incomprobables, con tal vertiginosidad como si llevara “dentro, muy dentro su muerte” y ésta fuera “creciendo día a día con su vida”. Pareciera -la historia está llena de ejemplos variados- que hay seres que viven presentidamente su muerte joven y que para ellos, los tiempos de ser y hacer, son como una carrera contra el reloj sin resuello ni descanso. Y Ortega Peña no escapaba a esta característica.

Recibido de abogado a los 20 años, haciendo al mismo tiempo la carrera de Filosofía, estudiando luego Ciencias Económicas; polemizando con Julián Marías sobre la ontología de Unamuno; con Carlos Cossio sobre la teoría ontológica del derecho; con Tulio Halperín Donghi sobre la significación del Facundo: con Marechal y Sabato sobre la estructura de la novela; con Córdova Iturburu sobre las pinturas rupestres de Cerro Colorado; pocos casos debe haber en nuestro país de un intelectual con tanta capacidad y actividad interdisciplinaria. Al mismo tiempo, con tan poco interés en dedicar su vida prioritariamente a cualquiera de esas disciplinas, pese a haber sido hasta el fin, un ávido y obsesivo lector de todas ellas, en castellano, inglés, francés, alemán, italiano, portugués, latín y griego.

Urgencia por saber, para hacer: es decir el conocimiento como arma transformadora. Es que para Rodolfo no había actividad científica abstracta, había sólo una práctica teórica, absolutamente enraizada con las tareas de la liberación nacional y social. De él sí que, siguiendo Gramsci, puede decirse era un intelectual orgánico ligado al destino de la clase obrera y del pueblo. Porque toda su actividad estaba puesta al servicio del desarrollo político, del avance en la lucha de las clases postergadas: a las que se había integrado por una firme convicción, saltando por encima de su origen social, tratando de darles lo mejor de sí mismo.

Pero esta urgencia vital no devenía en un sentimiento trágico de la misma. Todo lo contrario, sólo desde el optimismo esperanzador se puede actuar de ese modo. Por otra parte, Ortega Peña era la contraimagen de la solemnidad, un chico grande con una calidez y una ternura que muchas veces con infantil vergüenza por mostrarse desnudo en sus sentimientos, pretendía sepultar con su aplastante racionalidad, esa que se convertía en un arma implacable sólo con los enemigos de los intereses colectivos. De esta manera su vida cotidiana no aparecía escindida entre la alegría de los hechos menores y una solemne y grave actitud ante las grandes perspectivas de su existencia, las que integraba en un continuo sin contradictorias percepciones (…).

Es que Rodolfo Ortega Peña fue esencialmente un hombre ético, de una profunda eticidad, que lo llevó a soñar con un Hombre Nuevo capaz de construir revolucionariamente un mundo mejor. Revolucionar, como enseña el Diccionario del uso del español de María Moliner, es imprimir un giro diferente a un tiempo determinado o preconizar un cambio radical de las cosas. Y Ortega Peña desde su ética absoluta, jamás se resignó a aceptar el mundo en que le tocó vivir como algo con lo que debía conformarse. Siempre creyó que la humanidad, y en el caso, los argentinos, nos merecíamos un mundo mejor, mucho más justo e igualitario y luchó apasionadamente para que despuntara el alba”.

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