Por Hernán Andrés Kruse.-

Hace unas horas el jefe de Gabinete Santiago Cafiero sentenció: “Argentina no es ese país de mierda que a veces tratan de retratar”. La pregunta que cabe formular es, pues, la que sirve de título a esta breve reflexión: ¿es Argentina un país de mierda?

De entrada cabe afirmar que no lo es. Es, me atrevo a sugerir, un país atormentado, alienado. Nosotros, los argentinos, no tenemos paz espiritual. Me parece que semejante problema nos acompaña desde que se instaló la Primera Junta el 25 de mayo de 1810. Quien mejor diagnosticó el problema central de la Argentina fue el gran historiador José Luis Romero. Lo he afirmado en reiteradas oportunidades: su libro “Las ideas políticas en Argentina” es fundamental para entender las razones profundas de todos nuestros males.

En ese estudio Romero hace una distinción fundamental. Considera que en el vasto territorio nacional se han visto obligadas a “convivir” desde aquellas gloriosas jornadas revolucionarias dos Argentinas irreconciliables, antagónicas: la Argentina liberal y la Argentina aluvial. La Argentina liberal enarboló desde siempre el estandarte de los principios liberales surgidos de la gloriosa revolución inglesa de 1688 y de la revolución Francesa de 1789, consagrados en 1852 en la constitución nacional. Es la Argentina que proclama el principio fundamental de la supremacía de la constitución, de la obligación del detentador del poder de sujetar su comportamiento a los valores fundamentales de la democracia liberal. En la vereda de enfrente se encuentra la Argentina aluvial, la Argentina que proclama el principio del caudillismo, de la voluntad omnímoda del caudillo. La Generación de 1837-los Alberdi, los Sarmiento, los Echeverría, etc.-eran militantes de la Argentina liberal. Los Juan Manuel de Rosas, los Facundo, los Peñaloza eran, por el contrario, militantes de la Argentina aluvial.

Ambas Argentinas se odian desde el primer día. No se soportan. Coinciden en algo dramático: la supervivencia de una Argentina implica necesariamente el aniquilamiento de la otra. Desde siempre ambas Argentinas han tratado de exterminarse. Basta con leer los libros de historia para percatarse de ello. En la primera mitad del siglo pasado el gran filósofo político alemán Carl Schmitt escribió un ensayo titulado “El concepto de lo político”, en el que afirma que la esencia de la política es lisa y llanamente la relación amigo-enemigo. En consecuencia, la política se reduce a una lucha a muerte entre dos enemigos irreconciliables. Saavedristas y morenistas, rosistas y antirrosistas, federales y unitarios, conservadores y radicales, peronistas y antiperonistas, civiles y militares, menemistas y antimenemistas, kirchneristas y antikirchneristas, macristas y antimacristas: he aquí los grandes antagonismos que enlutaron al país durante más de dos siglos.

Los argentinos nunca fuimos capaces de encontrar una síntesis superadora de esos antagonismos. Creo que a esta altura de los acontecimientos nunca quisimos hacerlo. Los peronistas y los antiperonistas, por ejemplo, nunca se interesaron en zanjar de una vez por todas sus profundas diferencias. Prefirieron la lucha y no el diálogo. También cabe reconocer que la clase política siempre se aprovechó de la grieta. Cristina, por ejemplo, se aprovechó de ella para ser presidenta durante ocho años. Lo mismo hizo Mauricio Macri. Alberto Fernández, en su discurso inaugural del 10 de diciembre de 2019, prometió que su principal preocupación sería terminar de una vez por todas con la grieta. Hoy se muestra tan intransigente como su mentor, Néstor Kirchner.

En Argentina impera desde su génesis el estado de guerra interno. Es por ello que no sabemos lo que es la convivencia democrática. Basta con leer los comentarios de quienes utilizan Twitter y Facebook para comprobarlo. De haber existido estas redes sociales en la época del apogeo de Perón los comentarios hubieran sido atroces. Ello pone en evidencia algo verdaderamente espantoso: hemos naturalizado la grieta, la consideración de quien piensa de otra manera como un enemigo. Para los argentinos es “normal” desear el exterminio del otro. El diálogo, la tolerancia, el respeto mutuo jamás formaron parte de nuestra cultura política. Nunca nos interesó la democracia como filosofía de vida. Somos visceralmente autoritarios, intolerantes y extremadamente violentos. Así nos va. Y así nos seguirá yendo durante un largo tiempo.

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