Por Luis Alejandro Rizzi.-

“Protestar” es un verbo con diversas acepciones que en su orden expresa declarar o proclamar un propósito, confesar una creencia bajo la cual se desea vivir o bien expresar con vehemencia una queja o disconformidad.

La “protesta” tiene que ver con el derecho “a peticionar a las Autoridades” (art. 14 de la constitución), por lo tanto, no se la puede considerar con levedad.

Es cierto que en general toda “protesta” molesta porque encierra un reclamo, una modificación de la circunstancia que nos toca vivir.

Es muy difícil calificarla bajo los valores que diferencian lo bueno de lo malo o lo justo de lo injusto; en todo caso, parecería que la calificamos según sus niveles de molestia, lo que implica una actitud muy superficial, diría bajo una visión más bien policial.

En este presente que nos toca vivir, vemos que la “protesta” se va extendiendo a lo largo del mundo, sea en los sistemas políticos “republicanos democráticos” o autoritarios; obvio: las respuestas de los diferentes regímenes varían en intensidad que llega incluso a la aplicación, caso Irán, de la pena de muerte a las manifestantes, largas penas de reclusión en Rusia o países como Nicaragua, Venezuela, Cuba, en los que se recurre lisa y llanamente a la proscripción expresa, además de la privación de la libertad a los opositores.

Es obvio que la “protesta” tiene que ver con la insuficiencia de los sistemas políticos, autoritativos o democráticos.

En los regímenes democráticos, elijo al azar, Francia, Chile, Ecuador y Argentina, las “protestas” tuvieron diversas consecuencias; extrema violencia en el Chile de Piñera o la Francia de Macron; sin embargo, el régimen institucional no fue afectado; se mantuvo en Chile y se mantiene en Francia. En Ecuador, el presidente disolvió el congreso y renunció y veremos qué nos pasa a nosotros.

En Argentina tenemos esencialmente dos tipos de protesta: la que llamaría “social”, más testimonial y pacífica, que en general es protagonizada por la gente de menores recursos, que vive en la informalidad económica.

Me refiero a las manifestaciones que se realizan en calles y avenidas de las ciudades que, si bien hay un grado de movilización y organización “política”, no dejan de expresar una realidad muy grave de movilidad social descendente y decadencia.

También hemos tenido las protestas “…del campo…” con similares metodologías; sin embargo, había una diferencia: los primeros se consideran excluidos del sistema institucional y los segundos tenían más de desobediencia civil que de reclamo.

Se pretendía desobedecer la famosa “125” sobre retenciones a las exportaciones que finalmente el Congreso no pudo legalizar.

Fue una “desobediencia exitosa”.

Por el contrario, las “protestas sociales” no son exitosas, porque sólo pretenden amortiguar los efectos de la indigencia y la pobreza que se mantiene y crece.

En ambos casos, “las protestas” obraron y obran como una suerte de “amortiguador” político social que mantiene la vitalidad, poca o mucha, del sistema político.

Con esto no niego el tramado político económico que hay detrás de la pobreza, pero no podemos negar que su nivel, medido no sólo sobre ingresos, debe rondar el 70% de la población. Más allá de lo anecdótico, la “pobreza es un hecho real y lamentable”.

Tenemos también la llamada “protesta militante”, cuyo objetivo es el de impedir el funcionamiento institucional o bien condicionarlo recurriendo a procedimientos sediciosos (art. 22 de la constitución), como fueron los ataques al congreso cuando se debatía una reforma previsional en 2017 o los actuales actos de sedición en la provincia de Jujuy, tolerados por las autoridades federales.

Incluso hay “dirigentes” que ya preavisan que en caso de perder las elecciones recurrirían a la violencia callejera.

Es obvio que no comparto las ideas de Patricia Bullrich sobre el modo de “combatir la protesta”, ya que no se trata de un problema de orden policial sino más bien de desorden social.

Estoy convencido de que en cierto modo la “protesta social” contribuye al mantenimiento del orden social general y previene la ocurrencia de lo que sería “conflicto social”, que sería algo muy grave y que está latente.

En ese punto de equilibrio riesgoso está nuestra institucionalidad que, gracias a Dios, logramos mantener.

Esta cuestión requiere un tratamiento político cultural, de ningún modo policial.

En política, la relación «mando-obediencia» se disolvió; hoy la gente pretende participar en la elaboración de las decisiones pero el sistema continúa siendo impenetrable; hoy la gente obedece si participa.

Es la cuestión irresuelta de la política moderna. Con las elecciones periódicas no es suficiente.

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