Por Hernán Andrés Kruse.-

Las PASO santafesinas sacudieron el tablero político nacional. Los resultados que arrojaron las urnas causaron sorpresa y perplejidad. Nadie imaginó que Maximilano Pullaro le ganara con tanta claridad a Carolina Losada. Todas las encuestas eran coincidentes en destacar la existencia de un empate técnico entre ambos contendientes. Sin embargo, el dirigente radical, alineado con Martín Lousteau y Horacio Rodríguez Larreta, le sacó a Losada once puntos de diferencia. La coincidencia en el diagnóstico luego de confirmarse el resultado fue unánime: el claro vencedor había sido la moderación, el estilo de campaña de Larreta, basado en la no agresión y la discusión racional de propuestas de gobierno. La clara derrotada fue, por ende, la confrontación, el estilo de campaña de Bullrich basado en el conflicto.

Como expresa Mónica Gutiérrez (Infobae, “Se impuso la moderación”, 17/7/023) “se impone también un análisis acerca del mensaje que los santafesinos llevaron a las urnas. Puede decirse que fue una apuesta a la moderación. Pullaro se mantuvo en sus posiciones, no reaccionó a las denuncias de Losada. Nada logró sacarlo de su lugar, correrlo de su eje. Eso le dio una ventaja. La gente también parece haber optado por un dirigente de fuerte arraigo en el lugar, con historia política, con trayectoria local, y no dio credibilidad a la embestida de Losada. Es difícil extrapolar el resultado de Santa Fe al nivel nacional. No se trata tanto del eventual arrastre de votos hacia uno u otro candidato, sino de maneras, de modos de entender el ejercicio de la acción política. El estilo de confrontación de Patricia Bullrich versus el estilo más moderado de Larreta. Evidentemente, en la provincia de Santa Fe, se impuso la opción por un estilo más contenido, más moderado, que lejos de hacer eje en la confrontación y el disenso, optó por concentrarse en el trabajo territorial y la presentación de propuestas”.

Conflicto y consenso. Se trata de los componentes fundamentales de la política. En todo régimen político hay dosis variables de conflicto y consenso. Hay momentos en los que prevalece el conflicto y otros en los que predomina el consenso. En nuestro país siempre prevalecieron los momentos de conflicto, algunos de una gravedad extrema. Ello se debe a la existencia de dos modelos de país antitéticos: por un lado, la democracia orgánica o liberal; por el otro, la democracia de masas o caudillista. Por un lado, Domingo Faustino Sarmiento; por el otro, Juan Domingo Perón.

La histórica tendencia de la política argentina a la confrontación fue utilizada por Bullrich y Losada para dirimir la interna santafesina en su favor. Creyeron que profundizando la grieta lograrían alzarse con el triunfo. En la vereda de enfrente, Pullaro, Lousteau y Larreta hicieron flamear las banderas del diálogo, la discusión racional de propuestas y el consenso. Para Bullrich y Losada la política es esencialmente lucha. Para Pullaro, Lousteau y Larreta la política es esencialmente diálogo.

La política es, como expresé precedentemente, una mezcla de conflicto y consenso. No existe un régimen político basado sólo en el conflicto. Tampoco existe un régimen político basado sólo en el diálogo. La realidad es bastante más compleja. En todo régimen político existen demandas antagónicas que necesariamente generan conflicto. Es en ese momento cuando el gobierno debe demostrar su capacidad para acercar posiciones. Si las partes se mantienen en la intransigencia el gobierno deberá demostrar firmeza para evitar que el conflicto se desmadre. Así acontece en las democracias desarrolladas donde el conflicto y el consenso conviven de manera civilizada.

Buceando en Google encontré un interesante ensayo de Graciela Vidiella (doctora en filosofía por la UBA) titulado “Democracia: ¿razones o pasiones?”. Ayuda a comprender la cuestión. La autora comienza expresando lo siguiente: “En la tradición del pensamiento democrático conviven en tensión dos modos de entender la política; uno de ellos pone el acento en la irreconciliable pluralidad de intereses, en la hipótesis del conflicto y en el escaso apego y capacidad que suele manifestar el ciudadano medio para involucrarse en la cosa pública; el otro, en la idea de bien común, en la participación ciudadana y en la búsqueda de consensos. Para el primero de estos modos, la legitimidad del sistema democrático reside en la institucionalización de mecanismos que aseguren la expresión y representación de los intereses en pugna. En el segundo, la idea de legitimidad se centra en la deliberación de los ciudadanos y, para decirlo en términos de Kant, en el uso público de la razón”. El primero de estos modos es enarbolado por Bullrich y Losada, mientras que el segundo es enarbolado por Pullaro, Lousteau y Larreta.

Agrega la autora: “El primer modo concentró el interés teórico desde mediados del siglo XX a partir de la recepción que tuvo el influyente libro Capitalismo, Socialismo y Democracia, que el economista austríaco Joseph Schumpeter publicó en 1942 y en el que formula lo que Macpherson denominó el modelo de la democracia de mercado –también conocida como democracia agregativa–. Dicho modelo está organizado en torno a las nociones de “pluralismo”, “equilibrio de intereses”, “autointerés” y “satisfacción de preferencias”, bases del sistema democrático entendido exclusivamente como un mecanismo de legitimación de la lucha que entablan los líderes políticos en su competencia por el voto de la ciudadanía. A partir de la década del setenta del siglo anterior, la democracia liberal –tanto en su sistematización teórica como en su práctica institucional– no ha dejado de ser objeto de múltiples críticas: se la acusa de reducir la democracia a un procedimentalismo insubstancial que quita legitimidad a las decisiones políticas, de relegar la participación de la ciudadanía al momento del voto y de este modo provocar su alejamiento del espacio público.

Así se produce un círculo vicioso, porque esta retirada favorece el desinterés, los representantes gubernamentales se aíslan de los ciudadanos a los que representan, y ello incrementa el toma y daca en los acuerdos políticos, el tráfico de influencias y los procesos de corrupción. Entre las alternativas que confrontaron con el modelo agregativo se destacaron en su momento la democracia participativa, formulada por Carol Pateman y la “strong democracy” de Benjamin Barber, pero fue a partir de los años noventa cuando comenzó a perfilarse –bajo el estímulo de la obra de Habermas y, en su vertiente explícitamente liberal, de la de Rawls–, una concepción deliberativa de la democracia intencionadamente normativa, centrada en la idea de razón pública, que, en los años sucesivos, fue consolidándose como la alternativa más potente ante las deficiencias de la democracia liberal. Recogiendo antecedentes tan remotos como la democracia ateniense o, más cercanos en el tiempo, ciertos aspectos del republicanismo de Harrington y Rousseau, así como la defensa de la deliberación pública en la búsqueda de la verdad realizada por John Stuart Mill, los partidarios de la democracia deliberativa consideran que la pluralidad y el conflicto de intereses no tienen la última palabra en materia de decisión política; también es posible entenderla como una deliberación pública en la que los ciudadanos o sus representantes tienen disposición a dialogar para buscar consensos en pos del bien común”.

Losada y Bullrich son claros exponentes de la democracia agregativa. Es este tipo de democracia la que impera en la Argentina desde que Raúl Alfonsín asumió el 10 de diciembre de 1983. Los autores que la critican consideran que este tipo de democracia aleja la política de los ciudadanos, fomenta el desinterés por la cosa pública y la corrupción. Pullaro, Lousteau y Larreta son claros exponentes de la democracia deliberativa, sistematizada por John Rawls el siglo pasado. Esta democracia se apoya en la idea de razón pública, en la consideración de la política como una deliberación abierta a todos los ciudadanos que intentan buscar consensos en aras del bien común. Como estamos en Argentina es legítimo que nos preguntemos lo siguiente: ¿Pullaro, Lousteau y Larreta creen realmente en la democracia deliberativa o sólo fue una puesta en escena para congraciarse con los electores?

Retomemos el ensayo de la doctora Vidiella.

“Para las concepciones deliberativas, la cuestión nodular de la teoría de la democracia concierne a la legitimidad política. Si la “voluntad del pueblo” conserva aún su significado simbólico, éste no se encuentra reflejado en la idea de legitimidad limitada a un consenso obtenido por la regla de la mayoría que se aplica a la maximización de intereses en disputa. Como alternativa, la teoría deliberativa sostiene que las decisiones que atañen al ejercicio del poder son legítimas si pueden ser entendidas como el resultado de un proceso deliberativo basado en un libre intercambio de razones entre todos los afectados. Dicho en otros términos, quienes actúan en política deben presentar o responder a razones, o demandar que sus representantes lo hagan, con el propósito de justificar las leyes y las políticas públicas. La idea no es, claro está, que todas las decisiones políticas deban ser indefectiblemente el resultado de una deliberación –si la exigencia fuera ésta, se impugnarían las decisiones secretas que son facultad del poder ejecutivo en todo sistema democrático, o ciertas negociaciones llevadas a cabo por los distintos grupos políticos–, sino que los procedimientos de toma de decisión no deliberativos puedan defenderse en términos de deliberación pública.

Este modo de concebir la legitimidad ha convertido a la razón pública en el corazón normativo de la propuesta. De ella se formularon distintas versiones, algunas exclusivamente procedimentales, como las de Habermas y seguidores, otras con algún contenido sustantivo, como las de Rawls y Joshua Cohen; lo común a todas es postular la razón pública como una suerte de idea regulativa que funciona como un criterio contra-fáctico de validación de procesos democráticos de decisión colectiva en general y del debate político en particular. En este sentido, una decisión política es legítima si puede ser objeto de acuerdo entre personas libres e igualmente capaces de aceptar la fuerza del mejor argumento en un procedimiento de deliberación pública llevado a cabo bajo condiciones de imparcialidad. Bajo esta luz se interpreta que el Estado sólo cumple con la demanda de igual respeto si puede justificar sus políticas de acuerdo con un proceso deliberativo de las características mencionadas; esto exige también que el contenido de las deliberaciones pueda ser comprendido por todos, de modo que todos puedan reconocer como razonables los argumentos aducidos –aunque no necesariamente acuerden con ellos–.

De modo que, a diferencia de las concepciones agregativas, que basan la toma de decisiones colectivas en las preferencias formadas en el ámbito privado, la naturaleza pública y abierta del procedimiento deliberativo admite la posibilidad del cambio de preferencias bajo el supuesto de que las personas, en ciertas condiciones, estarán dispuestas a modificar sus puntos de vista y demandas iniciales si durante el proceso encuentran buenas razones para hacerlo. La hipótesis es que en los foros de deliberación adecuadamente construidos, los participantes puedan adquirir una perspectiva más amplia de los temas en discusión y desarrollar una disposición a tomar en cuenta las demandas de los demás y las consideraciones de bien público. Claro es que la posibilidad de arribar a un consenso unánime en las democracias contemporáneas resulta extremadamente improbable, y la teoría deliberativa no desconoce esta circunstancia; en tal sentido, es inexacto afirmar que la votación, a la que suele verse como el gran momento de la democracia, apenas encuentra lugar en esta concepción; la decisión final de una deliberación dependerá, en muchos casos, del voto y de la regla de la mayoría. La diferencia con la posición agregativa es que se espera que aquellos ciudadanos que continúen en desacuerdo con las decisiones triunfantes se encontrarán en mejor disposición para aceptarlas porque fueron el resultado de un debate razonado; de modo que el voto es uno de los elementos del sistema democrático, aunque no ocupa un lugar privilegiado.

Se infiere que un proceso deliberativo en el que los interesados puedan expresarse y perciban que sus demandas son tenidas en cuenta en razón de su propio valor y razonabilidad, hará más aceptable para las minorías circunstanciales un resultado desfavorable a sus expectativas que un proceso en que la decisión dependa exclusivamente de negociaciones interesadas. Ésta sería la manera más justificada de hacer lugar a lo que Rawls denominó el factum del pluralismo. La posibilidad de discutir públicamente cuestiones controvertidas podría dar lugar a que los ciudadanos expresaran sus diferentes interpretaciones sobre los valores básicos de la libertad y la igualdad. En circunstancias de este tipo podría esperarse que los oponentes, luego de dar argumentos a favor de su posición y escuchar los de los demás, estarían dispuestos a poner entre paréntesis las posiciones más ríspidas en aras de continuar el diálogo político con la esperanza de llegar a un acuerdo o a posponer el debate en espera de una ocasión más propicia. En pocas palabras, existe una apuesta a favor de que el proceso deliberativo pueda constituir una instancia de aprendizaje de ciudadanía democrática. En síntesis, la democracia deliberativa construye su propuesta bajo el supuesto de una racionalidad comunicativa -aunque no necesariamente en su versión habermasiana– y sobre esta base justifica ciertas demandas morales a la política. ¿Utopía irrealista? ¿Optimismo incauto?”

Tratándose de la Argentina la respuesta no admite duda alguna.

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